En los años 80 circulaban dos antologías de Góngora, una de Ana Suárez Miramón, SGEL, 1983, que era la que se recomendaba en las facultades, ordenada por géneros y subgéneros y con una introducción continuista con respecto a los prejuicios del culteranismo, y otra de Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, que es la que siempre he utilizado y que ahora he vuelto a saborear de cabo a rabo.
Porque los cuadros cronológicos eran tablas históricas muy minuciosas; la introducción, un ensayo sobre el manierismo y el conceptismo que se apartaba de generalidades para ir a comparaciones concretas con otros poetas de la época o a las curiosas variantes del conceptismo que trasfundieron poemas entre géneros hasta llegar al desparrame del a lo divino; las notas y llamadas de atención no solo allanaban las dificultades de comprensión sino que lo hacían sin tomar al lector por tonto y sin apartarse de los grandes comentaristas contemporáneos de Góngora, desde Salcedo Coronel a Pellicer, o modernos, de Alonso a Jammes; los documentos comprendían cartas del propio Góngora en defensa de su obra, piezas poéticas escritas por sus defensores, homenajes contemporáneos (Guillén y Cernuda) e incluso libros raros sobre la Córdoba gongorina; y, en fin, las orientaciones para el estudio forman un artículo académico del más alto rigor sobre las interpretaciones discutibles de Góngora y la defensa de la claridad y de la precisión como las más elevadas aspiraciones del poeta.
En medio, claro, una selección de sus poemas ordenada cronológicamente, no tan abundosa de sonetos y romances como la de Suárez Miramón, pero sí de letrillas y, sobre todo, de sus tres poemas mayores, el Polifemo, la Soledad primera y la Fábula de Píramo y Tisbe, sin recorte de ninguna clase, hasta el punto de que el único defecto que le veo ahora es que, en vez de la prosificación de la Soledad primera, ya podría haber incluido la Soledad segunda, donde están esos versos que tanto hemos repetido: «Mira que la edad miente, / mira que del almendro más lozano / Parca es interïor breve gusano». Pero bueno, también en la primera está el «doméstico es del sol nuncio canoro» con que durante tantos años hemos puesto a prueba la sagacidad de los alumnos, y de paso gamificábamos un poco a don Luis.
La sensación que queda al leer esta antología entera, sin acudir a esos pasajes que año tras año íbamos cambiando para darlos a gustar o simplemente disfrutar de ellos (con más huellas en las páginas de unos que de otros, claro), aparte de que sigue siendo un completo y tan cabal como documentado estudio que ya arma el caballo de batalla que cabalgó Carreira durante su posterior carrera profesional, el conceptismo como fundamento del supuesto culteranismo, es la de que Góngora tenía tal dominio de la poesía que ni siquiera tuvo que limitarse a su propio genio más que para desembarazarse de tópicos petrarquistas y falsamente sentimentales en los que un artistazo como él no podía creer. El autor de piezas tan intensamente populares como La más bella niña o Hermana marica, patrimonio común casi desde que fueron compuestas, igual que letrillas como Que pida un galán Minguilla o, cómo no, Andeme yo caliente podía investirse de un sayal adamascado para sus primeros sonetos de amor solemne, y los últimos, porque Góngora prefirió los campos a los sentimientos, las fábulas a los sinsabores y el ingenio a los alardes. Leo y me sorprenden notas que en su momento añadí, por ejemplo a Entre los sueltos caballos o En un pastoral albergue, junto a cuyos versos «Las venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche» anoté alguna vez un «Lorca» que me dice mucho más que muchos de los manidos elogios del tricentenario.
Pero sobre todo he vuelto sobre los poemas más subrayados, muchos de los cuales llevan la nota VIRG. al margen, que no es de virgen sino de Virgilio, y que coincide con cada vez que me encontraba (y me he encontrado ahora) con la operación poética virgiliana por excelencia: llevar lo más humilde hasta su más luciente altura poética, en romances como Ahora que estoy despacio, donde además acompaña la simpatía del Góngora epicúreo y desenfadado, o sonetos como Cosas, Celalba mía, he visto extrañas, que rebosa de esa pasión virgiliana por la grandiosidad natural, ese nombrar hinchiéndose, ese gozo del plasmar.
Carreira no se deja, por supuesto, los más célebres sonetos, de Córdoba a la dama que se picó con un alfiler, pero tampoco ese ramillete sombrío del final, cuando peor lo pasaba y el mal genio del Mal haya el que a señores idolatra se funde con el desengaño del final. Y aun así nos quedan los tres grandes, que uno lee y vuelve a leer y no sale de su placer ni de su asombro, sobre todo de las Soledades, acaso el más virgiliano de todos, y por eso el más cercano, cuya edición a cargo de Robert Jammes es uno de esos libros que uno empieza a tener ya desbarajados de tanto manoseo. Últimamente le toca más al Píramo y Tisbe —por otros motivos de índole académica—, que Góngora le satisfacía especialmente, y no es de extrañar, esa mezcla total de registros y de géneros, ese dominio absoluto del octosílabo castellano, de su música y sus posibilidades expresivas. Pero vuelvo a las Soledades, y algo ya poco natural me tiene que estar afectando cuando paso por encima de las prosificaciones, como si ya hubiese aprendido esa lengua de los dioses. Como aquel que limpia los cajones y ordena papeles viejos, estos días leo libros que usé mucho y que ahora que oficialmente dejo de usarlos no quiero que se queden dormidos. En los 80 esta antología tenía sentido. Hoy sería un libraco hiperespecializado. Pero Góngora lleva siglos pudiendo con todo. ¡Si pudo con Menéndez Pelayo, no ha de poder hoy con los ludópatas de la pedagogía!
Luis de Góngora, Antología poética, ed. Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, 372 p.
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