Muy cerca del final de Levantado del suelo, en la página 402, Saramago deja caer un «florido mayo», como aquella novela de Alfonso Grosso que se añadió a la lista de versiones joyceproustfaulknerianas que en España había iniciado Martín Santos con Tiempo de silencio. Fueron años de monólogos interiores, de mezclas de voces y cansinos barroquismos, esa paradójica elevación a un cielo plomizo de las más terrestres pasiones. No sé si Saramago lo cita adrede o no, ni si su trato con la novela española de la época (la suya es de 1980) daba como para establecer ahora conexiones, pero es difícil no hacerlo, no ya con la generación de las melopeas de conciencia, sino con otra, anterior y en principio distante de lo que representó en España Saramago, la generación del Delibes de Los santos inocentes, que solo es un año posterior a Levantado del suelo, o la del Cela de San Camilo 36, al que tanto nos recuerda la parte final del libro, ese ritmo, esa forma de yuxtaponer voces distintas, sentencias amargas, verdades frías. No creo que Delibes leyera esta novela, a pesar de que se publicó un año antes de que saliera su preciosa historia, que a veces, leyendo a Saramago, suena como «el gran grito de milana solitaria» en el jornalero que el señorito latifundista trata como a un perro, o peor, en el lacayo que tiene que cargar a las espaldas el bidón donde los señores hacen puntería, para que cuenten los agujeros, y luego echárselo otra vez a las espaldas para dejarlo en el mismo sitio y que los otros sigan disparando. O como Juan Maltiempo contando los días de aislamiento, en «una aritmética inventada por locos, se pone uno a contar, uno, tres, veintisiete, noveta y cuatro, y al final el error es nuestro, sólo han pasado seis días». Son meras coincidencias porque no puede haber leído el uno lo del otro, pero el tema es el mismo, el latifundio inhumano, la geórgica triste y hermosa de los jornaleros, como esa congeries de labores del campo (p. 110) que el narrador remata con un «santo Dios, qué montón de palabras, tan bonitas, palabras que enriquecen el léxico, bienaventurados los que trabajan» con el que, de paso, menciona la esencia del género, la elevación de lo humilde, la exquisitez de las penurias, la hermosura dolorosa de los trabajos y los días.
Se dice que fue este el libro en el que Saramago encontró la voz, la integración de los diálogos en el flujo de la prosa con el solo expediente de una letra mayúscula, el constante ir variando los tonos y los narradores (aquí hasta la patria habla en primera persona) y el segmento poético, con versos hernandianos, «la sangre protestaba insatisfecha» (aparece en la novela un Miguel Hernández «de Fuente Palmera», igual que un buen samaritano llamado Ricardo Reis), o alejandrinos que no irían mal en una geórgica, «se levanta de repente una perdiz silvestre», y que supongo que en portugués suenan tan bien o más que en la traducción de Basilio Losada.
Levantado del suelo es la novela del latifundio, de las hormigas que por fin levantan la cabeza, de los peones que se ponen de acuerdo y dicen que no, de los pobres que sufren palizas de muerte pero son leales a un destino compartido por el país entero. Cuando esta novela se publicó, hacía solo seis años que las fuerzas armadas portuguesas habían derribado el régimen de Salazar y una dictadura tercermundista que llevaba medio siglo sometiendo a sus ciudadanos, de manera que hay un júbilo final, un epinicio apoteósico, una sinfonía de esperanza en el remate de un libro que es un testimonio. Tiene su gracia que Saramago se dejara de intelectualismos herméticos y se abandonara en brazos de la poesía desatada justo para celebrar que en su país ya se podía vivir con dignidad. Es difícil que una celebración de la lucha y la victoria como es esta novela no acarree el lastre del panfleto ideológico. No es así en Levantado del suelo: aquí triunfa la literatura, y quizá sea esa la más alta de sus virtudes.
José Saramago, Levantado del suelo, trad. Basilio Losada, Alfaguara, 2022 (=1980), 436 p.
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