Cuaderno de invierno, 52
Sábado de lluvia. El viento zarandea las ramas de los álamos y empuja desde poniente más nubes cargadas de agua, entre claros por los que el sol penetra y brilla en las cortezas húmedas de los cerezos. Lleve a rachas, finas cortinas oblicuas que se detienen cuando arrecia el viento y vuelven a caer, mansas, flotantes, cuando una nube gris ocupa el cielo. Luego, si para un poco, saldremos a podar algún manzano, pero ahora escucho en la radio La hora de Bach, el último programa nuevo que se emite en Radio Clásica, porque se jubila su presentador, Sergio Pagán, experto en música antigua y en amenizarnos muchos sábados de invierno con esa música superior a cualquier apasionada melodía, a cualquier amanerado romanticismo, a cualquier pedante oscuridad. Disfrutábamos de su música como disfruto de la extrema nitidez de la mañana, de las últimas ramas finas de los chopos por delante del cielo cambiante, ramillas como notas distinguibles, armónicas, conjuntas y variadas. Hay una música para cada época de la vida, pero también hay un Bach para cada estación del año, y todas vibran más allá de lo excesivamente humano. Igual que estas ramas que danzan elegantes han sido las mismas y han cambiado, han permanecido en su eterno ser distintas, la música de Bach me hipnotiza como un mismo paisaje que siempre tuviera un rasgo diferente, en el que no hubiera construcciones que lo fijaran en el tiempo. Los pasajes briosos no son eufóricos, ni los lentos melancólicos. Como la buena poesía, esta música y este paisaje suenan más allá de las penas y las alegrías, elevan el espíritu a una región del espacio que está limpia de miserias emotivas, pero al mismo tiempo las contiene todas, o al menos lo más puro de todas ellas. El invierno es un ejercicio de despojamiento, queda patente la esencia de las cosas y brilla la inminencia de lo que ha de venir. Las ramas están desnudas pero están vivas, anuncian una frondosidad que ocultará su lado sustantivo y permanente. Así es esta música, notas desnudas que no se emboscan ni se disfrazan, que bailan serenas en la claridad del día. Otros vendrán que las compliquen y las llenen de tormentas y de inundaciones. Otros las harán crujir, lucharán por extirparlas de sí mismas. Hoy no. Hoy el paisaje queda limpio y sinuoso, delicado y profundo como una suite de Johan Sebastian Bach.
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