21.6.25

De cuervos y paraguas

Cada vez que viajo a Galicia me llevo un libro de Cunqueiro, o dos, y trato de traerme algo nuevo. De su obra ya no creo que falte nada en la sección de mi biblioteca que comparte con Josep Pla y amigos como Néstor Luján o Juan Perucho. Aparte de las piezas literarias, su copiosa obra periodística se ha ido distribuyendo en libros sueltos y no es raro que aparezca un título que incluye lo que ya está publicado en otros, así que, si encuentro una librería decente, busco alguna obra en colaboración o algún estudio más o menos crítico. Este año he ido a retirarme unos días al monasterio cisterciense de Ferreira de Pantón, entre bosques de robles y castaños y viñas de Godello, plantadas en angostos bancales sobre las riberas del Miño y del Sil, y allí no había librerías. Habría que haber ido hasta Monforte de Lemos, una urbe demasiado populosa para mis necesidades espirituales. 

    Esta costumbre nació en el verano del 94, en unas vacaciones que pasamos en Porto Meloxo, cerca de O Grove. Tusquets acababa de publicar Papeles que fueron vidas, una antología de artículos literarios, en el doble sentido de que trataban asuntos de literatura y de que eran en sí mismos gran literatura, que fue la que me hizo ingresar en la cofradía de los lectores de Cunqueiro. Allí mismo, en una escapada a Pontevedra, compré la otra antología que había publicado Tusquets, Los otros viajes, de andanzas reales e imaginarias, siempre literarias, y no me cansé de recomendar esos dos tomos en los años que siguieron. Aún los abro y releo algún capítulo de vez en cuando, tienen ya los lomos cuarteados, como esos libros que nos han acompañado a muchos sitios.

Las ediciones de obras completas de Cunqueiro distinguen entre obra literaria y obra periodística, lo que en su caso no tiene mucho sentido más allá de los géneros tradicionales, porque lo genuino de Cunqueiro (que también anida en sus novelas) es esa deliciosa erudición poética que tanto le servía para un cuaderno de viajes como para un libro de relatos. Es ocioso distinguir entre aquellos artículos sobre Bretaña que escribía para El Faro de Vigo y las curiosidades fantásticas de la Tertulia de boticas; en todo caso sirve para lamentarse de que los periódicos ya no sean bastidores en los que bordar buena literatura y alejarse un poco de la pestilente actualidad, aunque sirvan para recordárnosla.

Uno de esos libros que siempre figuran en las colecciones de relatos pero podrían estar en las periodísticas es La otra gente, con textos que por algo «andaban dispersos por periódicos y revistas» hasta que, como el autor reconoce y agradece, los recogieron Antonio Odriozola y Francisco F. del Riego. La primera edición es del año 75, y este dato es importante porque cualquiera que haya leído las novelas gallegas de Camilo José Cela, o los artículos que reunió en El camaleón soltero, de inmediato se dará cuenta de que ese lenguaje y esa forma de narrar, por más que cuadraban con la estética de Cela, no habrían sido como fueron de no mediar la lectura de un libro como el de Cunqueiro. Las genealogías literarias siempre son territorio tan vidrioso como gratuito, pero en este caso, yo que he leído a fondo a los dos, creo que esta, digamos, inspiración de Cela en Cunqueiro es más que una conjetura. Ahí están el regodeo en la onomástica, que Cela siempre tuvo pero aquí viene con un aire más lluvioso (la misma palabra «mansamente», por cierto); los diálogos breves, sentenciosos, entre bárbaros y resignados, apenas una pregunta y una respuesta para dar ritmo al relato; los comienzos detallados, de procedencias, de parentescos, hasta que aparece el asunto, que suele ser una anécdota supersticiosa, un tomarse en serio un disparate; el utilizar la historia como pentagrama de la prosa, de modo que da la sensación de que todo se añade según la sonoridad más oportuna para los intereses estilísticos… Lo único que no encontramos en Cela es esos finales breves, melancólicos, de intensa pero recatada poesía. Eso es inconfundible marca de fábrica del artista de Mondoñedo.

Las historias, por lo demás, hablan de emigrantes que volvieron confundidos, de almas que se cobijaron en cuerpos de animales, en objetos que se comportaban como personas, cuervos parlantes, paraguas pensantes, historias nacidas entre el sueño y la superstición, que el autor se toma en su más tierna literalidad, como si, más que un desvarío, fuese una forma de ser. El tono fabulístico impregna buena parte de los capítulos: los cuervos dan consejos a cambio de una montera para resguardarse de la lluvia, o guardan el alma de un difunto para reprocharle a su viuda que no siguiera la demanda judicial contra su hermano. Hay un loro que habla francés y un perro que silba, y otro que sólo ladraba a la parte contraria o se hacía los trajes en el sastre, o hablaba en alemán. Los lugareños doman saltamontes o hablan con una trucha viuda, y hay uno que a un cerdo le diagnosticó el prurito de la flor de nabo, y a un gallo lo convenció para que se entendiera con unas gallinas perfumadas que venían de París.

