17.11.24

La novela profesoral


No estoy al tanto de la biografía de Torrente, pero sí de que pasó algún año en una universidad norteamericana, uno de estos campus donde se mezclan los ocres de las hayas y las mozas que leen poesía, donde conviven profesores pagados de sí mismos y estudios gratuitos que sin embargo justifican su trabajo. Pero la novela de campus suele tirar bien hacia la novela negra, bien hacia la sentimental, géneros que en el caso de La isla de los jacintos cortados se reabsorben en lo que podríamos llamar la novela profesoral. Aquí el crimen, la pesquisa, es un genuino macguffin, la hipotética invención del personaje Napoleón Bonaparte, un asunto que suele aducirse como tema de la novela y que al final resulta ser bastante secundario, hasta que aparece ya en los estertores de la obra, en una reunión en la que fantasean figurones como el almirante Nelson, Metternich y Chateaubriand. Junto a ellos, y en tono de novela galante picantona, están el bello Nicolás, que salta de cama en cama, y un Ascanio cuyo papel nació para protagonista pero queda cubierto por la hojarasca histórica, y que es quien ordena cortar los jacintos que, quietos en sus macetas, no han participado en el movimiento revolucionario. El elenco se equilibra con algunas damas de nombre menos célebre (Flavariosa, Agnesse…) que, además, llevan la representación alegórica cervantina a su extremo erótico más dieciochesco. Entre todos, en fin, le toman prestado el nombre a un camarero italiano y de ahí se sacan a Napoleón, pero esto sucede en media docena de páginas, después de casi cuatrocientas en las que el tema no era ese sino sus aledaños. El primero, el profesor que lanza la hipótesis de la invención histórica, un francés impotente que sin embargo tiene enamorada a la clásica estudiante griega, Ariadna, para desesperación —moderada— del narrador, que puede convivir con ella en su casita del bosque pero no tener conocimiento bíblico. Este lado de la novela suena a mañanas tranquilas viendo caer las hojas desde el despacho asignado en la universidad, imaginando que todas las estudiantes con gafas redondas caen rendidas ante sus tutores en las visitas que rinden a sus despachos, y allí se aman entre libros viejos. Tiene, también, algo de ese estar sentados en el suelo, frente a la chimenea o la enciclopedia histórica, al que solo le falta que al mismo tiempo esté sonando una pieza selecta de jazz, mientras profesor y alumna fuman y se aman. En todo caso, y para darle un aire más informal, el narrador «pone en el magnetófono una cinta de Joan Báez», casi nada.

El otro desvío, la otra ruta napoleónica, es un ejercicio de culturalismo tan deslumbrante como desconcertante. El narrador mira las llamas de la chimenea y reinventa la historia con el expediente de instalarse en ella, igual que la bruja «veía en los espejos lo que la vida había depositado en ellos», en lo que pensaron o vieron hacer sus protagonistas, reunidos todos, a modo de apoteosis teatral, en una isla mítica, Gorgona, donde se celebran banquetes y se aparean personajes de la mitología clásica y de la no menos mitológica historia occidental. Allí todo es presente, porque «no es imposible que personajes de una historia irrumpan en otra que no es la suya», y se mezclan los hechos y los tiempos, que el narrador, cual Sherezade infructuosa (porque cuando se hace de día su amada, después de escucharlo, se larga con el otro), va mezclando en una melopea por momentos agotadora en la que se da más información de la que el lector tiene tiempo de ir ordenando, si es que —se pregunta muchas veces— merece la pena ser ordenada. Por allí desfilan parodias y homenajes, ejercicios de estilo y paisajes fantásticos, todo ello contado con un lenguaje que pocas veces en Torrente alcanza semejante grado de lirismo, versos entre coma y coma que suenan como música para clavecín dieciochesco improvisada como en un piano del siglo XX.

