Por si termino esta bernardina metiéndome con lo que no me gusta de Muñoz Molina, vaya por delante que El verano de Cervantes es una preciosidad de libro, triste y brillante, en el que la prosa alcanza unas alturas que, a falta de humor, regocijan por lo que deslumbran. Muñoz Molina tiene la rara habilidad de sacar lo mejor de sí mismo de temas que si pocos los han tratado antes es porque resultaban algo manidos. Le ocurrió con el que siempre digo que es su primer gran libro, Ardor Guerrero, sus historias de la mili. No creo que haya un solo letraherido que haya hecho el servicio militar y no haya pensado alguna vez en escribir sus experiencias, y de hecho no hace falta buscar mucho para encontrar en la red largos relatos de gente que estuvo en la mili, pero solo Muñoz Molina tuvo el acierto de componer un libro que ya es un clásico. Algo parecido sucedió, hace no demasiado tiempo, con Volver a dónde, a quién no se le habría ocurrido escribir sobre los días de la pandemia, pero qué pocos llegaron a esa síntesis tan hermosa de diario y testimonio, si es que hubo alguno. Y algo parecido le ocurre ahora. Cualquier lector del Quijote al que también le guste escribir se ha imaginado un diario de lecturas, una temporada de anotaciones, un ir leyendo un capítulo diario y apuntar las impresiones y los pensamientos, la vida que pasaba por delante mientras estaba enfrascado en la lectura. Pues Muñoz Molina lo ha vuelto a hacer, ha ido a buscar en lo que todo el mundo se imaginaba pero muy pocos han sido capaces de plasmar.
Mientras disfrutaba estos días del libro, 156 capítulos de variada extensión entre los que se alternan admirablemente las reflexiones sobre el arte de narrar con las experiencias infantiles, la vida del lector con la del niño que empezó a leer y los paisajes intuidos en un libro con los vividos en una infancia campesina, hice algo que por regla general me tengo prohibido: buscar en Youtube una entrevista con el autor. No lo hago porque los libros que me gustan suelen parecerme por encima de sus autores; dicho de otro modo, porque no me acabo de creer que alguien tan soso haya escrito un libro tan bueno. En este caso era una fastuosa presentación organizada por la Fundación Telefónica, nada de aquellas discotecas de pueblo de ambiente fétido a las que le obligaban a ir cuando ganó el Planeta con El jinete polaco. Ahora se trataba de una charla con su mujer, la escritora Elvira Lindo, quien dijo algo con lo que dio en el clavo, pero en sentido contrario: dijo que lo que admiraba de la literatura de Muñoz Molina era «la transparencia», la claridad, algo así como la facultad de llamar a las cosas por su nombre. Y yo pensaba al escucharlo que eso está bien para ensayos como este, en el que la prosa avanza impetuosa y no hay nombre al que no acompañe su adjetivo, y cada frase guarda el ritmo como si al escribir llevara un metrónomo en las gafas que al tiempo que le marca el compás le avisa para que no repita los fraseos.
Estamos de acuerdo en ese sentido de la transparencia, pero es que hablamos de Cervantes, el rey de la transparencia, pero de otra transparencia, no la que hace falta solo para nombrar las cosas sino la que se necesita para escribir una buena novela, la transparencia de vivir en la historia y escuchar a sus personajes, no a su autor. La prosa de Muñoz Molina tiene tanta personalidad, por así decirlo, que es imposible perder de vista ni un momento a quien la ha escrito. En sus novelas nunca veo a personajes haciendo o diciendo sino a Muñoz Molina escribiendo en su cuarto; no escucho los ruidos de la calle ni los susurros de los amantes sino las teclas de su ordenador. Las galas impecables de su prosa encubren la necesaria desnudez de un buen relato, por complicado que sea. Se pone por delante de sus personajes, por mucho que los escuche, que ande tras ellos, o que, como dice con frecuencia en este libro, vaya conociendo el argumento mientras escribe. Todo lo que dice del arte de narrar es cierto, que Cervantes aprendió a contar mientras contaba, que lo que en la primera parte es un inventario de material sobrante muchas veces, en la segunda es una solvencia que ni siquiera necesita de acontecimientos, ese ideal de novela semoviente al que aspiraba Flaubert y que, según se dice aquí, es posible que alcanzara en La educación sentimental. Todo eso es cierto y Muñoz Molina se baña en esas aguas claras siempre y cuando no tenga que inventar. En los ensayos da igual que se deslice algún descuido, algún pasaje repetido, o la insistencia con la palabra 'brutal' y sus parientes, 'brutalidad', 'embrutecido', que él emplea en sentido estricto pero demasiadas veces, en un mundo en el que se le da un significado ridículamente admirativo. Nada de eso empece la solidez de la prosa y la belleza, sobre todo, de los pasajes autobiográficos, cuando él era niño y estaba en su pueblo y vivía en una casa de campesinos, algo que ya hizo en Volver a dónde y a mi juicio es lo mejor del libro.
