Estas vacaciones no estaba yo especialmente inspirado, y además tenía mucha faena que no tiene que ver con la escritura. Escribía de mala gana, dejaba pasar los días y cuando llegaba la hora de mandar al periódico la columna escribía rápidamente unas líneas de recurso, una faena de aliño, y las mandaba minutos antes de que me llamasen para reclamarla porque se cerraba la edición.
Primero escribí la que se titula Fiesta, pero yo no estuve en esa fiesta y se nota, y se da la casualidad de que los que sí estuvieron pueden leerla y sentirse molestos, así que la dejé, y apañé la titulada Paseo, aprovechando los efectos de las lluvias.
A la semana siguiente escribí la titulada Inteligentsia, pero me pareció tópica y manida, aunque la suscriba de cabo a rabo, así que me agarré al tema, y con más demagogia que otra cosa cubrí el expediente con el asunto de los muertos en la carretera, como siempre.
Las vacaciones son tiempos difíciles. A ver si la semana que viene, uncido al yugo de los días y ya sin ocupaciones suplementarias, ando algo más despabilado.
Inmunidad
Vuelta de vacaciones. Autovía despejada. Conduzco sin pasar de 120 y escucho las cifras de muertos que escupe la radio. Mantengo mi velocidad y me pasa todo el mundo. Me pasan hasta los camiones. A veces hay una súbita ralentización general, como cuando alguien divisa el coche de la Guardia Civil y pone a todos los vehículos en fila. En la radio, después del tétrico informativo, hay un bloque de anuncios publicitarios, uno de los cuales vende un aparato para detectar radares y cámaras de televisión en la carretera. Es el mismo sujeto que vende aparatos para hacer deporte sin moverse, que habla como los vendedores de limpiamanteles. Un capullo que viene a 160 me da luces mientras adelanto a un camión. Se terminan los anuncios en la radio, les sigue la inevitable charla coloquio para rellenar minutos en vacaciones, el problema de la siniestralidad. Entrevista con el director general de Tráfico, un individuo que cae bien porque parece cercano, porque emplea la táctica de la crudeza, y porque parece no recitar de memoria ningún argumentario político. Lo plantea como lo que es, un problema que, en condiciones normales, no tiene solución. Me vuelve a pasar a todo trapo y dando luces un gilipollas con uno de los coches de ciento y no sé cuantos caballos que escucho anunciar por la radio, verdaderos tanques cuyos ocupantes viajan seguros de que nunca se llevarán la peor parte si provocan un accidente. Para eso pagan.
Este director general, que tan directo parece, no entra en el fondo del asunto. Ha abierto una lata podrida. Nos adaptamos al riesgo como las ratas al veneno, no tenemos fuerza para convertir en norma un precedente, para recordarlo siquiera, nos olvidamos de todo, empezando por lo malo, igual que un alcohólico se olvida de su cirrosis el día que no le duele demasiado el hígado. Me salgo de la autovía y tomo una general normalmente poco transitada, ahora llena de familias que regresan. En menos de diez kilómetros veo todo tipo de infracciones. Creo que adelanté a un tractor que cumplía con las normas. Pero la plaga es inmune. El entrevistado sabe que la cosa sólo puede solucionarse con represión, con prohibiciones, con persecuciones. Pero tampoco estamos para que nos consideren a todos criminales. Hay quien dice que conducir a más velocidad de la permitida debería condenarse como imprudencia temeraria y tenencia ilícita de armas. Quizá. Termina la entrevista. Otro parón. No es un radar. Es un accidente. Pero ha ocurrido en la otra calzada. La gente, en esta, se para por curiosidad, a ver si se ve la sangre.
