Un día de estos, según mis últimas informaciones, saldrá a la venta Fabricación Británica, el folletín con el que estrené este blog. Lo publica la editorial Certeza, con la colaboración de la Comarca del Maestrazgo. A sugerencia de esta última institución añadí un subtítulo que me alegro de haber puesto: Folletín Romántico del Maestrazgo.
Lo de folletín es una de esas verdades que cunden mucho. Es verdad no sólo porque se publicó en forma de folletín, sino, sobre todo, porque fue escrito en forma de folletín. Costó el mismo tiempo escribirlo que leerlo. Cada tarde del mes de julio iba colgando un capítulo nuevo en el blog, y el primero de agosto empezó a publicarse en el periódico. Desde luego que llevaba meses dándole vueltas al asunto, pero el acto físico de la escritura puedo decir que sí duró los mismos días que el de la lectura.
Lo hice porque siempre dejo todo para el final, pero, una vez hecho, al año siguiente repetí la operación y este año volveré a usar el mismo método. Tiene sus ventajas. Cada mañana, 150 líneas. Había pocas jornadas de descanso, y por otra parte nunca invertía dos días en un capítulo, a no ser que el segundo empezase otra vez de cero. Para mí era fundamental que saliesen de golpe para que fuesen también un solo golpe de lectura. Casi todas las mañanas era necesario huir hacia delante, y era ahí, en ese terreno improvisado, en la solución urgente que no admite demasiados miramientos, donde yo, paradójicamente, me sentía más libre escribiendo. Iba con un guión que a cada momento era imprescindible rehacer; era como tener una gran alfombra arrugada en la cabeza e ir alisándola poco a poco con la mano sobre el teclado. Las escenas que yo ahora considero más divertidas no estaban en ese guión, salieron casi todas ese mes de julio, mientras escribía o mientras paseaba a Güino, con la alfombra lisa o arrugada.
A veces he pensado en el arte según las diferentes disciplinas admitieran más o menos urgencia. En la música y en la interpretación esa urgencia suele resultar creativa. En la poesía dicen que no, pero yo, que no he escrito un poema en mi vida, creo que sí. Me imagino a un poeta clásico componiendo versos sin parar, y después escogiendo las primicias, dejándose llevar por los momentos de euforia visionaria, aprovechando bien las depresiones. Pero esa doble tarea de la improvisación seguida de la orfebrería, de la paciente ordenación del exabrupto, en algunas ramas sólo afecta a la preparación, a la idea, no a la ejecución. La pintura necesita que sea de vez en cuando el pincel el que pinte, no la mano. Quizá por eso sospecho siempre de la monumentalidad, porque la libertad urgente y absoluta no ha pasado de la idea, no ha formado parte de la obra.
En cuanto a lo de ser un folletín romántico, creo que tampoco habría escrito nunca nada tan romántico si no hubiese sido en forma de folletín. Es algo que como tema para una novela normal siempre se deja para otro momento. En todo caso, desde el principio lo tomé por el lado más decadente, como una pose, la de quien diseña sus sentimientos en función de la estética de su personaje. Charles Lamb nació con el cinismo que sería moneda corriente cincuenta años después (que es, más o menos, cuando cuenta la historia). Ahora creo que ese decadentismo es una cáscara que conforme avanza la novela va dejando paso a capítulos que se acercan más al romanticismo de 1837. De todas formas, no sabría decir si el Charles Lamb que cuenta la historia lo hace en serio o en broma, la verdad. Si parece que habla en serio es que me ha salido romántico (y espero que no cursi), pero si asoma la guasa entraña menos riesgo de cursilería, aunque también se vale de la parodia, que es, en el fondo, una forma más de ocultación.
Y lo del Maestrazgo, en fin, es un lugar conocido, pero no porque lo conozca bien, sino porque puedo inventármelo sin miedo a cometer errores de bulto. De todas formas, si para algo sirven los libros es para ahorrar en gasolina. Los stanislavskis de la literatura siempre me han dado mucha risa.
Estos días, leyendo el libro Teruel, paisaje del tiempo, me encontré con que Antón Castro, bondad infinita, me había metido en una lista de escritores que hablaron del Maestrazgo. Su erudición extrema compite a veces con la guía telefónica. La cosa no deja de tener su gracia. Me consta que Antón Castro conoce a Charles Lamb, porque también lee todos los periódicos del mundo, incluido el Diario de Teruel, hasta en el mes de agosto. Este hombre es una mina de jápax.