Pero también hay algo muy particular, subrayado por él mismo cuando comenta su desigual batalla contra la depresión, pero que tienen en mayor o menor medida todos los libros suyos que yo he leído. Me refiero a ese tono cenizo, sombrío, quejumbroso, aun cuando relata los momentos luminosos de la infancia, que siempre llevan un barniz de amargura, una nota de protesta por haberse criado en una familia pobre. Y uno siempre, tarde o temprano, acaba pensando lo mismo: de qué se quejará… Siempre a vueltas con personajes fracasados, con ilusiones perdidas, como en ese cuentecillo insertado que se nota que es ficticio por lo desangelado y tenebroso de la historia, el del figurante de Curro Jiménez. Incluso sus análisis del Quijote avanzan hacia un espectáculo de permanente humillación y crueldad, de miseria y decepción, de malos instintos y desprecios miserables. Poco a poco se va olvidando uno de que el Quijote es un libro para pasárselo bien, no la historia lóbrega de un pobre tarado.
No, no es el humor el fuerte de Muñoz Molina, o quizá él se parta de risa mientras escribe y yo no lo sé ver. En este libro, por ejemplo, solo subrayé una frase que me hizo gracia, y que voy a copiar: «Si hay algo más desorbitado en la Mancha que los cielos y las llanuras, y que las iglesias, son los salones de bodas». Bien poco, ciertamente. Bueno, también se me estiraron los labios cuando califica las esculturas de don Quijote que se fue encontrando en sus visitas al Toboso y a la Cueva de Montesinos… Y tampoco es que vaya buscando uno troncharse de risa. Ni siquiera exijo alguno de los agudos comentarios al arte narrativo de Cervantes. El Muñoz Molina que a mí me gusta es el de la prosa levantada, pero no enfática, poética, pero no cursi, precisa sin llegar a puntillosa, y por supuesto sin renunciar a la música del habla. Mientras leía este libro iba tomando notas de otro de Baroja, El escritor según él y según los críticos, y me he encontrado con dos alusiones a lo mismo, al uso del 'que'. Cervantes es un prosista oral, de la cofradía de Juan de Valdés, en una época de grandiosos prosistas, de Santa Teresa, a quien aquí se cita varias veces, a fray Luis de Granada, desde el poderoso Díaz del Castillo a quienquiera que haya escrito el Lazarillo, anteriores a los retorcimientos ya barrocos de Alemán, por ejemplo, anteriores incluso a Cervantes, pero con quienes él más a gusto se encontraba. Tanto Baroja como Muñoz Molina inciden en las virtudes del habla normal, por ejemplo en que no hay que preocuparse por los 'ques'. De hecho en el Quijote que yo leo, el de la Biblioteca Castro (cuando he de consultar algo voy al de Rico), he contado una media de dieciocho 'ques' por página, y siempre se lo he dicho a los alumnos: no temáis al 'que', es el lubricante del habla, necesario para que la prosa fluya.
También eso forma parte de la transparencia de Cervantes, esa fresca nitidez que nos regala Muñoz Molina cuando decide, como en la cita de Montaigne que, si no recuerdo mal, encabezaba Ardor guerrero, hablar de sí mismo y, añado yo, dejarse de fantasías.
Antonio Muñoz Molina, El verano de Cervantes, Seix Barral, 2025, 447 p.
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