29.7.25

Paja

 Cuaderno de verano, 39


Las orillas del camino y los gallipuentes están cubiertos de paja, el equivalente a varias alpacas esparcidas por toda la ribera, que van soltando las cosechadoras cuando salen de los bancales y a nadie le compensa recoger, y que, cuando el viento y la lluvia conviertan en briznas grisáceas, acabarán descompuestas entre los barbechos o disueltas en las aguas del río. Pero hasta entonces, recién cortada, tiene un hermoso color y da gusto pisarla. 
En pintura, el color de la paja (el amarillo pajizo, nombre tan habitual en los manuales de interiorismo como en la coloración saludable de la orina) se consigue con amarillo cadmio aclarado con blanco y calentado con naranja terroso, pero en cualquier caso es un tono fugaz que dura lo que tarda el rocío en mojarla, el viento en apagarle el brillo, el sol en borrarle los matices. Al día siguiente paso por los mismos rastros y ya son pajas grises, trilladas por las ruedas de las máquinas, que por la noche suenan como camiones —aquí que el resto del año no se oye más que los grillos y algún ladrido—, hasta que llegan al ribazo y ponen la bocina intermitente cuando dan marcha atrás. Son pocas noches. Viene agosto, anuncian lluvias, tendrán que darse prisa.
Ya quedan pocos campos sin esos rulos enormes que difícilmente un hombre solo podría manejar, aunque alguno queda con la alpaca de siempre, la que se carga tirando de las cuerdas y apoyándola en los muslos, hasta llenar el carro con un volumen enorme que parece sostenerse de milagro. Con esas alpacas, antes de guardarlas bajo techo, se han levantado hermosas construcciones, templos circulares, auditorios en espiral, incluso casas enteras que son la última palabra en aislamiento sostenible, aunque a uno le hubiera gustado vivir la época de los almiares, cuando «la rubia paja» se guardaba sin empacar, como esa siesta de Van Gogh, o el amor adolescente de Neruda —según su propia versión…—, o la «cuna dorada» de la pera gongorina. Alguna vez escuché la expresión «a la pajera» en vez de «a dormir». Los pajares que ahora veo derruidos, como volviendo a ser la tierra de donde salieron, fueron lugares de abrigo y de fuego interior, de cría y de alimento, de juego y de secreto. En los días de siega, antes de que la echaran a los animales, nunca hubo lecho tan mullido para trabajo tan agotador.



2 comentarios:

  1. Anónimo12:25 p. m.

    En nuestros años mozos tuvimos algún revolcón en el pajar o tiñada con alguna moza, allá por las eras. Juanjo Cruz

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    1. Bernardinas7:11 p. m.

      ¡Ja! Ese es el punto, amigo, ese es el punto.

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