En fin, en esa lista de escritores hay muchas formas de ver el Maestrazgo. Yo, que adoro a Galdós, no veo el Maestrazgo en el Episodio nacional que le dedicó. Las andanzas de aquel Juan Lupo, creo recordar, me parecían demasiado frías, demasiado desapercibidas. No hay en ellas nada de lo que a Baroja le salía sin querer, y que podemos llamar el carácter entrañable. Baroja describe Mirambel en términos severos, pero con su prosa y las historias con que va rellenando los muros vacíos uno termina encariñándose con el paisaje. Baroja es el primero que ve en el Maestrazgo un paisaje en el que sucedieron cosas pero, sobre todo, que pudieron suceder. Ese romanticismo de ver un convento y pensar en historias de túneles y de muchachas amordazadas es muy de Pío Baroja. Galdós estaba más a la Historia, y la Historia, siempre, es bastante triste. Pero Aviraneta es un individuo que se adorna con la historia, que la mira desde fuera y, más que describirla, la pinta. Galdós iba recorriendo paisajes después de la batalla y Baroja inspeccionaba lugares donde fuese verosímil su imaginación. Y lo que siempre repito del Maestrazgo, la mezcla entre lo sobrio y lo apacible, lo duro y lo bueno, es la fórmula que también funciona en Baroja, el hombre que, mientras habla como enfadado, te hace sonreír.
Esta fórmula de Baroja es la que le ha dado continuidad al Maestrazgo como territorio literario. Y es la fórmula que siguió Antón Castro cuando lo rescató como tal en su Patricio Julve, por más que su estilo, su ritmo más bien, en parte su coloración, me recuerden más a García Márquez. En todo caso, y como dice en la presentación de Teruel, paisaje del tiempo, él vio allí su Macondo, su Yoknaphatawtha (o como demonios se escriba), su Santa María, etc. Es muy raro que un gallego escriba mal, y en su Maestrazgo a veces sobrevuelan también deliciosos aires de Cunqueiro, otra de mis debilidades absolutas.
Al hecho barojiano de que pudieran suceder episodios románticos se une el hecho galdosiano de que sucedieron cosas horribles. La guerra carlista, la cantada por los viejos maestros, es una; la guerra civil del 36, la más frecuentada entre los contemporáneos. Jiménez Corbatón (nuestro Luis Mateo Díez, y si no al tiempo) ha buscado en una guerra que no sólo estaba llena de maquis románticos, sino del inmenso vacío que dejó Franco en el Maestrazgo para exterminarlos. Ahora mismo tiene una exposición en Fortanete sobre masías abandonadas, sobre los objetos que quedaron en medio de la ruina.
Es decir, el Maestrazgo conserva suficiente concentración de polen histórico en el aire como para que las fantasías más desmelenadas sigan encontrando un cañamazo verosímil. En términos objetivos, es el paisaje más romántico de la provincia, y mantiene una condición que a Baroja seguro que fue la que lo sedujo: es un territorio pequeño en el que resulta muy difícil ir de un sitio a otro. Era su ideal de recogimiento.
Por lo demás, esta novela es un encargo, y en ello radica su gracia, si es que la tiene. Se trata de algo real. No está escrito para críticos ni para profesores ni mucho menos para lectores de editoriales, sino para un ciudadano indeterminado que el día uno de agosto perdió diez minutos, mientras tomaba un café, en leer el primer capítulo. Para conseguir que ese ciudadano no específico aguantase la mirada durante 150 líneas y al día siguiente le apeteciese repetir la operación, lo primero que había que dejar a un lado era las ambiciones literarias, y lo primero de lo que había que echar mano era del sentido común narrativo. En un periódico pequeño, y en el mes de agosto, no puedes escribir lo que te dé la gana. En realidad no cabe casi nada de lo que modernamente se suele admitir como novela, ni las largas reflexiones ni las amplias preparaciones ni los diálogos inacabables. 150 líneas. Nada más, y cada día debe tener sentido por sí mismo. Cada día es un vagón del mismo tren pintado con motivos diferentes. El juego entre capítulo autónomo e historia continuada reclamaba constantemente demasiados recursos como para ponerse estupendo. Para que la novela funcionase, en fin, había que ser extremadamente humilde y saber que estaba escribiendo un folletín, una novelucha. Si de veras ha salido bien, si de veras es una buena novela, es porque supe someterme a tantas limitaciones, algo que, a partir de este momento, deja de ser asunto mío.