14.7.24

Herencia para once


Hasta 1980, con setenta años cumplidos, Torrente Ballester escribió diez novelas, y desde 1980 hasta su fallecimiento en 1999, otras quince, entre ellas este Filomeno, a mi pesar que había quedado en mi biblioteca intonso y amarillo, por una mezcla de prejuicios de los que ya hablé a propósito de Los gozos y las sombras, a los que en este caso se añade que con esta novela ganara el premio Planeta en el 88. Y la verdad es que tampoco lo lamento mucho, porque ha sido muy gratificante leerla por primera vez y pensar en todas aquellas novelas suyas que aún me faltan por leer.
    Esta grata sorpresa de Filomeno, a mi pesar también tiene que ver con que sea una de sus novelas, digamos, realistas, siempre y cuando distingamos imaginación y fantasía con el fielato de la verosimilitud. Aquí se trata, como dice el subtítulo, de las memorias de un señorito descolocado, escritas antes de cumplir el narrador los cuarenta años y que coinciden, más o menos, con la vida del autor hasta que publicó sus primeros libros. No se trata, en absoluto, de una biografía. Hay en ella demasiada literatura, demasiada imaginación como para pensar que Torrente Ballester contase algo de sí mismo; sin embargo, teniendo en cuenta la época en que se publicó, la novela, además de ser un relato entretenidísimo y una delicia de escritura, encierra más de una respuesta no muy subliminal a la literatura que se llevaba entonces, sobre todo en dos sentidos: la eclosión del autobiografismo, que nunca fue otra cosa que falta de imaginación, y el también inacabable tema del guerracivilismo, casi siempre desde el lado de los vencidos. Con la estructura de una novela de iniciación, Filomeno va pasando por países y mujeres sin abandonar una indefinición entre desapasionada y liberal: se aparta por igual de los exaltados y de los ingenuos, de los hombres de acción y de los antihéroes, por más que lleve una existencia de lo más interesante y variado. Vive entre Galicia y Portugal, entre Madrid y Londres y París, en pazos antiguos y casas solariegas, hoteles cosmopolitas y patronas extranjeras. Disfruta de amores infantiles (su nodriza Belinha), de amantes en el frente (la trágica Ursula), de femmes endemoniadas (la parisina Clelia), e incluso de un personaje (María de Fátima) que por aquellos años empezaba a colonizar las telenovelas de sobremesa, aquellas niñas Chole de exótico nombre y acento brasilero, o de la clásica madama carpetovetónica, Flora, la dueña de un prostíbulo que vive rodeada de estampas de santos. En cada mujer, en cada viaje, en cada circunstancia histórica Torrente desarrolla una buen relato, siempre desde el desapego de quien no cree que merezca la pena dar la vida por lo que no ha de cambiar. Filomeno es un señorito al que nunca le falta el dinero ni las posesiones, y quizá por eso desconoce la rabia nacida de la injusticia cuando es uno el que la sufre. Sus amigos, desde el sabiondo Sotero al infeliz Magalhaes, desde sus eternos tutores, el maestro y la miss, hasta el señor Pereira, que se ocupa de las cuestiones prácticas, son todos buenas personas que no serían capaces de abusar de su autoridad o tratar mal a nadie por su condición social, lo que en Filomeno es una consecuencia, más que de su ideología, de su temperamento tranquilo y su sentido común, de su indecisión y su incapacidad para llevar a efecto sus pretensiones, por más que sean las circunstancias las que decidan por él y lo hagan corresponsal de guerra o ganadero de vacuno sin pretender una cosa ni la otra ni hacer el menor esfuerzo. Los héroes y los personajes trágicos son los otros, sus amigos, sus amantes, pero no él, que ve pasar la vida con la discreción del hombre inteligente, salvo acaso al final, cuando se decide a dar la nota en su pueblo natal, Villavieja, y organizar tertulias intelectuales en una casa de putas, quizá su primera y última demostración de heroísmo que se salda con un dulce exilio en su pazo portugués, lo que tampoco es un precio demasiado caro. Filomeno forma parte de una tercera vía liberal sin el compromiso de un Chaves Nogales, pero con puntos de vista parecidos. En aquellos 80, quienes vivieron la guerra, les fuera como les hubiera ido en ella, estaban más cerca del A sangre y fuego que de los panfletos doctrinarios, por más razón que les asistiera.

La prosa de Torrente Ballester es un dulce fluir galaico que no tiene nada que ver con aquello que Umbral despreciaba por poco exquisito, una prosa clara y elegante, armónica y sencilla, sin ninguno de los requiebros prescindibles que también se llevaban tanto entonces, y lo bastante concisa como para que pueda más la narración que su expresión, pero esta sea siempre una delicia. Torrente cuenta en el sentido de que mide. Son muchas, muchísimas las cosas que pasan en esta novela, pero ninguna se atropella con la otra, de ninguna nos quedamos con ganas de más o de menos, ni siquiera, como sucede al final, de las que nos parecen como salidas de las novelas de Fernández Flóres (estoy pensando en Los que no fuimos a la guerra), que sin embargo se rematan con una escena tan bien narrada como la del entierro de la madama. 

En la cabecera del libro, Torrente nombra a sus once hijos, en una dedicatoria que, a estas alturas, deja entrever su punto de ironía. Él ya era viejo y el Planeta un buen dinero para legarlo a su abultada prole, y eso que aún no había publicado la Crónica del rey pasmado ni otras muchas novelas que al final de su vida, y en lo más vigoroso de su potencia creadora, le reportaron pingües beneficios. Y eso sin contar lo que dio de sí a otros autores, porque cualquiera que haya leído El hereje, publicada un par de años después, levanta las cejas cuando, en la página 322 lee que un chambergo con el que Filomeno se abriga en el pazo «a lo mejor había pertenecido a mi bisabuelo Ademar, aunque ignoro si en su tiempo existían ya las zamarras».

Filomeno Freijomil es el lado comprensivo y nada ostentoso del señorito cuya parte descansada corresponde a Ademar de Alemcastre, su abolengo portugués, una mezcla de tronío y sensatez que, a lomos de la incansable imaginación de Torrente, quizá se deje criticar por los incondicionales de la definición ideológica y los buscadores de carroña biográfica. El lector, el buen lector, se limita a disfrutar.  


Gonzalo Torrente Ballester, Filomeno, a mi pesar. Memorias de un señorito descolocado, Planeta, 1988, 442 p.

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