Una exposición en el Cuartel del Conde Duque conmemora los diez años de la muerte de Julio Caro Baroja. En este tiempo, los carobarojianos hemos pasado de la admiración al fetichismo, y recopilamos libros de don Julio y todo aquello que esconda un dibujo, un cuaderno de campo, un cuadro festivo, un croquis a tinta china. Ahora están colgados de las paredes, como las obras de arte.
Es posible que muchos de ellos sólo sean ocios de humanista, pero la verdad es que reúnen las dos condiciones que exigimos al arte: que sea inconfundible y que trascienda. El patio emparrado de Grazalema que Caro dibujó a plumilla en 1951 guarda toda la mística de la sencillez y del detalle: todas las tejas con su línea, todas las hojas con su pequeño óvalo, todas las sombras con sus rayas prietas y todas las losas del suelo con su silueta de piedra real. Hay unos palos finos sobre los que la parra se acuesta en los que Julio Caro no pasa por alto ningún nudo, ninguna rebaba, ningún síntoma de vida.
Pero dónde está lo inconfundible. Por qué sé que esas tejas son las tejas verdaderas que pintaba don Julio, por qué siento en esos dibujos tan simples, en esas esquinas desconchadas, en esa silla de enea el sagrado respeto hacia los protagonistas que viven en la casa del pueblo. En qué línea está el cariño dibujado, qué detalle sólo sería posible visto por un espíritu libre, si todos son tan fieles a la verdad.
Todo está allí, y mi fetichismo se ha ido convirtiendo en reflexión estética. No es sólo su inmensa sabiduría ni su rigurosa independencia. Hay algo más, el rigor de la mirada limpia, la interpretación cabal de un sentimiento que si se nombra se traiciona.
En la exposición pueden verse también unos dibujos que Julio Caro hizo cuando tenía ocho años, cinco viñetas que cuentan la historia de cómo los españoles ayudaban con alimentos y dinero a unos rusos que pasaban hambre. En los carros que dibuja ese niño y en los burros, en los monigotes y en los rusos flacos y en los rusos gordos ya está la huella, y ya está la poesía. Eso también tiene algo que ver con el arte.
23.12.05
Silencio
La persona que murió envuelta en llamas y apaleada en un cajero de Barcelona no tenía bastante con ser mendiga ni con morir a manos de tres bestias salvajes con aspecto de seres humanos. Faltaba la puntilla. Faltaba pregonar por todas las televisiones y periódicos su nombre y apellidos, su trayectoria profesional, su carácter, su familia perdida y los motivos que la llevaron al infierno. Faltaba cebarse con el ángel caído, elogiar a todos los que la quisieron ayudar, exculpar a todos los que la abandonaron, dar una idea exacta de sus circunstancias y dejar flotando un juicio moral asqueroso, casi tanto como las alegaciones de quienes defienden en los juzgados a esas hienas con zapatillas de marca. Llegará un momento escandaloso en que alguien establezca una causalidad ética que nos recuerde que quien mal anda mal acaba, que nos insinúe que quien juega con fuego se termina quemando, y esa moralina no estará referida a las jóvenes serpientes ni a las familias que las criaron, sino a esa mujer a quien sus familiares, en un acto de buena voluntad, han dicho que un día de estos irán a enterrarla.
La intimidad se puede violar de muchas formas. Quizá la más obscena de todas sea violar la intimidad de los muertos. Todos los que vivimos en grandes ciudades hemos conocido casos de gente que traspasó la raya y deambula por un bosque calcinado sin saber cómo volver, sin saber siquiera cómo desear el regreso. Sabemos que son personas difíciles, que más allá de la frontera ya no hay escrúpulos ni componendas. El único daño que nos hacen es ensuciar el portal de un cajero y recordarnos que una gran ciudad es un lugar implacable. La noticia nos interesa para saber que por la calle hay monstruos jóvenes y perfumados, nos interesaría incluso para que los Ayuntamientos se ocupasen de estos perdedores trastornados por la velocidad de su caída, los lleven a un sitio caliente y los protejan de las serpientes. La noticia es la serpiente. Lo otro ha sucedido siempre, y lo único que podemos hacer para ser respetuosos con su dignidad perdida es no cacarearla. Las víctimas deberían tener derecho al mismo silencio al que han sido condenadas.
