15.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 15


Capítulo décimo quinto
Bestiario

La tierra estaba todavía húmeda de la tormenta del día anterior. Tomás caminaba a buen paso por el camino de la Guea. No se había quitado la ropa de trabajar, unos pantalones de pana recia y una camiseta de felpa gris con el cuello muy desbocado. Se había puesto encima la chaquetilla y la boina y había salido de la fragua directo a que el marqués de Valdeavellano le dijese a la cara qué era eso de enseñar a los zagales por las tardes botánica y latín. Siempre se había fiado de su hermano Isidoro, que desde muy pequeño tuvo que tomar más decisiones de las que le correspondían, que había sabido estar solo y esperarlo, y al que Tomás y el hermano Etienne estaban empeñados en dar una buena educación. Pero la imagen repelente de aquel sujeto perfumado irritaba su recuerdo y le obligaba a endurecer el paso cuando en su cerebro se desbocaban las imágenes violentas. A la rabia que le inspiraba la condición de marqués del marqués se unía una repugnancia teñida de temor, como si la gente que se arrastra por el vicio tuviera algún poder de encantamiento.
Isidoro le había insistido con toda claridad en qué ocurría. El marqués les daba clases de retórica y latín y de ciencias naturales, sobre todo de botánica, a él y a Luisín y a tres o cuatro chicos más del orfanato. El hermano Etienne lo sabía. Eran los que mejores notas sacaban en el colegio, él mismo les enseñaba muchas tardes música y francés. El marqués les daba de merendar y les enseñaba latín, y luego ellos se iban por el campo a buscar bichos y flores y mariposas.
−Pregúntale a Fermín. Tú conoces a Fermín. Él siempre está allí. Él nos conoce −le había dicho Isidoro.
Nunca le había mentido. Fermín era pariente de Javier Punter, alguna vez los había visto pasear por el Carrel con sus mujeres. Presumía de trabajar en casa de un marqués y andaba un poco más recto de lo que se estilaba en el Carrel, pero no parecía la clase de persona que pueda ser cómplice de ningún crimen.
Tomás hilvanaba sin orden argumentos para odiar a ese individuo. No podía haber ninguna buena intención en un mamarracho que se estaba haciendo rico a costa del sudor de decenas de chiquillos en las minas de Ojos Negros, un meapilas que se emocionaba vistiendo el manto de la Virgen y que iba vestido como en los anuncios del periódico, como si fuera inglés, acaso para celebrar la sangría de vidas en que se estaba convirtiendo la gran huelga de Inglaterra.
Ese mismo día, en la fragua, había venido a verlos el señor Otón y a la hora del almuerzo lo habían estado comentando. Teruel era una balsa de aceite pero alrededor los obreros estaban dejándose la vida. En Cullera se había iniciado el juicio a cinco trabajadores acusados de desórdenes públicos. Pedían penas de muerte para los cinco. Canalejas tenía la última palabra, y estaba dilatando el asunto de consejo en consejo hasta que le fuera rentable matar a uno de los obreros o a los cinco o a ninguno. La huelga de carreteros de Villafranca se agravaba por momentos. Los patrones empezaban a contratar esquirols, y habían puesto el asunto en manos de la Guardia Civil. Pero los métodos de presión violenta se sucedían. En Tarrasa, los obreros de un telar habían conseguido arrancarle un pacto al patrón después de retener a un trabajador en los talleres durante varios días. En Vascongadas llevaban años de luchas y huelgas, y la de Santander, ahora mismo, alcanzaba proporciones alarmantes. Al principio, doscientos obreros del muelle habían pedido que desapareciera la sociedad patronal, que, para más inri, se llama El trabajo colectivo, pero fueron llegando más obreros de las cuencas mineras vascas y habían ya tomado la determinación asamblearia de adoptar actitudes violentas en lo sucesivo.
Y entretanto, aquí, en Teruel, el principal problema parecía consistir en que habían sacado al Zurdo del manicomio. El señor Otón secreteaba mucho pero en el fondo a Tomás le parecía un hombre muerto de miedo, que organizaba reuniones clandestinas y distribuía papeles y mandaba contactos a Ojos Negros sin ningún mensaje concreto. Todas las movilizaciones se posponían, todas las reuniones se aplazaban. Todo el mundo hablaba pero nadie hacía nada.
La ira de Tomás se cebaba en su propio bienestar. Cuando volvió de Ojos Negros lo hizo dispuesto, primero, a sacar adelante a su hermano, y después a no dejarse humillar jamás por ningún patrón. Y ahora se encontraba muy agradecido a su patrón y a punto de enfrentarse al ejemplo máximo de patrón injusto y abusivo, un señorito inútil que se perfumaba con la sangre de los mineros, y para quien sus desvelos por un mundo mejor no valían más que un vulgar cuadro de costumbres. Tomás no quería que ese sujeto tuviera el más mínimo contacto con su hermano. En las reflexiones sin desbastar que se acumulaban en Tomás, no tener trato con gente así era una cuestión moral; cualquier cercanía, un acto de claudicación. Tomás se decía esto y se armaba de valor para que la figura repulsiva de aquel diletante no le hiciera perder los nervios, ni sentirse cohibido.
En efecto, la casa no era visible desde el camino. Un estrecho camino inundado por las hierbas y cegado por las ramas de los sauces conducía a una puerta de hierro. Alrededor todo era un espeso bosque de árboles ornamentales, de castaños bordes y nogueras sin fruto, olmas híbridas, plátanos de sombra y ailantos altísimos. La puerta era maciza, lisa y negra. Una cadena dorada que pendía del badajo de una campanilla.
