Capítulo sexto
Una comida ligera
−¿Sirvo ya la comida, señora marquesa?
−Espérate un poco, Rosalía, a ver si le da la gana de levantarse a mi hijo. Yo te llamaré.
La criada se giró sobre sí misma y abandonó muy tiesa el gabinete. La marquesa quedó en su sillón leyendo un tomo de la condesa de Pardo Bazán que Fermín le había subido de la biblioteca. Por las persianas echadas entraban filos de luz, que se posaban sobre los tapetes de ganchillo y le daban a la estancia un aire de sosiego anaranjado. Los grandes cuadros familiares se distinguían mal en la penumbra. El inconfundible toque del marquesito, una copita de ojén, sonó el las altas puertas de doble hoja.
−Pasa, Leopoldo, pasa. Qué pronto te levantas hoy…
El marqués iba vestido con un batín chino y un pañuelo de color burdeos con puntos amarillos. Llevaba todavía puestos los botines blancos de piqué.
−¿Pronto? ¡Ya lo creo que pronto! ¡A las once de la mañana estaba yo con unos ojos como platos! ¡Qué barbaridad! ¡Qué berridos pega la Sangüesita! ¡Y la otra! ¡Toca el piano a puñetazos!, ¡me dolía sólo de escucharlo, como si me los estuviera pegando a mí! ¡Pobre Isolda!
La marquesa levantó los ojos por encima de los lentes. Leopoldo se acercó al velador de los licores donde la marquesa tenía dispuesta su jarra de limonada y su botella de sifón. En una caja de las que llaman de Tántalo reposaban los decantadores. El marquesito abrió la caja y sacó una botella de brandy.
−¿A ver? Tienes mala cara −dijo la marquesa.
−¡No me extraña! ¿No hay vermú? Llevo la cabeza como un bombo. Esto de la sensibilidad musical debe de ser también genético. ¡Mira que llevan años dándonos la tabarra! En invierno aun se soporta, pero es que ahora…
−¿Sales o entras, Leopoldo?
−Entro. Tengo un poco de apetito. Voy a decirle a Rosalía que ponga la mesa.
El marqués estiró un cordón rematado con borlas doradas que había colgando junto al sillón de orejas. Se sirvió un vaso ancho de brandy con sifón, le dio un sorbo diminuto y golpeó distraído el grueso fondo del vaso con el sello familiar.
−¿Qué lees?
−La cuestión palpitante.
−¿Otro folletín de amor?
−Aproximadamente.
−La encuadernación es un poco severa. Parece un misal.
La marquesa había depositado la mirada en el velador, en ese no mirar de quien mira para dentro, o recuerda. Los hilos de luz caían dulcemente al suelo. El encaje de los visillos dibujaba formas alargadas sobre las alfombras.
−Dios mío. Veinticinco años −dijo la marquesa.
Rosalía tocó con los nudillos en la puerta y abrió tras un segundo de silencio.
−¿Te da igual si comemos aquí, Leopoldo? No me apetece ahora caminar hasta el salón, yo voy a comer muy poco −dijo la marquesa.
−Como quieras. A mí, Rosalía, con que me subas un tomate y un beefsteak ya tengo bastante.
−Usted perdone, señorito, los tablajeros no han traído esta mañana terneras. En la carnicería de Pumareta sólo había carne de oveja.
−Bueno, un poco de cordero pascual. ¡Pero qué digo! ¡Pero si es viernes! ¡Mamá, cómo no me has avisado de que hoy es viernes!
−No me había dado cuenta, hijo mío.
−Pues entonces nada, Rosalía, prepárame una ensalada y algo de fruta que tengas por ahí. ¿Han salido ya los higos? Pregúntale a Fermín si han salido los higos. Me apetece un higo.
−Sí, señorito.
La doncella salió del gabinete y cerró la puerta con cuidado. El marqués estiraba el cuello para ver la calle por los intersticios de las celosías. Tardó poco en dejarlo por imposible.
−Estoy agotado. He ido a ver al obispo. ¡Con qué lentitud habla ese hombre, por Dios! ¡Como si dijese algo! Su despacho da al balcón de las Sangüesitas, ha sido un horror. ¡Pero si ya casi estamos en Semana Santa! ¿Cómo no les prohibirán que organicen semejante escandalera? El Papa dictó la semana pasada un motu proprio prohibiendo cualquier música que no sea canto gregoriano.
