Al volver a Femeninas, tantos años después, uno no se encuentra con nada parecido a un libro primerizo, pero tampoco, simplemente, con el decadentismo con el que se ha resumido esta primera etapa de Valle-Inclán. La muy medida construcción de las historias ya es obra de un escritor sin prisas, y el modernismo no se limita a la fastuosidad exótica y musical sino que llega a los orígenes mismos de la modernidad. Los críticos han encontrado en Salammbó (más que nada porque la cita el propio Valle-Inclán en La niña Chole) el origen de esta nueva mujer fatal, sádica y distante, con la que los decadentistas se emplearían a fondo, pero no he encontrado referencias a Poe, un autor que impresionó a los jóvenes noventayochistas (su huella en algún cuento de Baroja es evidente) y que estableció los fundamentos estructurales de la narración moderna, aquella que ocupa casi toda su extensión en ambientaciones estáticas que se resuelven en finales súbitos e impresionantes, que es como están diseñadas, por ejemplo, todas las narraciones de Femeninas.
En ocasiones, esa narración descriptiva reduce a lo mínimo el desenlace sorprendente (algo que frecuentará después en Corte de amor), como sucede en Tula Varona, una mujer que reúne «todas las excentricidades y todas las audacias mundanas de las criollas que viven en París: jugaba, bebía y tiraba del cigarrillo turco…». Tula seduce con juegos equívocos a Ramiro Mendoza, quien, por cierto, habla como un Rubén Darío de ocasión, y quizá por eso Tula lo despache con desprecio: «Tiene usted contestaciones de almanaque», le dice, y el lector se acuerda del Valle siempre distante, jamás meloso ni complaciente con la misma estética por la que transita.
Femeninas es también una fragua donde Valle-Inclán moldea por primera vez temas sobre los que volverá de manera brillante. Octavia Santino es un ejemplo muy particular. La historia de la dama moribunda a la que acude a ver su amante dará lugar a la Sonata de otoño, y una primera versión anterior a la de Femeninas ya la había publicado Valle-Inclán en México, en El Universal, en 1892, con el título de La confesión, que alude al macabro final en el que Octavia, en sus últimos estertores, confiesa a Perico Pondal que le ha sido infiel y el amante trata de sacarle con violencia el nombre de su rival… Valle-Inclán ya había publicado un relato anterior a esta escena muy poco antes, ¡Caritativa!, que desechó para esta versión final, todo lo cual da idea de que hizo y rehízo desde el principio, desde antes incluso de publicar su primer libro. El buen artista es el que sabe podar, y salvo esos excesos (brillantes, por otra parte) de La condesa de Cela, la verdad es que Femeninas es una pieza de orfebrería, pensada y compuesta con meticulosa paciencia, donde no falta el humor cínico que ya será para siempra una marca de fábrica no amparada solo en las exquisiteces modernistas sino en un oído muy fino para el desparpajo popular y teatral. Baste la reacción de Octavia cuando cree morir y Perico le ofrece llamar a un sacerdote:
—Entonces, ¿quieres que venga un confesor? Yo también había pensado en ello… Gravedad no la hay, eso no…
La enferma vaciló un momento; luego, volviendo a él los hermosos ojos, nublados por la calentura, exclamó con dolorosa resolución:
—¡No, no!… Prefiero condenarme así… ¡Anda, dame un beso!
Quizá el más flojo de los cuentos sea La generala, tanto por el tema (la joven dama, casada con un viejo, que se divierte con jovencitos modernos) como por el desarrollo, esa seducción bruscamente interrumpida que ya hemos visto en Tula Varona. Valle-Inclán también había publicado una primera versión de este cuento con el título de El canario, pues es la excusa de alta comedia, que se ha escapado un pájaro, la que Curra pone cuando está tonteando con el joven Sandoval y el general Rojas llama a la puerta. Lo más interesante quizá sea el motivo novelesco por el que se encapricha de Sandoval, que solo en su presencia Curra permite que el general fume, y la conversación sobre literatura en la que Sandoval defiende a d’Aurevilly y Curra a Alphonse Daudet, al mismo tiempo que desdeña el naturalismo de escritores tan olvidados hoy en día como López Bago.
