26.2.06

Ficción


“He inventado un nuevo género: la novela de no ficción”. Truman Capote se encargó de pregonarlo y en la película se dice varias veces, como una rima del argumento. Eso no es del todo cierto, pero ha tenido tanta trascendencia que casi resulta cómodo darlo por sentado. No hace falta ponerse puntilloso ni recurrir a los antiguos. No es necesario mencionar la Anábasis de Jenofonte ni el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, ni tampoco repetir la vieja discusión entre verdad y verosimilitud.
En realidad, no hace falta irse más allá de la película. Hay una escena en la que aparece un libro que podría también haber presumido de lo mismo. Es Walden, de Henry Thoreau, una gran novela donde no hay nada que no suene a verdad. Es como si las descripciones por sí mismas, los hechos escuetos y los datos meros produjesen una música en la que se transparentan todas las verdades literarias que necesita una novela para serlo. En la película quizás está como el reverso de la misma estética: no hay en Capote la ingenuidad convencida de Thoreau, pero el empeño nació en un sitio parecido.
Está bien que aparezca Thoreau en una película sobre A sangre fría, y aún habría estado mejor que apareciese, tirada por algún rincón del decorado, otra grandiosa novela que se había publicado en 1960. No era una novela nueva. James Agee la había escrito casi veinte años antes, pero entonces había pasado desapercibida. Cuando se volvió a editar con las fotos de Walker Evans, Hablemos ahora de hombres famosos se convirtió en un clásico norteamericano.
Capote no pudo pasar por alto este libro. Pensado como un reportaje sobre la vida en el campo de algunas familias del Sur, este encargo del Gobierno Federal se fue nutriendo de un aire épico que lo eleva por encima de cualquier forma de reportaje. Agee acudió al lugar, se limitó a describir los hechos, los objetos, las personas, los trigos y las bestias, las casas viejas y los pies descalzos, y cantó a una mitología pobre donde los héroes no tienen nada que envidiar a las más sagradas figuras de la ficción.
James Agee murió en 1955, a los 46 años, antes de que fuera rescatada su obra maestra, mucho antes de que Capote escribiese A sangre fría. Thoreau, por lo menos, ha conseguido un plano en la película.

Foto de Walker Evans: http://xroads.virginia.edu/~UG97/fsa/gallery.html

Ruido

Hay dos manías en el cine norteamericano moderno que me ponen de los nervios. Una es el protagonismo del actor por encima de la historia, por más que su histrionismo haya enrunado el sentido de lo que se contaba. Especialmente penosa es la afición a los actores caracterizados, a los que pierden treinta kilos de golpe o llevan encima una arroba de maquillaje. Nos fascina su disfraz, el ser cómplices de una impostura, pero no queremos saber mucho de lo que con ella se nos trata de decir.
La otra perversión es ese método según el cual los actores no hablan, susurran, hasta extremos delirantes en los que se oyen todos los sonidos bucales y nasales y detrás de la banda sonora gástrica se intuye una vocecilla que reduce el volumen hasta lo inaudible. Oímos el sonido de la saliva cuando el actor despega los labios, escuchamos el avance pastoso de la lengua, los lametazos en el paladar; percibimos su masticación exagerada como si el bolo alimenticio estuviera dando vueltas en nuestro cerebro. Cuando alguien se besa, un ruido como de macarrones con tomate se apodera de la sala, y la saliva de las bocas anega los diálogos y humedece los pensamientos.
Padecí ambas sensaciones en Truman Capote, la película que habla sobre el tiempo que le llevó a su autor escribir A sangre fría. Me las prometía muy felices porque aquella célebre historia es un ejemplo en muchos sentidos, y uno de ellos es el cinismo mefistofélico que envuelve la figura de Capote, como si el precio de escribir una obra maestra hubiese sido su degradación moral, y en cierto modo también su ruina.
Todo esto queda debajo de una actuación a la que, a tenor del jabón que derraman las críticas, seguro que le dan un óscar, pero que a mí me empalagó con su reverberante brillantez. Es fascinante lo bien que lo hace Philip Seymour Hoffman, pero esa fascinación presupone el hecho de ver a alguien haciendo maravillosamente bien de Truman Capote, no de ver al propio Truman Capote, ni mucho menos de centrarse en la tragedia. Para eso sobraba ruido, el de la boca y, sobre todo, el ruido de la perfección.