20.12.05
Humo
El gobierno ha escogido la mejor fecha posible para que dejemos de fumar, en mitad de las fiestas. No quiero ni pensar la de horas de conversación que se van a dedicar al asunto. De momento ya no hay reunión sin alguien que esté dejando el tabaco, y la gente te ve y se cruza de acera para darte la brasa y decirte con ojos de loco que él ha dejado de fumar y se alegra mucho de haber tomado la decisión. Yo creo que hasta se les tuerce la boca un poco y todo, se les hace un agujero en el hueco del cigarro.
Pero sí es buena fecha, porque así se aprovecha esta inercia ilusa de las fiestas, que se inauguran hoy con un azar improbable y se clausuran el seis de enero sin la más mínima verosimilitud. Muchos ya han empezado a amargarse la existencia y otros dicen sin cesar a sus familiares y amigos y compañeros de trabajo que van a empezar el día uno, frente al televisor, viendo los saltos de esquí. La gente intentará ligar en las fiestas y en los cócteles con el tema del tabaco, nunca estará el humo tan presente, nunca nos nublará tanto las entendederas.
Muchos dejarán de fumar y arrastrarán el mono en la cuesta de enero. Las facturas de la visa le vendrán como esos estremecimientos a la altura del píloro que se tienen los primeros días de abstinencia. Empezarán a cruzarse sentimientos íntimos: los conversos se afilarán los colmillos y quienes prometieron no fumar con la boca llena de uvas se levantarán cada mañana con la obligación de no traicionarse a sí mismos. La gente, acorralada, fumará en los retretes compulsivamente, hasta que su clandestinidad le dé el asco que dan las zonas de fumador de un aeropuerto, el lugar más repugnante que conozco. En secreto gastarán un pastón en cursos, libros, parches, meditaciones trascendentales y demás maneras de engañar al hambre. Y después, cuando lo dejen, se darán cuenta de que tampoco tiene ningún misterio, de que el mono físico de la nicotina es muy breve, y que lo demás consiste en decir que no. No quiero fumar, no quiero que me prohíban nada, no quiero este cigarro, no quiero este trabajo. A ver quién gana.
Familia
Esto era un niño en el día de Nochebuena. Se levantó y se puso a ver la tele. Echaban horribles cuentos de Navidad, de modo que enchufó el ordenador y pasó la mañana jugando a los marcianos. Su padre, con una sonrisa extraña, infrecuente, entró sin llamar a la puerta en su habitación y, con cara de bobo solemne, le dijo que saliesen a tirar bolas de nieve. El niño estuvo por decirle que no le apetecía tirarse bolazos con nadie, y menos con su padre, pero detrás del padre vio los ojos muy abiertos de la madre, así que el zagal apagó el ordenador y fue a entretener un poco al hombre, que como fumaba dos paquetes diarios se cansó enseguida de hacer feliz a su hijo y se volvieron a meter en casa. El padre se dedicó a fumar y el hijo a jugar a los marcianos.
La madre se pasó el día en la cocina. Cada vez que venía un invitado, la madre salía de la cocina limpiándose las manos en el delantal, daba dos besos a las visitas y decía que se le estaban quemando los langostinos y se volvía a meter en la cocina. Luego los parientes iban a por el niño. Lo apretujaban, le formulaban preguntas retóricas, le obligaban a besar mejillas peludas y oler perfumes vomitivos. El padre daba conversación a las visitas y fumaba sin parar.