−¿Y eso afecta también a los cafés, hijo mío?
−Espero que no, pero estas avutardas por lo menos me dejarán dormir.
−¿Qué te ha dicho el obispo?
Las hojas de la puerta volvieron a abrirse. Rosalía entró con un mantel blanco de hilo en las manos. Detrás iba Fermín, el viejo mayordomo, con la bandeja de motivos orientales. La doncella desalojó la mesa, y colocó las tallas del ajedrez, las blancas de haya y las negras de ébano, en un aparador antiguo. Alisó el tapete, que estaba bordado con margaritas, y Fermín depositó el servicio. Rosalía sacó del aparador unas copas de cristal de bohemia y unos cubiertos de plata. La marquesa dejó el libro en el velador, junto a la jarra de limonada, y cogió la mano que su hijo le ofrecía para incorporarse. La marquesa se estaba dejando mucho últimamente. Había engordado bastante, ya no estaba tan ágil de movimientos.
−Ese hombre me hace pasar mal rato −dijo Leopoldo, desplegando la servilleta recién planchada−. Cualquier otra persona de este mundo que me dijera semejantes tonterías se ganaría una andanada que lo dejaba tieso. Pero es que lo piensas y claro, es el obispo. ¡Pero vaya obispo! En un momento de la conversación yo iba a decirle que cerrásemos la ventana, pero le he visto los zapatones, que se le veían los moldes de los callos, y digo quita allá, quita allá, prefiero a las Sangüesitas.
−¿Le ha gustado el asilo?
−Me llevaría un disgusto si le gustase, pero él dice que sí. A caballo regalado…
−No lo hago por el obispo, Leopodo.
−Bueno, los ancianitos desamparados también estarán contentos. Pero ahora toca la catedral.
−¿Qué le pasa a la catedral, si se puede saber? ¡No querrás pintar alguna cosa rara en el artesonado, Leopoldo!
−La puerta −dijo Leopoldo, y masticó con sumo cuidado una rodaja de tomate, que estaba frío de las fresqueras.
−¿Qué le pasa a la puerta?
−Que es una birria. Pero este obispo es terco como una mula. Mira que le he nombrado veces a monseñor Comes, a ver si se picaba un poco, pero nada. Y ya al final se lo he dicho claramente, mamá: ¡pues no todos los obispos han pensado y piensan que el arte no es digno de Dios!, le he soltado a la cara. ¡Mañana mismo saco un papel en el periódico glosando la figura de don Juan Comes y Vidal, el único obispo que se ha preocupado un poco por la belleza en esta dichosa ciudad!
−Tampoco hace falta que te excedas. Te hará caso porque eres el marqués, no porque lo insultes. Ándate con ojo, Leopoldo.
−¿Eso quiere decir que aceptas, mamá?
−Si sólo es una puerta… ¿Y también se la vas a encargar a ese tal Monguió?
−Se la encargará el cabildo, no yo. Hay que guardar las formas.
La marquesa no había comido nada. Era muy raro que hubiese perdido el apetito, pero así, en la penumbra, recta sobre un sillón castellano, parecía más triste que otros días. La imaginación del marqués había empezado a volar ya con la portada nueva de la catedral, pero conocía lo suficiente a su madre como para no saber que el exceso de entusiasmo la desagradaba más que ninguna otra cosa, casi tanto como que le preguntasen si estaba triste.
−Ya lo tengo medio hablado con Monguió. Hay que confiar en ese hombre, mamá. Su mujer te encantaría. La conocí la semana pasada, cuando su marido me enseñó las obras del asilo. Es la mar de simpática y no nombra a la Virgen del Pilar cada tres palabras. Además es una gran lectora. Me estuvo contando, cuando su marido se fue a darle órdenes al capataz, que desde que han llegado a Teruel no sale de casa. Dice que le han venido a visitar algunas señoras pero que prefiere quedarse a leer en su casa. Los han alojado en la calle de San Francisco, al lado del convento. Dice que desde su casa se ve la estación del tren. Pobre. Deberíamos invitarla antes de que la evangelicen las Sangüesitas. Aquí ya sabes: los primeros días de un forastero son los más importantes de todos. Eliges a las amistades equivocadas y ya la has fastidiado para toda la vida.