DDT, 02/03/2006

25.2.06

Preterición


Si tuviera que establecer un primer modelo para este género de la bernardina, supongo que, aunque sólo sea por afecto personal, me quedaría con Plinio el Joven, cuyas Cartas acaban de ser publicadas en la editorial Gredos. Y ya era hora, porque la única traducción completa en castellano databa de 1891, por más que su inagotable arsenal de frases célebres haya poblado los repertorios de citas que se compran en los grandes almacenes. Era mucho más fácil hacerse con el original en latín, que publicó la editorial Coloquio, que en español (al catalán sí estaba traducido, mira).
Plinio se inspiraba en las Cartas a Ático de Cicerón, pero en todo lo que hacía Cicerón estaba siempre Cicerón con su grave voz y su potente ego, y las bernardinas son, ante todo, leves. Estas otras cartas de Plinio están llenas de anécdotas que se van tornasolando en sentencias graves o narraciones intensas, palomas que cogen vuelo y se dejan llevar unas líneas, y luego se vuelven a posar. A veces da la sensación de que Plinio hubiese querido escribir un breviario de placeres cotidianos y de frases útiles para casi todo. Ahora te describe con exquisito detalle las dependencias de una villa y sus baños termales, luego cuenta una historia ejemplar, después el pormenor de un pleito y de vez en cuando alguna anécdota de su proceloso tío, el autor de la Historia Natural.
Yo no sabría ir mucho más atrás en la arqueología del género. Comparas una buena carta de Plinio con un buen articulillo de Cunqueiro, o incluso con aquellos vuelos sin motor de César González Ruano, y el rostro los delata, no hace falta ir al ADN del estilo. El caso es que leo ahora a Plinio por una cuestión de supervivencia estética. La actualidad es a veces tan obvia y machacona que lo leve se confunde con lo frívolo. Cuando todo el mundo habla de lo mismo, entramos en una especie de estado de excepción de la realidad. Todas las bernardinas que no he colgado estos días son las que iban a nombrar los temas candentes, la rabiosa actualidad, que además de rabiosa es contagiosa, como la gripe del pollo. A ver si echo los sapos y me vuelvo a interesar por las cosas sin importancia. Plinio, por las tardes, ayuda mucho. Paciencia.

22.2.06

Peligro


El otro día me desayuné con la foto de un escritor inglés en la portada del periódico. Hace veinte años escribió un libro en el que niega la existencia del Holocausto, y el gobierno austriaco ha pedido prisión para él. Ese libro se publicó en España y algunas personas lo compraron por equivocación, entre otras cosas porque la poderosa editorial que lo tradujo no centró la propaganda en las querencias ideológicas de su autor.
Ahora lo acusan de “peligroso falsificador de la Historia”, interesante aporía. Un libro sólo es peligroso cuando, además de llegar a mucha gente, puede perturbar su sentido de la realidad. El mero hecho de mentir no es suficiente. Todos sabemos que la mentira es un método de trabajo, sobre todo político, pero nadie escribe libros de historia bajo juramento. Una mentira sólo es peligrosa cuando, merced a una propaganda hipertrofiada, llega a los tiernos cerebros de quienes esperan alguna excusa para cultivar su salvajismo. Y no se me ocurre mejor propaganda que aparecer una mañana en las portadas de los periódicos de media Europa, la verdad.
Nuestro mundo confunde la notoriedad y el interés. La semana pasada me desayuné con otro escritor, esta vez de sesudos tratados teológicos, que había publicado en una hoja parroquial que a las mujeres las apalean sus maridos porque se van de la lengua. Semejante caso clínico de confusión entre los hechos y sus causas (y los juicios cavernarios que se suelen derivar de ello) hubiera servido para arruinar la carrera intelectual de cualquier escritor, máxime si es teólogo, y además un cura, pero el asunto se aireó como fingiendo un peligro que sólo existe por el mismo hecho de haberlo aireado.
Resulta deprimente que intentemos escandalizarnos con la literatura barata y de paso condenemos al olvido la que pudiera tener, no ya algo de calidad, sino tan siquiera de interés. El resultado es que las condenas acaban convertidas en premios. El escritor inglés reeditará un libro hace tiempo descatalogado, y el cura, si te descuidas, congregará en su parroquia un puñado más de adictos al machismo. El resto de su obra no creo que se venda mucho, ni siquiera hoy.

Foto: "Con mamá y la tía Carmen", del álbum familiar que el cura que dijo eso tiene colgado en la red. Esta bernardina se publicó en DDT el 23-F del año 6.

12.2.06

Macartismo


Mientras se hace la hora de ir al cine para ver Buenas noches y buena suerte, la película de George Clooney sobre el macartismo, leo Panorama desde el puente, el drama que Arthur Miller escribió justo después de oler el aliento del senador Macarthy.
Ambas obras hablan de lo mismo: la delación, el arma fácil, la pistola sin gatillo, al alcance de todos. En el caso de Clooney, el resultado es un docudrama de factura deslumbrante, con un guión magnífico y unos actores impresionantes cuya esencia trágica está vacía: hay buenos y malos, y muchas veces uno no sabe si Clooney quiere denunciar una nueva caza de brujas o ensayar un nuevo y flatoso panegírico periodístico. Los tiempos han cambiado y esa demagogia periodística de Clooney podría resultar útil, incluso necesaria, si no es que se pervierte como una forma de subsistencia de la industria, un cupo de autocrítica no demasiado molesto para el poder que acecha.
Arthur Miller fue invitado (como su amigo Kazan, que sí aceptó) a delatar a quien quisiera, y después creó una gran tragedia porque fue a buscar en los efectos perversos de la delación. Eddie, su protagonista, es un trabajador honesto, celoso de los suyos, solidario, en cuya conciencia simple alguien pone a huevo la posibilidad de delatar, ese poder de eliminación que nace de una llamada telefónica, sin necesidad de sangre. El cuchillo que está en la mano, como en el cuento de Borges, tiene que matar. Cuando Arthur Miller se negó a delatar a nadie, pensó en aquellos que sí podrían hacerlo, incluso llevados por los buenos sentimientos. Pensó en las armas con que cuenta el cazador.
Los presuntos comunistas de entonces son ahora los presuntos terroristas. La delación sigue siendo un arma cómoda para infectar a los incautos. En España sabemos mucho de eso, claro: el secreto es el poder para las mentes flacas, obsesionadas con una miaja de protagonismo. La delación se alimenta de miedo, y es triste que sea el miedo, uno de los principales recursos naturales para la supervivencia, el que se convierta en mortífero cuando alguien esparce la posibilidad de ver en los demás lo que nos asusta de nosotros, y delatarlos.

