12.2.07

Medalla

Diario de Teruel, 15/2/2007,
víspera de la festividad de los Amantes de Teruel


Todos los febreros me entretengo con las páginas que dedica este periódico a la concesión de las medallas de plata, oro y platino, y no sé si también de polonio, a varias docenas de matrimonios perdurables. Debo dejar claro que me parece muy bien, que es maravilloso amarse tanto y tan continuadamente, que las autoridades tuvieron una idea excelente y que todos son la mar de majos. Ahora bien, hay algunos detalles de índole exegética sobre los que me gustaría llamar la atención a los expertos amantistas.
Años atrás, cuando un corregidor desta villa fue a colgarle la medalla de los Amantes a la reina de Inglaterra, ya comentamos que estas concesiones medallísticas corrían riesgo de parecer un campeonato de resistencia. Los vencedores hacen hincapié todos los años en las dificultades del recorrido y se conjuran para lograr la siguiente medalla con tesón y a despecho de los sinsabores y las eventuales ganas de mandarse mutuamente a escaparrar. Pero la leyenda no habla de resistencia sino de lo que no se puede resistir. Si no llega a morirse Diego, ¿habría deshecho Isabel sus bodas con Pedro de Azagra? ¿Con cuál de los dos es más probable que hubiese celebrado los veinticinco años de casados? Otra cosa hubiese sido que, en lugar de dedicarse a pedirle besos, Diego hubiese conseguido que Isabel le firmara un papel, como muy atinadamente procedió Basilio al ver que su querida Quiteria iba a casarse con Camacho el rico. Diego habría podido entonces, como mucho, haberse casado con ella falsamente in articulo mortis, aunque un amor así de mórbido no prometía muchos aniversarios. El único modo posible de llegar tan lejos implicaba –convendrán los amantistas– que Isabel y el de Azagra hubiesen gozado de muy buena salud. Se supone que celebramos, aparte del Carnaval, que es lo que toca en estas fechas, la perfección de los amores juveniles, el martirio del amor intenso, no del extenso, como si las convenciones, el tiempo y las dotes fuesen menos poderosas que los sentimientos. O como si Isabel, a una mala, se hubiese resignado a celebrar sus bodas de oro con Pedro pero el corazón no se lo hubiera permitido.
Leo la lista de matrimonios premiados, cada año más, y me produce un pequeño escalofrío, quizá sólo por motivos gráficos, porque los han consignado al margen, en una columna gris. Leo sus nombres y apellidos y me pregunto cuántos Diegos y cuántos Pedros habrá entre los esposos, cuántas Isabeles que se casaron locamente enamoradas y cuántas que se fueron enamorando con el tiempo, a fuerza de medallas.

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