−¿Desde cuando te gustan tanto las mujeres de los albañiles, querido?
−Mamá, si me quedo aquí me tendré que divertir. Ya he quedado con el señor Monguió en que el domingo pasearemos juntos por la carretera, y hablaremos de la catedral.
Rosalía se acercó a la mesa con un bol lleno de higos.
−¿No te apetece un higo, mamá?
La marquesa cogió un higo.
−Rosalía, dile a Fermín que esta tarde nos vamos al huerto -dijo el marquesito.
−¿No te vas a echar la siesta? -le preguntó su madre.
−No. Si me acuesto me levanto aturdido, y esta tarde voy a ver al de la Sota.
−¿Otra vez quiere venderte acciones de la mina? −dijo la marquesa, sorbiendo las pepitas del higo.
−Me las quiere comprar. Ojos Negros funciona de maravilla. Con esas minas vamos a pagar la puerta de la catedral y lo que sea menester.
−Te encuentro la mar de activo, Leopoldo. Ya era hora.
−Es verdad. De pronto me han entrado unas prisas un poco raras, mamá, en eso tienes toda la razón. Será la edad. Ya tengo treinta años. Esto se termina rápido.
−Gracias, hijo mío, por la parte que me corresponde.
El marqués se limpió los labios con el pico de la servilleta y la dejó caer sobre los restos del plato. De pronto era consciente de que su madre estaba más triste de lo que parecía. Estaba triste y torpe y leía a doña Emilia Pardo Bazán. Si no fuese su madre habría dejado caer algunas bromas al respecto, así que intentó animarla contándole algún chisme.
−Está Teruel manga por hombro. El intrépido Gómez, que encima es concejal, ha cerrado su porche de la plaza del Mercado, así porque sí. Están intentando reunir el consistorio para que deje el paso libre pero no hay manera. El único que asiste siempre es el propio Gómez. No se habla de otra cosa, pero no se reúnen para multarlo. Claro que él mismo se podría quitar la multa. Luego han empezado a descolgar los toldos de los balcones y cada día están más sucios y descosidos. Es una vergüenza. Debería estar regulado por ley de qué colores tienen que ser los toldos. Daña la vista salir a la calle.
−No sé −dijo la marquesa−, hace días que no salgo.
El marqués, recostado en el sillón castellano, había encendido un cigarrillo egipcio y tenía las piernas cruzadas. Pero el tono de su madre había bajado tanto que de pronto le dio un vuelco el corazón, y se levantó y se arrodilló junto a ella, y la cogió de las manos. El humo del cigarrillo quedó esquivando en lentos arabescos los filos de luz que atravesaban las persianas.
−¡Mamá, qué te pasa!
−Espera que deje el higo. Te vas a manchar.
−¡Estás muy rara, mamá!
−Hoy es día de recuerdos.
−¿Te acuerdas de papá?
−No. Me acuerdo de Emilia Pardo Bazán.
−Pero mamá, pero si es como la Sangüesa.
−No digas tonterías. Es una gran escritora. Y te diré más: en su tiempo fuimos buenas amigas. Más de una vez coincidimos en el Ateneo de Madrid, cuando este libro no era más que papeles para una idea. ¡Era emocionante subir aquellas escaleras junto a una mujer tan decidida! ¡Yo estaba tan convencida, tan entregada! ¡Me gustaba tanto la literatura naturalista! Pero no. Tu padre tenía un palacio que ofrecerme…
La marquesa estaba pálida. Su hijo la miraba con ojos de asombro. Tras su egregio peinado de dama antigua se veía un búcaro azul. Ella quiso quitarle dramatismo a la situación. Por un momento sintió que sus ojos estaban a pique de humedecerse.
−¡Y encima me sale un hijo modernista! −dijo, sonriendo, con un leve temblor en los labios, y apartó las manos blancas de su hijo, y alargó la suya con delicadeza, y cogió del bol otro higo.
−Espérate un poco, Rosalía, a ver si le da la gana de levantarse a mi hijo. Yo te llamaré.
