7.2.07

Optimismo


Un experto firma un informe contrario a los intereses del poder, que se ocupa de enfrentar al científico con la mayoría y de conseguir que quien honestamente presentó el informe sea apartado de cualquier deliberación, como si la ciencia fuera una opinión nociva. Esto, que parece el principio de una crónica de tribunales o de un pleno municipal el día que hay que conceder la gestión de las basuras, no es más que el argumento de Un enemigo del pueblo, el drama de Ibsen que el Centro Dramático Nacional ha programado para esta temporada. Un médico descubre que el balneario que da de comer al pueblo está envenenado. Trata de alertar a la población para evitar desgracias y se encuentra con que el alcalde, su propio hermano, es un taimado cocodrilo que no sólo se opone a que la verdad salga a la luz sino que mangonea en los medios de comunicación y en las organizaciones ciudadanas para que vean en el científico un peligro público.
La función debería darse una vuelta por todo el país antes de las próximas elecciones, sobre todo porque encierra una gran pregunta que en tiempos de Ibsen no tenía, ni de lejos, el significado que le damos ahora, aunque sí parecidas consecuencias. La cuestión es: ¿y qué pasa si la mayoría se equivoca?, ¿qué pasa si, manipulada por unos y por otros, enajenada de su condición de individuo pensante y amorrada en la de oveja consumista, sus decisiones mayoritarias no sólo son perversas sino injustas?
Es imposible no discutir sobre este asunto cuando termina el drama, mientras te pones el abrigo, después de alabar a los actores, casi todos espléndidos, al darte cuenta de que el director de la obra es el primero que no cree en la mayoría. Ibsen decoró el drama con una masa de idiotas y el adaptador del texto, Juan Mayorga, ha endosado unas cuantas morcillas para que lo entendamos, como si con el texto universal de Ibsen los espectadores no fuésemos a darnos cuenta de que con frecuencia estamos en las mismas. Es lo que le pasa a mucha gente que desconfía de la mayoría y piensa que las masas corren riesgo de entregarse al cebo totalitario, que conceptos como verdad o razón pueden quedar sepultados bajo un montón de consignas inflamables, de sentencias políticas y de sesos espongiformes.
Ibsen pudo haber tenido en la mayoría la misma fe que en la ciencia, el optimismo como obligación moral. Pero él creía en las élites mangoneantes (no hay otras), sin pararse a pensar que son ellas, y no la mayoría, las que envenenan los balnearios.

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