Porque ese, el lenguaje, el impresionante lenguaje, es el verdadero protagonista de la novela. Hasta el lector menos paciente, si se deja llevar por su sensibilidad, continuará con la lectura por más que su contenido le resulte cargante o peregrino. No estamos ante una de esas novelas que se miden según el equilibrio de su estructura o el desarrollo de sus personajes. Era muy de la época (la novela se publicó en 1980 y fue Premio Nacional de Literatura en el 81) el alarde verbal que despreciaba las convenciones narrativas, la sota, el caballo y el rey del argumento, los episodios y los personajes, y en su lugar lo fiaba todo a la yuxtaposición de frases deslumbrantes, largas pero no liosas, con frecuentes guiños coloquiales que, en medio de tan exquisito caudal, saltan vivos y brillantes como los salmones. El Torrente que había demostrado (y seguiría demostrando) dominar el realismo entretenido como quien lava, ahora se propone un denso y brillante ejercicio de erudición literaria en el que muchas veces da la impresión de que la historia nace del diccionario, de cómo colocar las palabras de modo que vayan generando situaciones, en el puro juego de un ritmo que deslumbra y acaricia, y en el que hay que entrar «como los niños, que creen en la verdad de lo que saben que es mentira». Y así la prosa es una música «a la que se acomodaban mis palabras, que, por cierto, me parecieron dictadas o escuchadas, no sacadas de mí», dice el narrador, en una de las frecuentes poéticas que va insertando a lo largo de la novela. «Con esto de que todo suceda al mismo tiempo», por ejemplo, «empiezo a armarme bastante confusión, y ya no sé lo que fue antes, ni lo que vino después, conforme el cómputo ordinario». Y, entre tanto, el supuesto asunto, Napoleón, se sigue retrasando hasta que el lector/Ariadna se lo llega a reprochar, que se divierta tanto con las delicias de La Gorgona y no deje de desviarse del tema, quién y por qué inventó a Napoleón, hasta que por fin Chateaubriand nos explique que lo primero es el nombre, porque «la historia la hacen los héroes, y los héroes son, a fin de cuentas, nada más que nombre y facha, que palabra y retrato».

Terminada la novela, uno se levanta de la butaca como si el concierto hubiera sido un poco largo, y entre aturdido y deslumbrado también con esa cadena de apoteosis con que la va cerrando. Pero el propio Torrente decía que cada novela exige un estilo determinado, en consonancia con su contenido, y si su gran trilogía reclamaba una narración decimonónica, esta era terreno para la filigrana. Después de escribir su novela, el profesor español marcharía del campus norteamericano. Las Ariadnas quedarían en sus mitos y en sus amoríos, pero él se llevaría un buen libro bajo el brazo, como para amortizar doblemente su año de profesor invitado.


Gonzalo Torrente Ballester, La isla de los jacintos cortados, Alianza, 2019 (=1980), 427 p.

2.11.24

Un relato a la deriva




Decía el sagaz crítico Marcelino Cortés que, después de El año de la muerte de Ricardo Reis, Saramago «se amaneró». Y tanto. La balsa de piedra, sin ánimo de incurrir en metáforas manidas, es un peñazo de campeonato, un relato sin ton ni son en el que se mezclan dos líneas argumentales que ni casan bien ni acaban de funcionar por separado. La sensación permanente es que Saramago se duerme en la suerte, ha partido de una buena idea que no resultó ser más que una ocurrencia, qué pasaría si la Península Ibérica se desgajase del resto de Europa, y ha fiado el navegar de la novela a su capacidad de improvisación. No somos amigos de los planes previos ni de los escritores que interpretan partituras, pero tampoco de los que escriben por escribir, largos fragmentos prescindibles en los que se nota demasiado que aquella mañana el autor tenía prosa pero no historia.
    Una de las líneas argumentales es la fantasía de la que parte la novela, justificada sin necesidad como una especie de deslizamiento de la capa superior de la Península, desde el momento en que el mismo título es una paradoja tan inverosímil que no necesita de apoyaturas geológicas. Pero bueno, es literatura y lo aceptamos, y tenemos paciencia suficiente para ver hasta dónde llega la ocurrencia, pero pronto todo se queda en el peligro de que choque contra las Azores, en que Portugal mira a América mientras España mira a Europa, en que la Península, ahora isla, cambia el rumbo, o en que empieza a girar sobre sí misma, sazonado todo ello con ese humor retórico y redicho, de notario zumbón, que en ningún momento arranca una sonrisa porque no tiene ninguna gracia. Los añadidos de política ficción tampoco, ni las reacciones de los demás países ni el movimiento proibérico que se desata en Europa ni la un poco amojamada crítica al europeísmo, o los tres éxodos (o cuatro) que provoca la ruptura, el de los turistas extranjeros, el de los ricos y poderosos, el de los habitantes de la costa y el de la emigración a países europeos. Resulta significativo que, escrita cuatro años antes de que la URSS se desmoronase, todavía se hable de ella como de un ente sólido, como si el telón de acero no se hubiese arrobinado.

