15.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 14


Capítulo décimo cuarto
Aire de tormenta

−¿Cardos? ¿Y para qué quiere los cardos? −dijo Raimon.
−Será para el manto de la Virgen −dijo Luisín.
−¿Pero cómo va a ponerle cardos a una virgen? −dijo Isidoro.
−¿Y por qué no? −dijo Luisín.
−Joder, porque los cardos pinchan −dijo Isidoro.
−Pues mejor me lo pones, porque así los dejan en el borde de las andas, donde las candelas, para que nadie se le acerque −dijo Luisín−.
−¿Pero quién va a hacerle daño a una virgen? −dijo Raimon.
−Luisín, que ve demonios por todas partes−dijo Isidoro.
−¡Oye, tú! −protestó Luisín−.
−Arrea, que hay aire de tormenta −zanjó Isidoro.
Los tres amigos caminaban por el cerro de Santa Bárbara, unas lomas pardas, pedregosas, con sabinares en las faldas y bancales de trigo por las vaguadas. Al fondo se veía recortada la ciudad con el fondo azul oscuro de las nubes, que parecían ir creciendo y bajar sobre la ciudad y apretarse las unas con las otras. Se veía la muralla como en una bruma de luz, y las dos torres mudéjares que se alzaban sobre los tejados igual que las fortalezas mahometanas de la enciclopedia del hermano Serafín.
Entre la ciudad y el cerro de Santa Bárbara había una gran depresión de tierra roja con mogotes desperdigados que daban un aire fantasmal de laguna vacía, un archipiélago de islas delgadas. Allí la tierra se abría en canteras de arcilla que daban abasto a los alfares de San Julián. Desde el cerro parecían heridas, más roja la tierra cuanto más profunda la cantera, más roja la tierra en la tarde nublada.
−Mira, cardos −dijo Luisín, y señaló unos hierbajos arrastrados por el viento del invierno.
−Déjalos −dijo Isidoro−, son cardos borriqueros, de esos tiene muchos, y además están secos. Él los quiere en flor.
−Pues a mí también me gustan −dijo Luisín−. Mi padre peinaba la lana con la carduncha. Tiene una flor de color violeta. Pero ahora no hay cardos en flor.
−Sí hay −dijo Raimon−. Milagritos trajo a casa el otro día un saco lleno. Los cocieron para hacerle infusiones a mi prima porque estaba mala.
−¿Quién es Milagritos? −dijo Isidoro.
Raimon dudó.
−Una vecina −dijo.
−Y también hay acianos −dijo Isidoro−.
−¿Y para qué querrá un anciano? −dijo Raimon−.
−Acianos, lirián, acianos −dijo Isidoro−. Son otros cardos. En Bezas me dijo mi hermano que había muchos.
−Pues nos vamos a Bezas −dijo Raimon−.
Habían ya bajado del cerro hasta el camino por donde los carros descendían hasta las canteras. A mano derecha se veía un racimo de casas bajas con gallos que cantaban a lo lejos y niños desnudos, renegridos, que chapoteaban en los charcos de barro. Isidoro frunció el ceño, como si hubiera visto algo detrás de Raimon, que había ido a mirar el montón de cardos borriqueros.
−Espera, Raimon, que la vas a pisar. Es una carlina.
−Eso es imposible, Isi −dijo Luisín−. Aquí no hay carlinas, nos lo dijo don Leopoldo, y mucho menos en flor.
−Pues eso es una carlina.
Raimon fue a darse la vuelta y sus zapatos resbalaron en la arcilla, intentó mantener el equilibrio agitando mucho los brazos pero acabó sentado encima de los cardos borriqueros. El muchacho se quedó con la boca abierta y los ojos crispados, como si tuviera tantos gritos que dar que no se decidiera por ninguno. Isidoro y Luisín trataron de evitarlo cuando vieron que se tambaleaba, pero cuando llegaron ya era tarde. Lo arrancaron de aquella montaña de alfileres y vieron en la expresión desencajada de Raimon que se había clavado todas las púas de las cardenchas en el culo.
Raimon casi no podía caminar. El más mínimo movimiento de su piel aguzaba las púas. El chaval lloraba y se retorcía para mirarse el trasero y cada vez que intentaba sacarse alguna púa lo único que conseguía era clavarse alguna otra en el dedo.
