11.9.06
Middlemarch 2
Salvo en el caso de Álvaro Pombo –que le está sacando un partido formidable a lo poco que nuestros escritores frecuentan el XIX inglés– las novelas sobre el bien dormitan en el pabellón de los novelistas mojigatos. La literatura moderna lleva mucho tiempo convencida de que tanta bondad, más que imposible, es de mal gusto. Por eso, cuando alguien afronta el bien como contrario de la mojigatería y los buenos sentimientos como incompatibles con la hipocresía religiosa, el resultado corre un riesgo que va de lo naïf a lo panfletario, salvo que se cimente sobre un héroe de verdad.
O una heroína. Dorothea Brooke (más tarde Dorothea Casaubon y finalmente Dorothea... –no, esto no debe decirse–), la heroína de Middlemarch, la madonna mayor rodeada de otras madonnas menores como Mary Garth, es uno de estos personajes. Las mismas razones que tuvo para permanecer junto al viejo erudito Casaubon son las que luego le empujaron a... (no, esto tampoco debe decirse), es decir, una confianza ciega en sus principios; una confianza, diría yo, previa, como es el genio de algunos artistas que no necesitan del tesón para triunfar. Durante las primeras 500 páginas, uno se ve inclinado a sospechar que Dorothea es un poco boba. Al pobre Casaubon, su marido, la autora le pega unos palos inclementes. Dan muchas veces ganas de decirle “oiga, señora, que ese tipo no es tan malo”, lo cual diría mucho en su favor, ciertamente, porque George Eliot prodiga la rara habilidad de presentarnos a los personajes con un deliberado exceso de dureza, para que los juzguemos mal, por así decir, y sean ellos, a lo largo de la novela, los que al rebelarse contra el dictamen de la autora cobren una viveza –un estar vivos– y una autenticidad que de otro modo quedaría muerta bajo los mandobles de su creadora. Eso Tolstoi lo borda.
Pero ni Dorothea era tan boba, si bien se piensa, ni tenía por qué no serlo: casarse con un viejo achacoso que guarda una fortuna y está siempre metido en su biblioteca no es un mal plan; hacerlo a los veinte años, sin embargo, es un crimen. Pero el pobre Casaubon casca muy pronto, la recompensa a tanta bondad, tanta resignación y tanto callado sufrimiento llega casi con prisas. Creo que es la única vez en toda la novela que he visto a Eliot con prisas, cuando se quería deshacer de Casaubon. Hasta Raffles (el borracho que llega al pueblo en plan cabo del miedo y... –no, no–) merece una muerte de más páginas. Casaubon se para como un reloj. Se muere en la postura de los vivos, como Unamuno, otro que tal.
Lo curioso es el fenomenal pollo que monta Eliot para que Dorothea tenga la oportunidad de que sus deseos se cumplan bajo la apariencia de un rigor moral que puede dejarla sin amistades en una ciudad tan apretada como Middlemarch, donde sólo se piensa en las herencias y en los milímetros insalvables que separan unas clases de otras. Es imposible no disfrutar del brío con que Eliot maneja entonces tres historias distintas (la sonrisa de Mary Garth y los bolsillos rotos de Fred, la estúpida de Rossamon y el bienintencionado Lydgate, aparte de la propia Dorothea y...) y desemboca en una acción heroica que, si se piensa, no lo es tanto, empezando porque todos lo estábamos deseando. Da la impresión entonces de que Eliot maneja con potente parsimonia un tiro de tres pares de caballos sin que ninguno tropiece ni cabecee. Es entonces cuando surgen como una flor las rehabilitaciones morales y más desfavorecidos salen los moralistas de toda la vida, y cuando se crea un estado de ánimo en el lector que no puede mas que beatificar a Dorothea e incluso a... (no, no, esto tampoco).
En el siglo XX fueron más escrupulosos. En el siglo XX Casaubon habría sido un viejo enfermo durante medio siglo más, y la única redención habría sido matarlo. Eliot le hizo ese favor a Dorothea: también se sacrificó por ella.
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