Abrió la puerta Fermín. Tomás se presentó, le fue a nombrar a Javier Punter pero se dio cuenta de que no hacía falta. Fermín había abierto la puerta de par en par y se había puesto a un lado, como un perfecto mayordomo. Tomás entró a una pérgola plagada de racimos de uva que, después de subir unos escalones flanqueados por cántaras de barro llenas de hortensias, conducía a un pequeño patio con un pozo y un balde apoyado en el brocal, el asa enganchada a la cuerda de la carrucha. Tomás siguió a Fermín por el caminito de ladrillos oscuros, moteados con manchas de la luz que se colaban por entre las vides. Apenas veía el jardín más allá de la pérgola, cuyas paredes se celaban atestadas de bignonias y rosales trepadores, de azulinas, de yedras y de parras vírgenes. Más allá del pozo, un banco circular con un mosaico como los que hacía Javier Punter y frente a él una pared descarnada. Era uno de los lados de la masía. Fermín se metió por la puerta de al lado, una puerta rústica, dos hojas de madera tachonadas por clavos de cabeza redonda, y ambos entraron a un zaguán muy fresco donde Fermín guardaba los aperos. A un lado del zaguán subía una escalera de yeso hasta un rellano donde Tomás vio una puerta cerrada.
−Sube −dijo−. Está abierto.
Tomás se quitó la boina y subió por la escalera. Las paredes estaban llenas de hornillas triangulares con jarrones de lavanda. Entró a una especie de taller. La parte derecha era una amplia cristalera, los ventanales de guillotina, y a la derecha no había más que una estantería llena de libros de punta a punta de la pared. En el centro, la silla de un escultor y una imagen de barro a medio manosear. Por todos lados había pegotes de arcilla, algunos bustos de escayola, y el aire a tierra húmeda de los alfares. La única puerta era una de doble hoja encristalada que se veía al final del estudio. No había ninguna otra, así que Tomás esperó más tranquilo a que se abriese.
Por las cristaleras sólo se veían hojas y una luz amarilla verdosa que iluminaba sin desdibujarlos los contornos de las cosas. Entonces prestó más atención a las esculturas. Eran todas imágenes deformes, monstruosas: cerdos con púas y cuerpo de perro rabioso, o con cuatro tetas como bellotas gigantes, las alas puestas del revés y una cola de lagarto que se peleaba con un monstruo marino, o ranas en posturas muy obscenas, o peces cuyas escamas eran como punteras de talabarte y cabellos en forma de acanto y morros de pato. En muchos de ellos se veían granadas a punto de reventar, era la única fruta que había. Tomás se preguntaba, en medio de tanta bestia, qué significado tendrían,. Pero casi todos eran retratos de seres humanos, probablemente para servir de capitel en la ménsula de alguna columna. A un enano sentado en una esquina le salía de la nariz una trompa ondulada que terminaba en forma de flor. Un señor afeitado y de cejas muy pobladas, orejas de cerdo, tetas y rabo de vacuno se sujetaba los tobillos con las manos y gracias a que el rabo le tapaba un poco las vergüenzas la postura no era más asquerosa. Uno en concreto, un señor boca abajo, las barbas desparramadas, calvo, las piernas abiertas hasta sujetar con el culo la ménsula y el cuerpo abrazado por una serpiente, le llamó a Tomás la atención, como si la cara le sonase. Y lo mismo le pasó con un personaje de orejas grandes y gordas, nariz de borracho y la boca cuadrada, como para que le cupiera una canal de agua. Un tercero llevaba los ojos muy grandes esculpidos, a Tomás le gustó la manera tan impresionante de sobresalirle la pupila, la boca carnosa, los bigotes ondulados, la melena al viento de unas ramas de acanto.
−¡Le presento a don Rodolfo! ¿Le gusta?
De las cristaleras salió una mujer que al principio a Tomás le pareció un hombre, porque llevaba pantalones.
−Perdone que le haya hecho esperar. Llevaba las manos perdidas de barro y he ido a limpiarme un poco. ¿Quién es usted? −dijo la mujer, con una sonrisa que indicaba franqueza más que insolencia.
−Me llamo Tomás Maícas. He venido a ver al marqués.
−Pues lo siento mucho, pero el marqués no está. Hasta que no terminen las procesiones no creo que vuelva por aquí. ¿Desea tomar algo?
−Bueno −dijo Tomás, casi sin pensarlo.
La dama se acercó a una mesita baja de madera donde había una botella de Anís del Mono, un sifón, un vaso y una jarra de limonada casi vacía. Del armarito de debajo de la mesa se agachó a sacar un vaso de té con estampaciones de purpurina.
Tomás se sentía como encogido. Aquella mujer con anchos pantalones de granjero, el pelo recogido y una chaqueta de lana estirazada como la que llevaba Fermín, chaqueta de jardinero viejo, le pareció alguien tan lejano como el propio marqués. Por un momento pensó que podría ser su mujer, o su amante, y eso disiparía sus aprensiones. Luego pensó que eso no eran más que conjeturas.
−No me ha dicho si le gusta don Rodolfo −dijo ella, sirviéndose un dedo de anís y sujetando el vaso como si fuera un pajarico mientras miraba las esculturas−. Ese de ahí es don Timoteo Bayo. Y ese es mi tío, Pablo Monguió. Salvo esta pérgola con la cara de mi tío, que es para una amiga suya, voy a inmortalizar a toda su cuadrilla en el claustro de San Pedro, ¿qué le parece?
−¿Y esos bichos?
−Esos también son para el claustro.
−¿Para una iglesia? −dijo Tomás, y apuró su vaso de anís. Cogía el vaso con la mano sin relajar, como si sus grandes dedazos de herrero fueran una sola pieza que apenas articulara las falanges. Ella las miró encantada.
−Tienes unas manos muy bonitas…
− Yo también hago estas cosas, pero las hago de hierro. Soy herrero.
−¿Cosas como qué?
−El marqués se llevó el otro día un picaporte que hice yo.
−¿Ese? −dijo ella, y señaló un picaporte colgado de un clavo en una columna de madera.
−Sí.
−Encantada. Me llamo Rosser. Se pronuncia Russé. ¿A ver? Pronuncie.
−Rusé.
−Más o menos. El lagarto es mío, me lo regaló el marqués, y sí, es usted un escultor muy bueno. La verdad es que pensaba ir al Vulcano un día de estos. Quisiera proponerle algo.
−No sé. En la fragua hay mucha faena, y esta mañana he visto que se quedaba vacante la herrería de Cubla y… −improvisó Tomás, que estaba un poco nervioso−.
−Necesito un cardo −dijo Rosser−, pero no un cardo cualquiera. Necesito un cardus benedictus, un cardo santo, como lo llaman aquí. He decidido que sea ese el que pongamos en las rejas de la Catedral. ¿Serías tú capaz de fundirlo?