−Espera −dijo Isidoro−, no te toques. Vamos ahí abajo. Ahí trabaja un amigo de mi hermano que tendrá unas pinzas.
−¿Se las vas a quitar tú? −dijo Luisín.
−¿Y quién se las quitó a Andresín, tontilán? Anda, dame el saco. Espera un momento, Raimon, ahora vamos.
Isidoro se acercó con cuidado a la flor.
−No, no es una carlina. Es una calcitrapa. Ven Luisín, mira.
Lusiín se acercó como si estuviera viva. Era un tallo lleno de pelusa, como el de las alcachofas, con hojas como berros carnosos, desmayadas, anchas y llenas de puntas, y una flor que era como una avellana verde de la que salían unas púas como las espinas de los rosales, pero de cada lado de la espina, a su vez, salían otras púas que al final formaban una especie de mano de lagarto con los dedos puntiagudos. Estaba seca. Sólo le quedaba, arriba de las púas, un pétalo tieso, amarillento y enroscado como la llama, de algo que en su día fue una flor de color violeta.
−¿Sabes por qué la llaman calcitrapa, Luisín?
−Vámonos, por favor −dijo Raimon−.
−Sí, vamos −dijo Isidoro, se incorporó e inició la marcha−. En latín se dice caltrops, que son las bolas de hierro llenas de pinchos que usaban los romanos. Les ataban una cadena y la cadena a un palo, y si te pegaban con eso estabas apañao.
−No porque llevaban coraza −dijo Luisín−.
Raimon caminaba medio agachado. Le daba la sensación de que al ponerse erguido le dolería más. Cualquier movimiento le hacía ver las estrellas, y el caminar era como ir sentado en un cojín lleno de agujas.
Los chicos siguieron caminando hasta las eras del Capitán y de allí subieron unas lomas para después bajar por pequeños terraplenes rojos a las Ollerías del Calvario. Podrían haberse subido a alguno de los carros que transportaban ladrillos cocidos o sin cocer, según el sentido en que fuesen, pero Raimon no quería empeorar la situación de ningún modo. Al final del camino había una era en la que vieron vasijas, tejas, azulejos, cántaros y una porción de objetos pequeños de barro. Algunos estaban pintados de azul y otros de verde. Al pie de la era, los muchachos entraron en un taller de techos altos del que sobresalía una enorme chimenea de ladrillo. Algunos operarios trabajaban en el alfar y daban la sensación de estar cabalgando mientras metían los dedos en la cazuela que no dejaba de dar vueltas, las líneas de los dedos en el barro daban la sensación de que la cazuela estuviera bailando una danza moruna.
−¿Está Domingo? −preguntó Isidoro.
−Pasa por ahí −dijo un señor que estaba dándole forma a un jarrón. Olía a tierra y a día de lluvia. Olía a la leña del horno. Olía bien.
Isidoro entró por unas puertas grandes que había en el fondo medio abiertas. La imagen gigantesca de Domingo Punter se giró hacia él, y su saludo resonó por todas las ventanas del taller.
−¡Hombre, zagal! −dijo Domingo Punter, mesándose sus largas barbas de cosaco.
Cuando vio entrar a Raimón, se percató de lo que sucedía.
−¡A que nos hemos sentado donde no debíamos!
Raimon estaba tan compungido que Domingo se ahorró las bromas. Se sentó en una silla junto a la ventana, cogió a Raimon con una mano, lo tumbó boca abajo sobre sus rodillas y le bajó los pantalones, y con una pinza muy delgada sus grandes manos de Vulcano fueron extrayendo con suma delicadeza cada una de las púas. Su manera de mirar era la del relojero que está sacando una mota de polvo del interior de un engranaje, apretando mucho los labios y mirando hacia abajo con los ojos muy levantados.
Isidoro, entretanto, se había quedado mirando el banco de trabajo de Domingo. Era un mosaico muy grande. Sólo estaba completa la parte de abajo, y de la de arriba se veían sólo unas líneas de clarión para marcar la figura de una señora gorda, que estaba como atrapada en una red de líneas que parecían grietas.
−¿Te gusta, zagal?
−Sí −dijo Isidoro.
−Es un trencadís.
−Yo sé lo que es −dijo Luisín.
