A los setenta años, y más por aceptar un encargo editorial que porque el empeño le sedujera, Pío Baroja se sienta a escribir sus memorias, y lo primero que nos cuenta es que se trata de un género que no le gusta, primero porque solo escriben memorias los hombres ilustres, cuyas vidas están«llenas de accidentes», de fechas y de nombres, y escritas con una «retórica pretenciosa», «aburrida e insoportable», que para él no tiene el menor interés; mucho más atractivo sería leer los recuerdos de un hombre corriente, «una vida vulgar contada con detalles y con sencillez», en la que se fueran intercalando dos tipos de recuerdos que se complementan, los de la memoria en soledad y los de la memoria conversada, según Baroja descubrió en Pío Baroja en su rincón, la biografía que Pérez Ferrero escribió en París.
Esto de empezar un libro declarando que no le apetece escribirlo ya es una marca de fábrica, con matices que lo corroboran y también que lo suavizan. Entre los primeros, el hecho de que casi treinta años atrás la editorial Calleja le encargase una autobiografía y Baroja le presentara Juventud, egolatría, ese libro imprescindible que el editor de entonces rechazó. Es como para que le quedase cierto resquemor, por más que el libro hubiera tenido el éxito que luego tuvo, teniendo en cuenta que ahora estamos en 1944, aunque estas memorias empezaron a publicarse en 1942, y lo que en 1917 parecía excesivo, en la primera posguerra podía resultar hasta peligroso. Y sin embargo, como buen novelista, Baroja se propone, por encima de todo, entretener, por más que rebusque recortes de periódicos viejos, algunos de los cuales copia enteros y por regla general sirven para entorpecer el delicioso ritmo de su prosa. Es curioso, por ejemplo, leer el artículo de Sánchez Mazas que Baroja copia entero porque le resulta «simpático»: son dos páginas de un buen escritor que sin embargo, comparadas con las de Baroja, resultan cargantes, infladas, excesivas. Y eso que Sánchez Mazas no era lo que se dice un escritor aparatoso…
Baroja empieza estas memorias en Itzea, de la que nos regala una descripción maravillosa, marca de la casa, quizá las más hermosas páginas del libro. Allí nos describe el entorno y al hombre que lo habita, gran madrugador y amigo de la rutina, aficionado a los tipos humildes y curiosos, cómodo habitante del matriarcalismo vasco. Casi al final del libro, en una interesantísima entrevista con su hermana que Baroja rescata de algún otro periódico, Carmen resalta su carácter metódico y «ordenado en sus horas de trabajo», así como el hecho de que todos en la familia fueran lo bastante independientes como para no opinar de los nuevos títulos que Baroja daba a la imprenta. En ese mundo apacible y libresco Baroja escucha el sonoroso rumor del Shantell-erreca, el arroyo que lamía los cimientos de la casa, y recuerda cuáles han sido de siempre sus lecturas preferidas: «Dickens, Poe, Balzac, Stendhal, Dostoievski y Tolstoi». De Dostoievski reconoce incluso haber leído «toda su obra, y hasta varias veces», y que por fuerza ha tenido que influir en él. Y, por otra parte, tiene bastante claro que «un hombre que haya leído bien la Odisea, La naturaleza de las cosas, de Lucrecio, los dramas de Shakespeare, Don Quijote o el Fausto, de Goethe, sabe lo necesario para ser escritor». No está mal, sobre todo lo de Lucrecio, que se sale de los estándares impepinables, para un hombre que había reunido, él y su sobrino, una estupenda biblioteca en la que —y eso está estudiado— no falta nada importante. En ese mundo, y aparte de los cuadros que ya tiene de su hermano Ricardo y las estampas que fue comprando, sobre todo, en las orillas del Sena, Baroja dice que, si pudiera, tendría el autorretrato del Greco, una cacería de Velázquez (probablemente se refiere a Felipe IV: la caza del jabalí), La pradera de San Isidro, de Goya, y «cuadros impresionistas» de Turner, Sisley y Van Gogh, aunque en algún otro pasaje cita también a Vermeer. La lista, otra vez, dice mucho no solo de sus gustos en materia pictórica sino en la literaria. Otros juicios resultan curiosos: al escritor que firmó unas cuantas novelas afrancesadas en su serie histórica —y en la no histórica—, de Francia le repele su «actitud petulante» y su incomprensión, algo que tampoco es de extrañar teniendo en cuenta el juicio que daba el Larousse sobre su obra: «Ses livres sont agressifs, paradoxaux, extravagants et subversifs». Proust, en fin, le parece «cursi», y no atina mucho, la verdad, al afirmar que está en decadencia y que en poco tiempo quedará en nada. Ni siquiera un escritor como Joyce, a pesar de ser, a veces, «incomprensible y disparatado», tiene «ese aire envejecido y vulgar» que le ve a Proust. De todos modos la opinión hay que enmarcarla no tanto en su idea de Francia como en su visión de la vanguardia en general, sobre todo del cubismo, que le parece una tontería, y del que dice algo difícil de rebatir: «Las últimas conquistas del cubismo han sido los anuncios del cine y de los almacenes de modas». Y eso que no llegó a ver la época de los logotipos…