En algunas de estas fábulas también hablan los objetos. Un sombrero charla y se descubre cuando él quiere, y un paraguas encierra el alma de un difunto, al que su mujer reconoció porque tenía la lengua muy larga. La chaqueta de un moro era de oro y se enterraba sola junto al río, aunque no se trata del mismo moro que hacía volar las monedas. Hay un jarro que se emborrachaba y daba tumbos como un cómico bebido, y un tesoro que hablaba y tenía otros amigos también tesoros como él.

Los paisanos que tuvieron que irse de Galicia siempre sufrieron alguna desdicha, aunque se hicieran ricos. Un hermano les birlaba la novia, o se casaban con una bombera que los abandonaba. Otro prometió matar a un tratante pero no pudo convencer a su novia de que no lo había hecho. Sus novias eran raras: una lo tenía todo postizo, precisamente de un amigo del autor que trabajaba picapedrero de catedrales francesas, heridas por bombas alemanas, y usaba pelos de barba de liebre para sacar las esquirlas de los ojos a sus compañeros (práctica de la que, por cierto, Cunqueiro habló también en su Tertulia de boticas). Los había con habilidades raras, sobre todo uno, que fue seleccionado por su aliento para limpiarle las botas al general Weyler, o aquel que le mordió en el cuello a un lobo viejo, o que envió desde Buenos Aires un juego de lengüetas de gaita búlgara. Entre los más sorprendentes (y que a mí me recuerda un pasaje de La España negra de Solana) está ese que trabajaba con un callista, y ponía en el escaparate los moldes de los pies de los clientes ilustres, con callos y sin callos.

Hay, lógicamente, unos cuantos sueños, algunos protagonizados por enanos, que venían a rascar la espalda o volaban gracias a un paraguas pero fuera del sueño se perdían. Claro que quienes los conocieron hacían lo imposible por volverlos a soñar, como comprarse unos anteojos especiales en Valencia o pedirles a un amigo que se los soñasen.

Los enfermos, los curanderos y los muertos tienen, cómo no, su espacio en este libro. A uno se le quedaron huesos sueltos en el cuerpo a raíz de una agarrada que tuvo con un valenciano, un día que comieron pulpo, pero no es el mismo que sentía que se le iban soltando por dentro los botones y quería traspasarle a alguien su enfermedad antes de que fuera demasiado tarde. Otro andaba junto al pie que le faltaba y era de un muerto brasileño que perdió el suyo en un accidente de tranvía. Un relato, espléndido, de esos que sirven como harina echada junto a un libro de Cela para ver de dónde vienen las pisadas, habla del que llevaba una sombra que no era suya, y digo lo de la harina porque aquí también se cuenta, y lo propone un enano, como es sabido que sucede en el Tristán e Isolda. Hay unos cuantos cojos, varios de ellos debajo de un paraguas creciente que al mismo tiempo cobijaba a unas urracas y volvía cojo a quien se pusiera debajo. Uno de estos cojos, además, acabó convertido en cuervo.

Entre las enfermedades más extrañas están la de aquel que se quedó con un brazo más largo cuando alguien tiró de él para apartarlo de un rayo, o la del que perdió un ojo, pero con el ojo perdido veía una serpiente y luego un gallo que lo atormentaban en sueños. Claro que siempre hay vecinos con poderes, gente que saca las muelas sin dolor o tiene en su casa un columpio terapéutico. Hay uno, muy hábil, que les daba cuerda a los enfermos para que no se les parara el tiempo. 

Que a veces no pudiesen curarlos no significa que se quedasen mudos. A un paisano que no sabía leer le tocó pasar un rato todos los días haciendo como que leía el periódico, porque un difunto le daba dinero para que le avisase de que había regresado el Káiser, nada menos. Los difuntos vienen a decirle a sus viudas que no vendan las fincas, o se quedan convertidos en urracas mientras dejen sin firmar un pagaré, que en esto de las cuentas claras no hay muerte que valga. Ni amor tampoco, y si no ahí está la viuda que le ponía los cuernos a su difunto esposo.

Cunqueiro cuenta estas historias con el esmero del ebanista que va tallando las palabras en un tronco de abedul. Bien es cierto que ser gallego es tener ya medio hecha la habilitación para escritor, pero sigue siendo materia de estudio por qué los gallegos, o el gallego mismo, se prestan a un tipo de fantasía que en el resto de la península se va volviendo enteca y realista conforme va desapareciendo la humedad. Luego llega al mar y tiene gracia, pero no magia. Para que se haga la magia con solo ir ordenando las palabras se conoce que tiene que llover a menudo y no verse un camino desde el otro, ni el humo de una chimenea desde la casa del vecino, ni cambiar nunca el paraguas ni pasar delante de un cuervo sin saludar como es debido.


Álvaro Cunqueiro, La otra gente, Destino, 1975, 206 p.



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