Pero Femeninas también atesora dos obras maestras definitivas, inexcusables en cualquier antología, La niña Chole y Rosarito. La niña Chole, para cuya ambientación Valle-Inclán emplea reportajes de sus andanzas en México y, sobre todo, de su travesía a bordo del Dalila, ya forma parte desde sus inicios de un empresa mayor. Su subtítulo, Del libro Impresiones de tierra caliente, por andrés Hidalgo, ya indica que esta brillantísima narración no parará en convertirse en la gran novela de tierra caliente que es la Sonata de estío. Y también, como decíamos, es evidente que Valle ha trasladado al Caribe el ambiente lujoso y demoníaco de la Cartago de Salammbó, una libro que, por lo que dice algún especialista, formaba parte de sus más queridas lecturas infantiles. Y es verdad, no solo por el aire sacerdotal y desalmado de la niña Chole o su trato con los esclavos, sino por esa prosa recamada que sin embargo no cae en los vicios de la prolijidad o el abigarramiento. Las descripciones del gentío que llena el barco son impresionantes, la misma escena final del gigante negro lanzándose al mar a por un tiburón para regalárselo a la niña caprichosa es un prodigio de escritura, no compuesto de ornamentaciones modernistas al uso, como se suele dar por hecho, sino por una precisión verbal y un sentido del ritmo que nadie de su tiempo había conseguido. No es extraño que Murguía, en el prólogo, alabe tan sinceramente la madurez del estilo de Valle y le augure un brillante porvenir, con esa mezcla de sensibilidad y malicia, de oropel y mala leche que tanto partido le supo sacar don Ramón.
Pero si en La niña Chole ya está definida esa prosa insuperable, tan precisa y sensorial como poco recargada, que llegará en las Sonata a una de las cumbres de la prosa castellana, en Rosarito se juntan otros elementos sobre los que Valle-Inclán volverá una y otra vez hasta el fin de sus días. Aparece aquí, por primera vez, a pesar de la Brumosa compostelana en la que transcurre La condesa de Cela, ese territorio mítico de la Galicia de las Comedias bárbaras, de tantos cuentos y piezas teatrales y de tantos pasajes de La guerra carlista, y se nos presenta, todavía no del todo definido, el gran don Juan Manuel de Montenegro, que aquí es todavía una mezcla del hidalgo tremendo con el que acaban sus propios hijos y el malévolo seductor que fraguará poco después en El marqués de Bradomín. De hecho, el final recuerda bastante al de la Sonata de primavera, por más que el viejo don Juan Manuel también vaya detrás de las mozas jóvenes, aunque formen parte de la familia. Pero la prosa de Rosarito, aun perfumada con la misma esencia modernista, ya va más allá, a una cadencia galaica, a un timbre heroico que no podía encontrarse en las filigranas decadentes. Leer ese cuento es abrir el portón del gran pazo valleinclanesco. No es raro que volviera una y otra vez sobre él, que lo rehiciera y lo reutilizara. Es el emblema de lo que habría de conseguir.
El libro de Espasa que dormía en el estante, junto a las obras completas que editó Sánchez Zas para la Biblioteca Castro (y que debo decir que pecan de exceso de fidelidad a las primeras ediciones, sobre todo por lo que atañe a la puntuación, errática en ocasiones, ni sintáctica ni rítmicamente justificable) se completa, además de con un prólogo de Zubiaurre, con la novela corta Epitalamio, más tarde reconvertida en Augusta, que ya hemos comentado que es una variación de La condesa de Cela, más larga pero menos prolija, más provocativa y descarnada, llena de perturbadores elementos eróticos y retazos de, esa sí, decadente crudeza. La historia de Augusta y Attilio Bonaparte ya pisa los terrenos prohibidos que descubrió Valle-Inclán en Rosarito, y si recurre a la pastorela al estilo de Daudet, también vuelve al tema de la mujer enloquecida de aburrimiento y deseo, pero no al estilo de Gautier sino, otra vez, al de Flaubert, de quien solo he podido encontrar una alusión en boca de Valle-Inclán: «¡Flaubert, ese mal empleado de Hacienda!», dijo allá por 1929. No era raro en él, ni en ningún dandy de cualquier época, echar tierra sobre sus maestros.
Ramón del Valle-Inclán, Femeninas. Epitalamio, ed. Antonio de Zubiaurre, Espasa-Calpe, 1978, 205 p.
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