La vanguardia no le había pillado viejo (cuando empieza a publicar Proust su heptalogía, Baroja tiene cuarenta años, está dando lo mejor de su obra y así se le reconoce fuera de España), pero en cierto modo lo había hecho mayor, igual que hiciese Ortega en 1914 con Azorín en lo que podríamos llamar La conjura de Aranjuez. Es lo que tienen las generaciones, los grupos, los nombres, los cogollitos: hay quien inventa una generación para no quedarse en tierra de nadie, pero poco tiempo después se inventa otra que lo deja en el olvido. Es lo que pasó con el 98, al que Baroja dedica un buen puñado de páginas.
«Yo siempre he afirmado que no creía que existiera la Generación del 98», empieza diciendo, y lo repite unas cuantas veces. Ni leyó a Ganivet ni cree que los de su tiempo lo leyeran. Leyeron a un Nietzsche «fragmentario e incompleto», que por lo demás ya se había dejado atrás hacia 1905. En todo caso, tuvieron la suerte de haber vivido «en una época en que todo se podía inventar y decir en la esfera del pensamiento», pero eso no justifica la existencia de un grupo cuyo único rasgo en común, precisamente, es el del individualismo. Eso y el romanticismo es «lo único bueno del 98», y es algo que les vino de fuera. Pasa con ellos lo mismo que con el anarquismo: uno se hace anarquista porque reniega del poder, hasta que le llega un dirigente anarquista a decirle lo que tiene que hacer, que decir y que pensar. Dice Baroja que la iniciativa del 98 fue de Azorín y de Valle-Inclán, dentro de la campaña que organizaron contra Echegaray, pero que no pasó de ser un reflejo del ambiente literario, filosófico y estético. «He oído decir», comenta Baroja, desentendiéndose una vez más, que estaba formado por «Azorín, Benavente, Maeztu, Bueno, Valle-Inclán, Unamuno y yo». Salvo Azorín, del que se sigue declarando amigo, al resto lo pone verde, sobre todo a Valle. De Maeztu critica sus ostentosos cambios de chaqueta (católico fervoroso, comunista exaltado, tradicionalista rígido…) y la relación distante, algo envidiosa, que siempre mantuvo con él. A Bueno (el que dejó manco a Valle-Inclán de un bastonazo, y quien seguramente puso en circulación, refiriéndose a Baroja, lo del escritor «desaliñado») lo considera poco consecuente, como poco de fiar. De Unamuno esta vez sólo se mete con sus pretensiones de novela deshidratada, poco más que un argumento teatral, pero a Valle-Inclán le dedica demasiadas páginas como para no pensar que le tenía verdadera hincha. No le hacen ninguna gracia sus fantásticas versiones sobre la pérdida del brazo ni sus cuentos de tierra caliente, o esa inclinación a mostrar «algo estrafalario o ridículo» para ser un escritor, ni mucho menos su pretendida «nobleza caballeresca», en la que colaboraba la corte de palanganeros que le reía en el café las gracias. Incluso dice de él algo que va más allá de la simple antipatía: lo acusa, por ejemplo, de haber vivido a sueldo del Estado, en concreto del subsecretario Burell, aunque, según Baroja, Fernández Almagro, que fue biógrafo de Valle-Inclán, dudaba de que alguna vez no hubiera tenido un sueldo procedente del fondo de reptiles. Lo llama maledicente, misógino, desagradecido, no entiende por qué «se le tenía miedo», se burla de su nombre aristocrático inventado, lo cita cuando hablaba de su «noble raza judía», algo que Baroja corrobora cuando lo compara con las familias judías de Hendaya: «El mismo color, la misma mirada, las mismas barbas y la misma expresión desafiadora». Lo acusa de no basarse en la verdad para escribir, en fantasiosas novelas pseudohistóricas como la trilogía La guerra carlista, y de reutilizar textos ajenos, sobre todo antiguos, práctica que hasta consideraba beneficiosa. Incluso lo critica por no haberlo visto reír, ni a él ni a Unamuno: «Y si alguno de ellos reía, era contra algo, pero nunca por algo». Tan sólo hay dos rasgos de Valle-Inclán que a Baroja le producen una cierta —y relativa— admiración: su prodigiosa memoria (bien lo sabía él de los tiempos de El mirlo blanco) y «el anhelo que tenía de perfección de su obra», esa obsesión un tanto quijotesca por evolucionar a nuevas formas, «aun a riesgo de quedar en la miseria».
