9.3.07

MARAT-SADE


Marat–Sade es un caramelo envenenado. La historia es perfecta, tal y como Peter Weiss la concibió a finales de los sesenta. En el manicomio donde está encerrado el marqués de Sade, los locos representan, bajo su dirección, los últimos días de Marat. Un individuo que disfruta con el dolor y la degradación frente al prototipo de futuro dictador paternalista. La locura es aquello en lo que los ha convertido su ambición: todos los cínicos terminan estrangulados por su coherencia extrema, y todos los amigos del pueblo terminan siendo amos que garantizan la presunta dignidad de sus esclavos.
La potencia especulativa de la situación hace que en cuanto abres la espita de las interpretaciones ya no se pueda parar: en cuanto a Sade, la verdad es un camino que termina en el delirio; en cuanto a Marat, la justicia social encarnada en un caudillo pasa demasiadas veces de ser objeto a excusa de una egolatría monstruosa.
Pero además es una fórmula escénica impecable: Sade sólo es un actor que hace de Sade (que, en la ficción, finge tanto estar loco como no estarlo, de modo que su locura fingida –la de un tonto de baba– nos parece bastante más asumible y cotidiana que su fingida y terrorífica cordura –la del marqués de Sade–).
Pero Marat es un actor que hace de actor que hace de Marat, y está loco, y es de esos locos que ya estaban locos y sólo hacía falta hilar sus incongruencias dispersas, aunque cada una por separado (la lucha por la libertad, principalmente) no nos pareciese propia de un loco, salvo que las circunstancias cambien y otro cielo la haga ver como la matraca de un nostálgico pasado de rosca.
Si a eso sumamos un coro permanente de desquiciados, con lo que a los actores les gusta hacer de locos, están garantizadas actuaciones siempre impresionantes. Y, si los actores son muy buenos, y estos lo son (Animalario, por encima de todo, es un puñado de actores cojonudos), la pieza permite que conviertan su papel en un espacio propio sin interrupciones, en una construcción individual que de vez en cuando es tangente a la de los otros actores: allá donde mires, hay algún loco haciendo algo interesante, por más que la dirección escénica los detenga de vez en cuando, no sé por qué. Con todos en permanente ruido y movimiento sí que habría parecido una auténtica locura.
Pero el director ha optado por que todo el mundo se esté quieto y callado en los monólogos importantes. (Bueno; de todas formas, hay jarana para dar y vender). Y ahí está Sade, y ahí Marat. Pedro Casablanc, Marat, está estupendo, invariablemente trágico, sin ese juego de la desmitificación permanente que tan buen resultado da en otras fases de la obra, pero que en su papel no cabe: va tan a lo suyo que cimenta la verdadera esencia de su personaje, una egolatría hipertrofiada. Sin embargo, sus entradas y salidas en la evidente alucinación son perfectas. Es como esas personas tan interesantes que conoces casualmente y empiezan a hablarte y a los cinco minutos de rollo ves que, conforme sus palabras pierden el sentido y la decisión de pulírtelas ya es firme, los ojos se les van saliendo y se les va torciendo la boca.
Marat está entre cuerdo y loco desde un punto de vista objetivo, pero Sade incluye algo a lo que Marat no tiene acceso, la mentira consciente. Alberto Sanjuán tiene un papelón que a mi modo de ver resuelve a medias, no sé si por iniciativa propia o por exigencias de la dirección, que, en cuestiones como la dicción rítmica de los ripios, sí ha debido de meter mano. Uno sale con la idea contradictoria de que Sanjuán sólo ha utilizado en contadas ocasiones lo que debía haber impregnado todo su papel. Sade es la verdad inconcebible, el riesgo de seguir preguntando, pero también un personaje de una crueldad tan exquisita como su imaginación. Yo (que no sabría hacerlo) habría partido de cierto tópico dieciochesco a lo Laclos: es decir, esa delectación morbosa de cuidar los detalles superfluos en un cuadro escalofriante. Sade, como cualquier buen cínico, es ajeno al sentimiento, y la convicción en las propias palabras ya es un sentimiento, una debilidad. Por eso se ríe de Marat, porque al tomarse en serio a sí mismo no concibe la realidad de su persona.
Y la cuestión es que, por ciertos momentos de la representación, yo creó que Sanjuán sí podría haber adoptado ese registro, y no haber reducido la musicalidad de los ripios a una dicción demasiado machacona que podría valer a veces hasta a Lope de Vega.
Los demás, todos, se nota que se han trabajado la construcción del personaje desde la raíz. Y a todos es un placer sin fisuras verlos actuar, desde los más conocidos (Javivi o Rellán, al que la televisión le ha dejado dientes de fantasma; un poco menos Tejero) hasta actores que ya conocía (la monja, total, o la directora del manicomio, que es como si la de doctor House se volviera loca, aunque se suponga que está cuerda) u otros que veo aquí por primera vez y que me han parecido extraordinarios: la chica del tutú con la bandera francesa, una de las mejores, la Carlota Corlay (la de la foto), o ese tipo con la cabeza rapada y vestido de traje oscuro que hasta muy adelantada la pieza no habla pero cuya presencia produce una inquietud muy especial desde el primer momento; por no hablar del maestro de ceremonias o de... yo qué sé. Todos. Animalario, o sea, salir con la sensación de que te han contado algo que forma parte del mundo en el que vives, y que te lo han contado muy bien.
Hay otro detalle, en fin, que en circunstancias normales sería para mí un defecto. A veces canta demasiado la morcilla explicativa, la orientación interpretativa. Pero es que esta obra incluye también la inevitable condición de testigo del tiempo en el que se representa. Cuando la estrenó Peter Weiss, estaba a punto de estallar el 68. Cuando se estrenó en España (que duró tres días), nadie había visto nada tan escandaloso. Eran los últimos amenes del franquismo, me han dicho que Marat era José María Prada, el de La caza, de lo mejorcito que hemos tenido.
Y ahora es igual. Animalario toma partido. Muy bien. El teatro está para eso. Y, si además son buenos, mejor. Si por la calle se representa una mascarada de actores malos, por lo menos que sean honestos los de los teatros .

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