Vuelta de vacaciones. Autovía despejada. Conduzco sin pasar de 120 y escucho las cifras de muertos que escupe la radio. Mantengo mi velocidad y me pasa todo el mundo. Me pasan hasta los camiones. A veces hay una súbita ralentización general, como cuando alguien divisa el coche de la Guardia Civil y pone a todos los vehículos en fila. En la radio, después del tétrico informativo, hay un bloque de anuncios publicitarios, uno de los cuales vende un aparato para detectar radares y cámaras de televisión en la carretera. Es el mismo sujeto que vende aparatos para hacer deporte sin moverse, que habla como los vendedores de limpiamanteles. Un capullo que viene a 160 me da luces mientras adelanto a un camión. Se terminan los anuncios en la radio, les sigue la inevitable charla coloquio para rellenar minutos en vacaciones, el problema de la siniestralidad. Entrevista con el director general de Tráfico, un individuo que cae bien porque parece cercano, porque emplea la táctica de la crudeza, y porque parece no recitar de memoria ningún argumentario político. Lo plantea como lo que es, un problema que, en condiciones normales, no tiene solución. Me vuelve a pasar a todo trapo y dando luces un gilipollas con uno de los coches de ciento y no sé cuantos caballos que escucho anunciar por la radio, verdaderos tanques cuyos ocupantes viajan seguros de que nunca se llevarán la peor parte si provocan un accidente. Para eso pagan.
Este director general, que tan directo parece, no entra en el fondo del asunto. Ha abierto una lata podrida. Nos adaptamos al riesgo como las ratas al veneno, no tenemos fuerza para convertir en norma un precedente, para recordarlo siquiera, nos olvidamos de todo, empezando por lo malo, igual que un alcohólico se olvida de su cirrosis el día que no le duele demasiado el hígado. Me salgo de la autovía y tomo una general normalmente poco transitada, ahora llena de familias que regresan. En menos de diez kilómetros veo todo tipo de infracciones. Creo que adelanté a un tractor que cumplía con las normas. Pero la plaga es inmune. El entrevistado sabe que la cosa sólo puede solucionarse con represión, con prohibiciones, con persecuciones. Pero tampoco estamos para que nos consideren a todos criminales. Hay quien dice que conducir a más velocidad de la permitida debería condenarse como imprudencia temeraria y tenencia ilícita de armas. Quizá. Termina la entrevista. Otro parón. No es un radar. Es un accidente. Pero ha ocurrido en la otra calzada. La gente, en esta, se para por curiosidad, a ver si se ve la sangre.
Inteligentsia
Siempre da un poco de risa la palabra intelectual. Nos imaginamos a un calvo que cruza mucho las piernas y se toca las gafas cuando habla, alguien que se hace muchas fotos del bracete de otros intelectuales, con unos folios en la otra mano que siempre pueden ser el borrador de su última obra. La palabra, de tomarla en sentido literal, es ofensiva, porque limita su uso a quienes cultivan las ciencias o las letras, como si lo que hacemos los demás no tuviera ninguna ciencia o no leyésemos libros fuera del trabajo. Pero en estos tiempos lleva otro sentido: los intelectuales forman esa clientela de saludadores mañaneros que se amarinan al poder en época de elecciones. Uno del PP, en castellano castizo, llamó “palmeros” a los “cerca de 3.500 intelectuales” que acaban de firmar un “manifiesto por la convivencia, frente a la crispación”, un lema que enfrenta un concepto con una de las características que pueden adornarlo: el intelectual que lo redactó no se había repasado a Aristóteles esa mañana. Creo que es la primera vez que estoy de acuerdo con alguno de los insultos del PP, así que voy a aprovechar para ponderarlo, para que luego no digan que siempre me meto con ellos.
Si queremos dotar a la palabra intelectual de significado más allá del pesebrismo, deberíamos añadirle un adjetivo igual de naftalinoso pero bastante más digno, el del intelectual comprometido, el intelectual Savater, que cada día nos asombra con su lúcida capacidad de no dejarse llevar por conveniencias ajenas a la razón. Un intelectual es eso, alguien que hace de su sabiduría un modo para intervenir éticamente en la sociedad, y no un cantamañanas obsesionado por estar en todas las meriendas. Los votantes de izquierda, cuando llegan las elecciones, solemos taparnos la nariz porque tarde o temprano aparece la inevitable cofradía de intelectuales y artistas a decir alguna obviedad tarde, mal y nunca, a significarse como un selecto colectivo, a fingir que son más inteligentes que los demás y a estar en primera fila de la repelea cuando pasen las elecciones.
Además, ahora que por puro hastío se ha mitigado el ruido de las termitas, como si nos hubiésemos acostumbrado a las salidas de pata de banco del PP, de tan continuas y monótonamente absurdas, vienen estos otros con las firmas, las fotos, los bracetes, las flores naturales y las tomas para el enchufe. Si algún defecto padece un intelectual honesto es el individualismo feroz, el desprecio hacia todos esos demagogos que so capa de las fotos históricas van ahorrando poco a poco para el montepío.