−A lo primero le hago una piel de barro fina fina y le dejo que se seque ahí arriba en la era. Luego, en que se seca, le van saliendo quebrazas igual que cuando se seca una charca y el suelo es todo barro cuarteado. Y entonces yo dibujo esas líneas, que como la piel es muy finica salen muchas, cada tres o cuatro dedos ya te ha salido una, y esas líneas yo entonces las dibujo en un papel porque me dan a mí la forma de los trozos que tengo que poner en el mosaico, ¿me has entendido? Así que cada pieza es de su tamaño y su color, y mira, ¿ves ahí?, unas las hago yo y otras las saco de la escombrera.
−Sí. ¿Quién es?
−Pomona. La diosa Pomona −dijo Domingo, y al decirlo detuvo unos instantes su delicada operación para decirlo con la voz engolada, como si estuviera recitando una poesía− La diosa de las frutas y de los huertos. Es la que nos da de comer, amigo, por eso está tan gorda. Mira, ¿ves ése de ahí?, ese angelote me lo encontré en la escombrera, debía de ser de alguna tumba, y mira qué higo más majo me ha salido con él. ¡Hala, pardal, tú ya vas bien como vas!, −le dijo a Raimon, que se subió los pantalones mientras parecía respirar un poco.
Los tres amigos bajaron hasta la iglesia de la Merced y allí se separaron. Luisín subió hacia la Fuentebuena, pero Isidoro dijo que se iba a la fragua, que tenía que hablar con su hermano, y Raimon, un poco más aliviado, se fue a su casa. Ya tenían la tormenta encima. Todo estaba negro y volaban los papeles y los cardos viejos.
Lo que más le aliviaba era la sensación de haber sido protagonista, aunque fuese con el papel de víctima, de alguna aventura. Luisín y sobre todo Isidoro no dejaban de contar aventuras con cardos y con lagartos. Conocían los bichos del campo y sabían más de plantas y de flores que ninguno de la clase. Se sabían hasta los nombres en latín, pero cuando el hermano Gregorio, que daba latín, pedía voluntarios, siempre se quedaban callados.
A pesar de todo, Raimon sentía unos profundos deseos de ver a su madre, de contarle aquel drama puntiagudo, de contarle que había visto el cerro de Santa Bárbara y las heridas de la tierra roja en las Ollerías. Incluso quería hablarle del trencadís. Subió las escaleras y llamó a una puerta.
−Mamá… −susurró Raimon−.
Guillermina últimamente pasaba el tiempo en su gabinete, asomada a la ventana, mirando la estación del tren. Apenas se concentraba en la lectura, y siempre que Raimon entraba en ese cuarto la veía sentada en la mecedora, junto a la ventana, con el libro en las haldas, y un dedo metido en la hoja donde se había quedado leyendo. Nunca abría la ventana porque decía que entraba el tufo de las locomotoras, el olor a carbón de la locomotora Mastodonte que venía de Ojos Negros, las nubes negras del tren Botijo que paraba por las noches en Teruel.
−Pasa, hijo −dijo Guillermina, sin abrir los ojos. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la mecedora, los flecos de la toquilla descansaban en el suelo.
−¿Estás bien, mamá?
−Me duele un poco la cabeza, hijo mío. La luz me molesta mucho.
−Si vieras lo que me ha pasado, mamá… He estado por las Ollerías del Calvario. He visto un alfar.
−Raimon, te he dicho muchas veces que no te alejes de casa. ¿Qué barrios son esos?
−Es donde fabrican los ladrillos. Isidoro conocía allí a un señor que…
−¿Quién es Isidoro?
−Es un compañero del colegio.
−Ten cuidado con quién te juntas, hijo mío.
−Es muy buen chico. Es huérfano, pero tiene un hermano y vive con él. Sabe un montón de flores. Sabe de flores todo lo que le quieras preguntar, y se sabe hasta los nombres en latín. A veces se equivoca pero poco. Hoy iba buscando una carlina y vio una…, una…, no me acuerdo cómo se llamaba. Y entonces, mamá, yo me acerqué a unos cardos que había allí...
−Sí, hijo, sí, ¿y para qué quería la carlina esa? ¿Qué es, un pájaro?
Raimon se dio cuenta de que no era el mejor momento para obligar a su madre a que le mirara las heridas de las púas.
−No. Es una clase de cardo que le había encargado don Leopoldo…
Guillermina abrió los ojos. El muchacho contuvo la respiración. Las primeras gotas de lluvia repiquetearon en los cristales.
−¿Don Leopoldo? −dijo Guillermina.

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