Lo que le separa de Valle-Inclán es, en el fondo, lo mismo que le separaba del modernismo, la diferencia entre sonoridad y precisión, entre musicalidad y exactitud, como si se tratara de virtudes incompatibles. Pero así era, por más que Baroja se declare más de una vez impresionista, o que algunas de sus novelas, El laberinto de las sirenas por encima de todas, sean exquisitas piezas musicales, acuarelas delicadas, llenas de color, abstraídas en su sensualidad. Baroja identifica lo que ahora entendemos por modernismo con una corriente «dirigida por D’Annunzio, Maeterlinck, ecétera, y en España por Rubén Darío, Benavente y Valle-Inclán» que a él, que se entusiasmaba «con Dickens, con Stendhal y con Dostoevski», no le interesaba lo más mínimo: «Yo no creo gran cosa en los adjetivos», dice. El 98, si es que era algo, tenía que ver más bien con el rechazo de esa sonoridad como fin último y exclusivo, o lo tuvo que ver, según Baroja, hacia 1901, con el estreno de la Electra de Galdós y la fundación de una revista con el mismo título, un grupo literario «que duró lo que dura un relámpago». Y sin embargo es el propio Baroja quien, en la última parte del libro, extracta la memoria de doctorado de Helmut Demuth sobre sus ideas filosóficas y literarias, en las que ya aparece la dicotomía Dickens/Dostoevski, esencial para entenderlo, o su sentimiento del paisaje, y también un perfecto resumen de las características e inclinaciones de ese grupo inexistente que algunos dieron en llamar Generación del 98:
Se agruparon alrededor de Baroja y Azorín unos jóvenes que anhelaban volver a los manantiales del ser nacional y romper con el cuadro esquemático de la España de la generación anterior. Recorrieron el áspero paisaje de Castilla, que recogió, como en un hogar recobrado,a vascos y levantinos; se aficionaron a Gonzalo de Berceo, cuya simplicidad levantaron al nivel de los clásicos; volvieron a descubrir a Goya y el Greco. Pero fueron al mismo tiempo los primeros que se declararon dispuestos para la universalidad, captando y elaborando lo nuevo que llegaba de fuera. Vieron en Larra, sobre cuya tumba celebraron como un homenaje programático, a un consanguíneo en lo espiritual; estaban dispuestos a llevar más adelante lo que en él fue malogrado.
Después de tanto negar su existencia, nos deja, de postre, su definición canónica. Pocas cosas hay en Baroja a las que el propio Baroja no les dé la vuelta tarde o temprano.
Entre todos esos nombres que «dicen» formaban el 98, cualquier lector echa en falta uno que en este libro no se nombra: Antonio Machado, y eso que Baroja también llega a preguntarse alguna vez aquí si es clásico o romántico. Sólo lo nombrará, y de forma muy anecdótica, en el tercer volumen de estas memorias, Final del siglo XIX y principios del XX, mientras los dos andaban por París. En cierta ocasión, Machado le echó un capote poético cuando unos jóvenes algo insolentes le dijeron a Baroja que tenía cara de randa. Antonio Machado se tomó la molestia de explicarles que, de todos los allí presentes, Baroja era quien tenía «el rostro más humano».