Siempre da un poco de risa la palabra intelectual. Nos imaginamos a un calvo que cruza mucho las piernas y se toca las gafas cuando habla, alguien que se hace muchas fotos del bracete de otros intelectuales, con unos folios en la otra mano que siempre pueden ser el borrador de su última obra. La palabra, de tomarla en sentido literal, es ofensiva, porque limita su uso a quienes cultivan las ciencias o las letras, como si lo que hacemos los demás no tuviera ninguna ciencia o no leyésemos libros fuera del trabajo. Pero en estos tiempos lleva otro sentido: los intelectuales forman esa clientela de saludadores mañaneros que se amarinan al poder en época de elecciones. Uno del PP, en castellano castizo, llamó “palmeros” a los “cerca de 3.500 intelectuales” que acaban de firmar un “manifiesto por la convivencia, frente a la crispación”, un lema que enfrenta un concepto con una de las características que pueden adornarlo: el intelectual que lo redactó no se había repasado a Aristóteles esa mañana. Creo que es la primera vez que estoy de acuerdo con alguno de los insultos del PP, así que voy a aprovechar para ponderarlo, para que luego no digan que siempre me meto con ellos.
Si queremos dotar a la palabra intelectual de significado más allá del pesebrismo, deberíamos añadirle un adjetivo igual de naftalinoso pero bastante más digno, el del intelectual comprometido, el intelectual Savater, que cada día nos asombra con su lúcida capacidad de no dejarse llevar por conveniencias ajenas a la razón. Un intelectual es eso, alguien que hace de su sabiduría un modo para intervenir éticamente en la sociedad, y no un cantamañanas obsesionado por estar en todas las meriendas. Los votantes de izquierda, cuando llegan las elecciones, solemos taparnos la nariz porque tarde o temprano aparece la inevitable cofradía de intelectuales y artistas a decir alguna obviedad tarde, mal y nunca, a significarse como un selecto colectivo, a fingir que son más inteligentes que los demás y a estar en primera fila de la repelea cuando pasen las elecciones.
Además, ahora que por puro hastío se ha mitigado el ruido de las termitas, como si nos hubiésemos acostumbrado a las salidas de pata de banco del PP, de tan continuas y monótonamente absurdas, vienen estos otros con las firmas, las fotos, los bracetes, las flores naturales y las tomas para el enchufe. Si algún defecto padece un intelectual honesto es el individualismo feroz, el desprecio hacia todos esos demagogos que so capa de las fotos históricas van ahorrando poco a poco para el montepío.
Paseo
Las comunicaciones de Teruel con Zaragoza siempre han pecado de dificultosas, pero si uno quiere ir andando en esa dirección, aunque sea para detenerse en el Polígono, lo tiene bastante crudo. Aunque el estrafalario paso subterráneo no se hunda con las lluvias, como ha venido sucediendo esta semana, el peatón se juega la vida si decide atravesarlo, pero también si trata de saltar las agujas de alambre de la vía y los raíles y las piedras para recorrer un infecto caminacho que lo devuelva otra vez a la carretera. Los viajeros que pernoctan en el Parador y deciden dar un paseo romántico hasta la ciudad de los Amantes deben arremangarse para saltar los cardos y los yerbajos y mirar cien veces a las vías porque uno nunca está libre de torcerse un tobillo o engancharse.
Pero, aun en el caso de que el caminante, al salir de la ciudad o volver del paseo romántico por la ciudad de los Amantes, logre atravesar a nado el paso subterráneo y no lo arrolle un mercancías, no tendrá más que llegar a otro paso subterráneo, por ejemplo el que comunica con San Blas (imaginemos que el caminante ha desistido de ir a Zaragoza y prefiere irse a recoger rebollones a la sierra), para volver a pasarlas canutas y caminar como se camina por las cornisas, atento a que ningún coche lo repliegue y a que los quitamiedos no le provoquen cortes graves en las piernas.