El niño saludó estoicamente a toda la inmensa familia, a todo aquel gentío que de pronto inundaba la casa y las lágrimas de cristal de las lámparas temblaban con sus voces y sus carcajadas. El niño no podía meterse en el ordenador, su padre no lo habría consentido, pero sí en la cocina, donde su madre guisaba lentas comidas que necesitaban atención constante y la puerta bien cerrada. Todo era a la plancha, todo echaba un tufo tremendo, los parientes que se asomaban a coger una cerveza cerraban enseguida para que no se les pegara el pestazo a la ropa nueva.
Estuvieron juntos toda la tarde, la madre y el hijo. La madre no podía dejar los fogones y el hijo, cuando todos ya se habían bebido un vaso de vino, dijo, muy formal, muy como deberían ser todos los niños: “Perdonad, tíos, pero voy a ayudar a mamá”.
16.12.05
Máchina
Estuvimos anoche viendo a De la Guarda, una compañía de volatineros argentinos. Unos actores que parecen hinchas del Boca desesperados van corriendo por las paredes, atados por un arnés a cuerdas que cuelgan del techo. Otras veces se apiñan los actores como si se los llevara el viento, o escenifican la fácil metáfora del abismo y la pared. Los actores aporrean violentamente unos timbales, hay un vocalista de fraseo étnico y la sección de viento es también del Boca Juniors. Las luces estroboscópicas provocan bonitos efectos argentinos en el techo que son saludados por el público con oes y aplausos. Los actores, que interactúan mucho, se agarran a la gente o la escogen para subirla por los aires.
A mí me pareció una atracción de feria, francamente. Los pocos géneros eternos que tenemos no desaparecen nunca del todo, se transforman, se adaptan o se disfrazan de otros géneros. El circo de animales enfermos ya pasó a mejor vida (no obstante, por cierto, aún es legal tener aparcado en la calle a un tigre hambriento para que se coma el brazo de alguien, como en La cuarta mano, y que ha ocurrido hace bien poco en España). Sobreviven a la descomposición del circo los números que no huelen mal, y ello de un modo más orientalizado, más sinificado, como en el Circo del Sol. Esto de De la Guarda está bien para un número, es una magnífica ocurrencia muy bien hecha que da buenas ideas para todas las escenas de deus ex máchina habidas y por haber, y suena, en efecto, a ese circo intimidatorio y visceral que tanto furor hizo con La Fura del Baus.
Pero me resultó un tanto premioso, un poco pleonástico. El indudable impacto visual de la propuesta se quedaba en gags de aspecto agresivo y un fondo, creo yo, bastante pueril. Yo vi a la gente pasárselo estupendamente, aplaudiendo a rabiar y alargando los brazos para que les tocase a ellos esa interactuación que a mí me saca de mis casillas. El ambiente era de plásticos y tubos y cómics animados, muy noventa, en ese doble viaje de la estética que implica hacer un espectáculo del propio efecto, hacer un deus de la propia máchina.
13.12.05
Pombo
En El metro de platino iridiado, su mejor novela y una de las cinco o seis grandes novelas españolas del siglo XX, Álvaro Pombo creó a una heroína, María, imagen del bien, ejemplo y medida de un coro de personajes desgraciados (en el más amplio sentido de la palabra) que a su vez eran, o parecían ser, reflejos fragmentados de una sola personalidad real, débil, defectuosa, y por lo tanto, acaso, más humana que aquel maravilloso personaje. “Vuelvo porque los quiero”, dice María, en una de las escenas más emocionantes que yo haya leído jamás, cuando ha intentado huir de quienes la traicionaban pero es consciente de que al mismo tiempo la necesitan para sobrevivir.