-Si acaso lo forjaría -dijo Tomás-. No hay moldes para fundir un cardo.
-Ah...
−De todas formas, aún no sé cómo es.
−Aquí tengo un dibujo. Toma, piénsalo -dijo Rosser, y caminó muy resuelta hasta uno de los alféizares de las ventanas, donde había un cartapacio con papeles.
−El trabajo lo reparte el patrón -dijo Tomás, tampoco demasiado vehemente.

−Ah, no no. Esto es un trabajo particular. Esto es, más bien, una colaboración. Yo tengo mis limitaciones. No sé trabajar el hierro, y tú manejas el hierro como si fueras el que forjó el escudo de Eneas.
−¿De quién?
−De otro íntimo amigo mío.
Tomás se sintió más cómodo. No obstante, estaba sentado sin abrir las piernas. Russé se había esclafado en una chaise−long que miraba hacia las cristaleras, y fumaba de perfil.
−El marqués tiene planes para ti, ¿sabes?
Tomás volvió a la rigidez apenas abandonada.
−Pero yo no tengo planes para él.
−No seas así. No es mal tipo. Lo que pasa es que resulta tan antipático cuando lo conoces, ¿verdad? Luego es un hombre de lo más curioso. ¿Quieres que te enseñe su colección de picaportes? Yo misma tengo que regalarle uno. Mira a ver si se te ocurre algo. A fin de cuentas −dijo Rosser, sonriendo por detrás del humo−, ese picaporte también lo vas a forjar tú…
Tomás no estaba seguro de nada, pero tampoco encontraba el momento de marchar. Volvió a echar un vistazo a las esculturas y vio las granadas a punto de reventar debajo de dos calaveras enfrentadas.
−Le gustan las mangranas −dijo Tomás, tratando de ser amable.
−¿Las qué?
−Esas de ahí.
−Ah, no son granadas. Son papavera.
−¿Papaqué?
−Papavera. Opio. ¿No sabes qué es el opio? −dijo Rosser.

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