Esa entrada a Teruel por la carretera de Zaragoza siempre ha sido famosa (amén de por las sucesivas cárceles, alguna disfrazada de convento en ruinas) por la hermosa capilla de la Virgen del Carmen, una basílica diminuta, otra delicada flor del modernismo que al menos fue restaurada, no como esas verjas de Matías Abad que no muy lejos de allí se arrobinan sepultadas por las yedras. Pero vas a ver esa capilla y es difícil no preguntarse cómo es posible que ese paso siga así, inundado cada vez que cae una gota, peligroso para los transeúntes e inconcebible para los conductores, que preferirían elevarse ellos por encima de la vía antes que probar el agua de los albañales, o que se preguntan, ahora que las ciudades viven permanentemente sometidas a perforaciones y lobotomías, cómo no va a ser posible que el tren no pase por debajo de los automóviles.
Cuando un viajero entra en una ciudad, como cuando entra en una casa, lo primero que mira es la puerta. Lo que ve al entrar a Teruel si viene andando desde Zaragoza es una cárcel, una ermita singular y un monumento a la ingeniería calamitosa. Como para ir haciéndose a la idea.
Las comunicaciones de Teruel con Zaragoza siempre han pecado de dificultosas, pero si uno quiere ir andando en esa dirección, aunque sea para detenerse en el Polígono, lo tiene bastante crudo. Aunque el estrafalario paso subterráneo no se hunda con las lluvias, como ha venido sucediendo esta semana, el peatón se juega la vida si decide atravesarlo, pero también si trata de saltar las agujas de alambre de la vía y los raíles y las piedras para recorrer un infecto caminacho que lo devuelva otra vez a la carretera. Los viajeros que pernoctan en el Parador y deciden dar un paseo romántico hasta la ciudad de los Amantes deben arremangarse para saltar los cardos y los yerbajos y mirar cien veces a las vías porque uno nunca está libre de torcerse un tobillo o engancharse.
Pero, aun en el caso de que el caminante, al salir de la ciudad o volver del paseo romántico por la ciudad de los Amantes, logre atravesar a nado el paso subterráneo y no lo arrolle un mercancías, no tendrá más que llegar a otro paso subterráneo, por ejemplo el que comunica con San Blas (imaginemos que el caminante ha desistido de ir a Zaragoza y prefiere irse a recoger rebollones a la sierra), para volver a pasarlas canutas y caminar como se camina por las cornisas, atento a que ningún coche lo repliegue y a que los quitamiedos no le provoquen cortes graves en las piernas.
Esa entrada a Teruel por la carretera de Zaragoza siempre ha sido famosa (amén de por las sucesivas cárceles, alguna disfrazada de convento en ruinas) por la hermosa capilla de la Virgen del Carmen, una basílica diminuta, otra delicada flor del modernismo que al menos fue restaurada, no como esas verjas de Matías Abad que no muy lejos de allí se arrobinan sepultadas por las yedras. Pero vas a ver esa capilla y es difícil no preguntarse cómo es posible que ese paso siga así, inundado cada vez que cae una gota, peligroso para los transeúntes e inconcebible para los conductores, que preferirían elevarse ellos por encima de la vía antes que probar el agua de los albañales, o que se preguntan, ahora que las ciudades viven permanentemente sometidas a perforaciones y lobotomías, cómo no va a ser posible que el tren no pase por debajo de los automóviles.
Cuando un viajero entra en una ciudad, como cuando entra en una casa, lo primero que mira es la puerta. Lo que ve al entrar a Teruel si viene andando desde Zaragoza es una cárcel, una ermita singular y un monumento a la ingeniería calamitosa. Como para ir haciéndose a la idea.
Fiesta
Melendy actuó el sábado pasado en La Iglesuela del Cid. La comisión organizó un gran concierto de recaudación de fondos para las fiestas de verano, y llenó el Maestrazgo de carteles y la noticia se corrió como la espuma. Visto que no podían albergar a tanto personal como esperaban, los miembros de la comisión decidieron trasladar el escenario a campo abierto, pero dos días antes del concierto cayó una tormenta tremenda y el campo quedó impracticable, al pisar te hundías hasta el tobillo. Entonces los mozos trajeron camiones de serrín y cortezas de pino y fueron tapando los charcos a paladas, y decidieron colocar una gran carpa por si el día de la actuación hacía frío.