“Me quedo porque aquí me quieren”, dice ahora, en Contra natura, su última novela, el personaje de Salazar, tan opuesto a María como puede serlo el egoísmo al desprendimiento, y al decirlo abandona a los que lo quieren, otro coro de desgraciados que, contrariamente a lo que sucedía en El metro, se ganan nuestra simpatía y nuestra compasión. Para los aficionados a Pombo, los personajes recuerdan a los de El cielo raso, un joven y dos viejos desdoblados, más incluso que a Ortega y a Quirós en Los delitos insignificantes, pero en este caso es como si Pombo hubiera querido ofrecernos una cura de crudeza, un acto casi ascético de no negar los atributos de la podredumbre. El repulsivo Salazar es una forma de ponderar a todos los demás pobres de espíritu que lo rodean como rodeaban los muchachos a Tiberio en las espeluncas de Capri. Es, en rigor, un personaje irreal (por muy verosímil que sea) que provoca realidad en los demás.
Yo no sé si su visión descarnada del deseo es una especie de purga, como a veces tiende uno a barruntar, pero da lo mismo porque su prosa sigue siendo la más original y la más brillante y mejor dicha (sobre todo dicha) de todos los escritores de su generación. Su último reto es ser sincero, despojada, dolorosa, trágicamente sincero, en ser nítido y desnudo en medio de la portentosa marejada de su escritura. Suena como a promesa, como a acto de fe. Y suena divinamente.
6.12.05
Propaganda
Una editorial cristiana, la Biblioteca Homo Legens, acaba de publicar, en formato de los de antes, con buen papel y tapas de tela, y a precio razonable, una de las novelas mayores de Dostoievski, El idiota. Su protagonista, el príncipe Mischkin, se rige por dos reglas insobornables: no juzgar a nadie y no consentir que nadie se humille. Su bondad extrema le lleva al amor por compasión, a una extraña fraternidad que no nos parece humana porque no tiene sombras. El propio Dostoievski dijo que El idiota era una especie de ensayo sobre el bien, y que quería meter la concepción inmaculada de la existencia de un hombre bueno en mitad de sentimientos demasiado humanos: ama a quien lo engaña, ampara a quien lo traiciona, pero jamás se aparta de sus normas (lo que quiere decir, sospecho yo, que tampoco sufrirá mucho). Su concepción es inmaculada porque no entran en ella las bajezas propias de los seres humanos: no hay mancha en su regla, por mucho que Dostoievski la inficione de una especie de morbosa compasión.
A Mischkin lo tengo, al mismo tiempo que por un ejemplo de moral, por el colmo del egoísmo trascendido, un poco masoquista; pero también por una actitud que sólo es posible a partir de la ausencia radical de sentimientos, que es lo que siempre me ha fascinado de él, muy en la línea del Adolphe de Benjamín Constant. Quiero decir que una cosa es el sentimiento y otra la decisión de sentir ese sentimiento, el sentimiento como ficción, como postura (como norma), aunque se crea en ella o empuje a una tragedia. Veo a Mischkin más cerca de San Manuel Bueno que de Cristo redentor, vaya.
De todas formas, tengo en la mano un libro de Steiner (Tolstói o Dostoievski), que avisa de que sin Rogochin, el personaje pecador por excelencia, Mischkin vuelve a ser un idiota. “Sin la tiniebla, ¿cómo captaríamos la naturaleza de la luz?” Sin la miseria de la existencia, ¿cómo podríamos concebirla inmaculados? A Mischkin lo admiramos pero nos parece ridículo. Nos cae bien pero no estamos dispuestos a imitarlo. No es que su inmaculada concepción de la existencia nos parezca inalcanzable, que no lo es, sino que no podemos permitir que los otros se confundan y nos tomen por idiotas.
4.12.05
Geórgica, I
Cuando llega el mal tiempo leo a Virgilio. Es una de esas aficiones que empezaron siendo estimulantes y han adquirido con los años la pátina de las costumbres. Unas veces paso la tarde traduciendo media docena de versos de las Geórgicas o de la Eneida, y elijo los fragmentos al azar, como si estuviera rellenando con hilos traducidos un gran tapiz que, al paso que voy, puede durar el resto de mi vida. Otras veces, simplemente, me tumbo y leo.