Es un poco raro. Los unía la admiración por Verlaine («el último gran poeta del mundo»), y sobre todo una forma de entender la lengua literaria. Es sencillamente imposible que a Baroja no le gustaran los poemas de Campos de Castilla. Entonces, ¿por qué ese casi absoluto silencio en estas memorias? Uno no espera que Baroja emita juicios sobre todos los artistas de la época, pero habla de tantos que sorprende que se deje al mejor de los poetas. Habrá quien, agarrándose a las opiniones que aquí vierte Baroja, vea en ello motivos políticos. Baroja insiste un par de veces, con toda contundencia, en que él no ha sido nunca un delator y que un delator le parece «un tipo despreciable». Sin embargo también aclara que ningún miembro del presunto 98 era republicano ni socialista, que tanto ellos como los anarquistas les tenían verdadera inquina, y que la República los postergó. Le criticaban, por ejemplo, que un «explotador de obreros» como él hubiera escrito una novela como La busca… A pesar de que se declara «más bien apolítico que otra cosa», Baroja considera las revoluciones «generalmente perjudiciales», contrarias a su ideal de independencia y a la máxima de Robespierre de que la libertad de uno acaba donde comienza la del otro; pensaba que esa independencia sólo se la garantizaba la monarquía, y estaba convencido de que la República «acabaría mal y que sería un desastre». Sus palabras son de 1944 y ahora suenan bastante fuertes, pero son las que son y valen tanto para un extremo como para el otro:
Siempre he tenido recelo y poco amor por la democracia y el comunismo. Ya en todas las manifestaciones democráticas de hace años me parecía ver un peligro. Todos los públicos grandes me han producido desconfianza y, a veces, terror. No creo que una masa social pueda ir a nada bueno. Todo en ella serán apatitos un poco brutales, nunca pensamientos nobles ni juicios claros.
Si leemos esto a la luz del populismo de nuestros días, igual no nos resulta igual de reaccionario. Y en cualquier caso no se le puede negar la misma claridad que a los setenta años sigue defendiendo como norma de estilo. Piensa Baroja que «el estilo oratorio es fácil de hacer y comprender», aparte de un subterfugio pomposo que ha dado más de sí de lo que debería, que ha acaparado prestigios presentes y con el paso de los pocos años se ha disuelto en naftalina. Sin embargo, «el estilo sencillo, que explique bien, que dé la impresión bien, sin afectación, sin petulandia, eso es lo que me parece más difícil», sostiene Baroja, porque siempre es más fácil añadir adornos que quitarlos, aclarar, como se dice de las podas hortelanas. «Salir del salón sin que nadie recuerde cómo uno iba vestido», que es como George Brummel definía la elegancia.
Junto a la del estilo claro y sencillo, Baroja insiste en sus ideas de siempre sobre la novela. Igual que afirma con orgullo no haber compuesto jamás una fábula con moraleja, también recela de las novelas cerradas, escritas con partitura, porque «no presentan tipos vivos», al tiempo que se declara impresionista, porque «para un impresionista lo trascendental es el ambiente y el paisaje». Su hermana Carmen, cuando le preguntan cómo escribe su hermano Pío las novelas, dice, con la debida reserva, que ella cree que «las novelas le van saliendo», que es el acto de escribir el que determina el contenido, no las tesis ni los planes previos. Quizás alguna vez, cuando escribía «reportajes fantásticos», novelas de ambientación histórica como las que dedicó al monstruoso conde España, tenía que someterse a la información fidedigna, pero en la mayor parte de su obra, y también en estas memorias, el método se resume en ir haciendo, en sentarse y escribir. Es la forma más segura de que salga lo mejor que estaba escondido, lo interesante que uno ni siquiera imaginaba. Es el escritor en marcha, igual el que fabula que el que recuerda, el que se pone al servicio de la letra, no el déspota que manda sobre ella.
Pío Baroja, El escritor según él y según los críticos, en Obras Completas I, Círculo de Lectores, 1997, pp. 105-313
No hay comentarios:
Publicar un comentario