El día de la actuación de Melendy volvió a llover y de pronto la lluvia se convirtió en granizo, y empezó a nevar. Ataron los toldos con cables y clavaron al suelo las barras de hierro y entre todos y una grúa que temblaba plantaron la carpa, pero aun así el asunto peligraba, porque la inversión había sido grande y mucho personal que venía de Teruel estaba dándose la vuelta en Cuarto Pelado, y fans de Melendy que venían del extranjero tuvieron que darse la vuelta víctimas de las adversidades climatológicas. Una chica parisina cuenta en un blog la odisea que la trajo de París a La Iglesuela. A pesar de su inquebrantable fidelidad a Melendy, se tuvo que volver.
La comisión estaba muy preocupada. Como en muchos otros pueblos de la zona, cada vecino forma parte de la comisión tres veces en su vida, una cada veinte años, cuando disfruta las fiestas, cuando las padece y cuando las añora. Así todo el pueblo está siempre representado. Salvo los jóvenes, todos recuerdan el tiempo que disfrutan.
La carpa finalmente aguantó y el público acudió en más número del que esperaban. Lo menos dos mil personas se juntaron al concierto de Melendy, fue muy hermoso porque olía como el bosque, con tanto serrín, y después de los bises una orquesta siguió tocando hasta que enchufaron la discomóvil. Treinta mozos de las tres edades no daban abasto en la barra. Se acabó toda la bebida. Se vendieron diez mil cubatas. A las siete de la mañana todavía mil personas bailaban como descosidas o reían por las calles. Aún a las nueve y media de la mañana, cuando los huertos que separan la iglesia del barrio de la Costera todavía están velados por la bruma, aún se veía gente camino de su casa.
Los de la comisión brindaron porque trabajar para el pueblo y conseguir que todo salga bien es un episodio divertido y memorable, y arriesgado como correr un toro.
Melendy actuó el sábado pasado en La Iglesuela del Cid. La comisión organizó un gran concierto de recaudación de fondos para las fiestas de verano, y llenó el Maestrazgo de carteles y la noticia se corrió como la espuma. Visto que no podían albergar a tanto personal como esperaban, los miembros de la comisión decidieron trasladar el escenario a campo abierto, pero dos días antes del concierto cayó una tormenta tremenda y el campo quedó impracticable, al pisar te hundías hasta el tobillo. Entonces los mozos trajeron camiones de serrín y cortezas de pino y fueron tapando los charcos a paladas, y decidieron colocar una gran carpa por si el día de la actuación hacía frío.
El día de la actuación de Melendy volvió a llover y de pronto la lluvia se convirtió en granizo, y empezó a nevar. Ataron los toldos con cables y clavaron al suelo las barras de hierro y entre todos y una grúa que temblaba plantaron la carpa, pero aun así el asunto peligraba, porque la inversión había sido grande y mucho personal que venía de Teruel estaba dándose la vuelta en Cuarto Pelado, y fans de Melendy que venían del extranjero tuvieron que darse la vuelta víctimas de las adversidades climatológicas. Una chica parisina cuenta en un blog la odisea que la trajo de París a La Iglesuela. A pesar de su inquebrantable fidelidad a Melendy, se tuvo que volver.
La comisión estaba muy preocupada. Como en muchos otros pueblos de la zona, cada vecino forma parte de la comisión tres veces en su vida, una cada veinte años, cuando disfruta las fiestas, cuando las padece y cuando las añora. Así todo el pueblo está siempre representado. Salvo los jóvenes, todos recuerdan el tiempo que disfrutan.
La carpa finalmente aguantó y el público acudió en más número del que esperaban. Lo menos dos mil personas se juntaron al concierto de Melendy, fue muy hermoso porque olía como el bosque, con tanto serrín, y después de los bises una orquesta siguió tocando hasta que enchufaron la discomóvil. Treinta mozos de las tres edades no daban abasto en la barra. Se acabó toda la bebida. Se vendieron diez mil cubatas. A las siete de la mañana todavía mil personas bailaban como descosidas o reían por las calles. Aún a las nueve y media de la mañana, cuando los huertos que separan la iglesia del barrio de la Costera todavía están velados por la bruma, aún se veía gente camino de su casa.
Los de la comisión brindaron porque trabajar para el pueblo y conseguir que todo salga bien es un episodio divertido y memorable, y arriesgado como correr un toro.
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