Virgilio no es el poeta tonante que se eleva sobre nuestras miradas, al que se admira como un objeto alto y luminoso pero es difícil de encajar en la cocina. Virgilio es el viaje de vuelta, la morosidad ascética de los detalles, la alta misión de contar lo mínimo, la noguera que veo desde la ventana o las vacas que mugen en el prado. Cuando huimos de otros clásicos que nos hacen sentirnos pequeños, alejados de deslumbramientos juveniles, Virgilio es un regreso a la dignidad de una existencia menuda. El libro sobre la mesa, la luz de tímidos matices, el otoño húmedo y a veces anaranjado, recién llovido, y en sus versos mezcladas antiguas traducciones infantiles, esas que uno escribía con la punta de la lengua fuera, y reflexiones maduras que me han unido a sus héroes cercanos, a su grandeza posible, pero también a su triste lucidez.
Rumio en estas tardes detalladas las quejas de Eneas a los dioses, por qué yo, por qué esta pesada carga, por qué tanto regodeo en el destino, y me uno al héroe que hace las cosas porque está mandado pero no se entrega nunca al entusiasmo. Cultivo un vínculo casi íntimo con el hombre que vive porque no hay más remedio, y pese a ser consciente de la tormenta caprichosa en que navega, lucha por que cumplir con su deber suponga un lenitivo a la tragedia esencial de perseguirlo. Eneas no es especialmente astuto, siente como a remolque, no le mueve el espíritu de un pionero sino las necesidades imperiosas del momento, y se apiada de sus enemigos muertos como se apiada de su propia negra fortuna, y en esta piedad imprescindible funda la obligación, más que de vivir, de echarse la vida a la espalda, como si fuera, en efecto, no un designio divino sino la maleta de quien va buscando casa.
Programa
Creo que fue Muñoz Molina, hace ya bastantes años, el que dijo que en España no se sabía encarecer a alguien si no era insultando a los demás. Esta semana he tenido acceso a dos interesantes ejemplos de tan bárbara costumbre, en un medio tan poco usual para la agitación política como es el programa de mano de un espectáculo. Uno era de Tres sombreros de copa, una lujosa producción que se aprovecha de la desidia de los programadores (Mihura es un fijo en selectividad) para perpetuar el hecho de que ésta sea la única pieza teatral que han leído, o visto, muchos jóvenes bachilleres. Y está bien, pero tampoco es para salir de “la caverna”, como dice, en el programa de mano, el vulgar poeta y mediano traductor Luis Alberto de Cuenca.
El otro programa es el de En un lugar de Manhattan, de Els Joglars. En un texto mal escrito, entre anacolutos, faltas de ortografía y redundancias, Albert Boadella se despacha contra “el ejército de acomplejados militantes de la modernidad escénica”, de entre los que profesa una especial tirria contra La Fura del Baus, a la que debe referirse eso de la “obsesión timadora” y de que “cualquier nulidad se atreve con los clásicos”.
Pero luego cierras el programa y empieza el espectáculo, una cosa tópica, larga, plomiza, con las bromas viejas de los vascos y los catalanes, con los chistes viejos de los argentinos y los vetustos chascarrillos sobre las feministas, lleno de empalmes y puntos muertos, de estiramientos artificiales y plomerías de oro falso, y de una irritante falta de sustancia. Todo ello, eso sí, sobre el valor seguro de sus magníficos actores, por más que Ramón Fontseré haya empezado ya a imitarse a sí mismo.
Ambos espectáculos están programados por la Comunidad de Madrid, que invierte en cultura. Bien hechos sí que estaban; pasta se gastaron, desde luego. En el de Mihura la gente se reía con más frecuencia, cuando tocaba y cuando no tocaba, como cuando la actriz protagonista, una señora de cuarenta años, hablaba de que aún era muy inocente, que aún estaba creciendo. El público, la muchachada, se partía de risa.