7.2.06

Provocación II


En medio del tumulto ha surgido una provocación menor, la de Gilbert & Georges, los artistas que en 1969 se presentaron en el Lyceum de Londres con la obra Escultura que canta, ellos mismos, muy serios, moviéndose como autómatas durante varios días. Había gente que dudaba de si eran personas o artefactos, pero formaba parte del incipiente mundo del body art. Quentin Crisp triunfaba con su autobiografía, El funcionario desnudo, gran título, donde hablaba mucho de sus experiencias como modelo de una escuela de arte, y Lucien Freud ya había dado con sus descarnadas carnosidades, mucho antes de que se le apareciese el gran modelo Leight Bowery.
La propuesta de G&G tenía un punto muy especial. Vestidos con traje de funcionario, se movían con extrema parsimonia entre la gente, canturreaban lentamente, tardaban largos momentos en esbozar un leve gesto en la mirada, siempre sin perder la expresión vacía de los que no están vivos, al menos no del todo. Debía de ser muy sugerente ver a un cuerpo sin demasiada vida interpretar con minuciosidad aquellos gestos nuestros que nos pasan desapercibidos, esos ángulos ciegos del espejo, tan reveladores. Quedan sus miradas, esa estupefacción serena, esa inmóvil incredulidad, ese mirar a lo lejos, el mirar a alguien más allá del sitio desde donde nos mira, algo que, tengo que decirlo, a la gente la desconcierta mucho.
Ahora, tantos años después, un proyecto suyo ha saltado al gran público. Es un conjunto de cuadros como vidrieras góticas con decenas de crucifijos que van formando los motivos y una propuesta común, la de la sexualidad de Cristo. En el momento del estreno, algún diputado conservador los acusó de blasfemos, pero con esa pachorra con que la gente civilizada se toma las ofensas a los símbolos. Lo que no se imaginaban ellos es que su apuesta iba a coincidir con el pavoroso asunto de las caricaturas. Su provocación se queda en nada, pero su gélida estupefacción es, me temo, el único modo de observar lo que está pasando.

6.2.06

Provocación


Todos hemos bajado la voz cuando pasábamos cerca de ciertas personas, sobre todo si íbamos diciendo determinadas cosas. Todos hemos dado un codazo a quien, por insensatez o por descuido, contaba chistes malos que podían herir a quienes estuvieran escuchando sin querer, sobre todo si era notorio que esas personas se podían tomar las palabras y los símbolos bastante más a pecho que nosotros.
Más allá de los límites de la libertad de expresión y los del paroxismo religioso, más allá de los juicios, está el hecho de que lo que uno grita en su casa puede provocar un cataclismo. Yo que siempre tengo la sensación de que no me lee ni Dios, encuentro un siniestro consuelo en esa globalidad que ha hecho que una mala caricatura de un periódico menor nos haya hecho agarrarnos al asiento al resto del mundo. Los límites empiezan entonces, en esa meridiana sensatez que nace de la supervivencia. Lo principal entonces es que se calle el bocazas. “Ustedes perdonen”, decimos a quienes nos miran por encima de las cejas, “no le hagan caso, estaba bromeando, es que nuestro primo tiene un sentido del humor un poco raro, pero ustedes no hagan caso, ¿puedo invitarles a una taza de té?” Y más allá del derecho a la libre expresión de nuestro primo el bocazas están las ganas de tener la fiesta en paz de todos los demás. Y eso es todo.
Las evidencias apuntan a que un porcentaje nada despreciable de seres humanos considera sagradas cosas que a nosotros nos provocan toda clase de reflexiones estéticas. Se está exhibiendo en Londres una nueva propuesta de Gilbert & George en la que se utilizan miles de crucifijos con propósitos provocadores. Pero la provocación también tiene un límite, el de estar dirigida a quien la sepa encajar. Si algo podemos aportar es el agua sana del relativismo, la mirada profunda de G&G, pero no la bilis inflamable del bocazas. Por eso creo que se están colando todos los que desde un manido y vanidoso corporativismo definden a quien, sencillamente, metió la pata. Claro que no hay provocación sin riesgo, pero es el caso que, en esta nueva fase de la guerra, no son los autores de la provocación sus eventuales víctimas. Son otros. Es cualquiera.