Sin embargo, aun embadurnada con buena prosa, la máquina chirría. Igual que la balsa de piedra va sin rumbo por el Atlántico, las líneas narrativas se pierden en sí mismas y no queda claro (en el caso de que tuviera que quedar) qué nos quiere decir con ello el autor, si que un iberexit avant la lettre— sería beneficioso para la Península, si que ni aun así se generaría suficiente confianza entre los dos países, si lo que ocurre es que Europa se ha podrido de capitalismo y merece la pena fundar una isla equidistante de los dos núcleos del capitalismo occidental… No lo sé, pero sí sé que el autor habla como si hubiera que saberlo, como si cualquiera captaría el mensaje profundo, tan profundo que está hundido en la inmovilidad, en un relato paralítico que no tiene bastante con los, por otra parte, destellos poéticos que a veces consigue Saramago, cuya extraordinaria altura solo sirve para tener una imagen más completa de la poquedad en que se sustentan.

La otra línea narrativa, que podría prescindir perfectamente del caso de la balsa, es la que forman cinco personajes (primero dos, luego cinco, al cabo seis) que van viajando por la Península, al principio en un Citroën 2CV, en Dos Caballos, sin artículo, porque así se llama el artefacto personificado, y luego en dos caballos de verdad, cuando el coche se estropea y las vías se colapsan de desidia y desconcierto, de modo que solo es posible avanzar con métodos preindustriales, en una galera como la de los antiguos buhoneros, en principio huyendo del desastre que significaría chocar contra islas que aún no se han movido, pero pronto en un deambular un tanto picaresco en el que, a su paso por Tierra de Campos, tierra de fray Gerundio de Campazas, al narrador le queda tiempo incluso para ironizar contra «oradores prolijos, citadores impenitentes, refranistas convulsos y escritores descomedidos» y que jarse de que «nos haya aprovechado tan poco la lección siendo tan clara». Ciertamente.

Ya en las postrimerías de la novela, el narrador tiene a bien resumirnos la condición de sus personajes (de cinco de ellos, que Lozano llega casi al final), a propósito de que se encuentran sin dinero y tienen que buscar trabajo: Joana Carda, «pese a tener licenciatura en letras, nunca ejerció su carrera, fue siempre, desde que se casó, ama de casa»; Joaquim Sassa «pertenecía a la base de los oficinistas», Pedro Orce «se ha pasado su vida preparando remedios» farmacéuticos, José Anaiço es «maestro de chiquillos», y María Guavaira «es la única que puede ir a pedir trabajo por esas heredades, y hacerlo en proporción a sus fuerzas y a su sabiduría, que no llegan a todo»; una sabiduría que tiene que ver con sus poderes prescientes, de medio bruja, mientras los otros representan una cuadrilla sociológica de aquellos buenos ciudadanos que no saben a qué carta quedarse. No obstante, organizan una especie de comuna sentimental en la que las dos mujeres se ocupan de que los tres hombres estén abastecidos de amor, en páginas que, como nos pasó en ocasiones con el Ricardo Reis, suenan un poco a erotismo de viejo verde. Pero en todo caso unas y otros no terminan de cuajar en personajes bien diferenciados, no se individualizan ni, por tanto, cobran vida, y la mayor parte de las veces lo que dice o hace el uno podría decirlo o hacerlo el otro. Tan solo el perro que los guía, pobre animal que llevan andando la mayor parte de la novela, hasta que deciden subirlo al coche, parece cobrar encarnadura dramática propia. Sí es verdad que ese tono de aventura quijotesca, de viaje naïf de buenas personas en busca de una fantasía confortadora, sea un viaje al pasado o a un mundo mejor, nos recuerda un modo de hacer que en los 90, después de publicada esta novela, tuvo en España famosos y brillantes seguidores, pero en este caso me temo que la cosa no termina de cuajar.

Empezamos, en fin, la obra novelística de Saramago por la que hasta ahora no solo es la que más nos ha gustado sino la única que volveríamos a leer, Memorial del convento, y la responsable de que, a pesar de tostones deslavazados como La balsa de piedra, no hayamos perdido el propósito ni la esperanza.


José Saramago, La balsa de piedra, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1987, 333 p.