La criada se giró sobre sí misma y abandonó muy tiesa el gabinete. La marquesa quedó en su sillón leyendo un tomo de la condesa de Pardo Bazán que Fermín le había subido de la biblioteca. Por las persianas echadas entraban filos de luz, que se posaban sobre los tapetes de ganchillo y le daban a la estancia un aire de sosiego anaranjado. Los grandes cuadros familiares se distinguían mal en la penumbra. El inconfundible toque del marquesito, una copita de ojén, sonó el las altas puertas de doble hoja.
−Pasa, Leopoldo, pasa. Qué pronto te levantas hoy…
El marqués iba vestido con un batín chino y un pañuelo de color burdeos con puntos amarillos. Llevaba todavía puestos los botines blancos de piqué.
−¿Pronto? ¡Ya lo creo que pronto! ¡A las once de la mañana estaba yo con unos ojos como platos! ¡Qué barbaridad! ¡Qué berridos pega la Sangüesita! ¡Y la otra! ¡Toca el piano a puñetazos!, ¡me dolía sólo de escucharlo, como si me los estuviera pegando a mí! ¡Pobre Isolda!
La marquesa levantó los ojos por encima de los lentes. Leopoldo se acercó al velador de los licores donde la marquesa tenía dispuesta su jarra de limonada y su botella de sifón. En una caja de las que llaman de Tántalo reposaban los decantadores. El marquesito abrió la caja y sacó una botella de brandy.
−¿A ver? Tienes mala cara −dijo la marquesa.
−¡No me extraña! ¿No hay vermú? Llevo la cabeza como un bombo. Esto de la sensibilidad musical debe de ser también genético. ¡Mira que llevan años dándonos la tabarra! En invierno aun se soporta, pero es que ahora…
−¿Sales o entras, Leopoldo?
−Entro. Tengo un poco de apetito. Voy a decirle a Rosalía que ponga la mesa.
El marqués estiró un cordón rematado con borlas doradas que había colgando junto al sillón de orejas. Se sirvió un vaso ancho de brandy con sifón, le dio un sorbo diminuto y golpeó distraído el grueso fondo del vaso con el sello familiar.
−¿Qué lees?
−La cuestión palpitante.
−¿Otro folletín de amor?
−Aproximadamente.
−La encuadernación es un poco severa. Parece un misal.
La marquesa había depositado la mirada en el velador, en ese no mirar de quien mira para dentro, o recuerda. Los hilos de luz caían dulcemente al suelo. El encaje de los visillos dibujaba formas alargadas sobre las alfombras.
−Dios mío. Veinticinco años −dijo la marquesa.
Rosalía tocó con los nudillos en la puerta y abrió tras un segundo de silencio.
−¿Te da igual si comemos aquí, Leopoldo? No me apetece ahora caminar hasta el salón, yo voy a comer muy poco −dijo la marquesa.
−Como quieras. A mí, Rosalía, con que me subas un tomate y un beefsteak ya tengo bastante.
−Usted perdone, señorito, los tablajeros no han traído esta mañana terneras. En la carnicería de Pumareta sólo había carne de oveja.
−Bueno, un poco de cordero pascual. ¡Pero qué digo! ¡Pero si es viernes! ¡Mamá, cómo no me has avisado de que hoy es viernes!
−No me había dado cuenta, hijo mío.
−Pues entonces nada, Rosalía, prepárame una ensalada y algo de fruta que tengas por ahí. ¿Han salido ya los higos? Pregúntale a Fermín si han salido los higos. Me apetece un higo.
−Sí, señorito.
La doncella salió del gabinete y cerró la puerta con cuidado. El marqués estiraba el cuello para ver la calle por los intersticios de las celosías. Tardó poco en dejarlo por imposible.
−Estoy agotado. He ido a ver al obispo. ¡Con qué lentitud habla ese hombre, por Dios! ¡Como si dijese algo! Su despacho da al balcón de las Sangüesitas, ha sido un horror. ¡Pero si ya casi estamos en Semana Santa! ¿Cómo no les prohibirán que organicen semejante escandalera? El Papa dictó la semana pasada un motu proprio prohibiendo cualquier música que no sea canto gregoriano.
−¿Y eso afecta también a los cafés, hijo mío?
−Espero que no, pero estas avutardas por lo menos me dejarán dormir.
−¿Qué te ha dicho el obispo?
Las hojas de la puerta volvieron a abrirse. Rosalía entró con un mantel blanco de hilo en las manos. Detrás iba Fermín, el viejo mayordomo, con la bandeja de motivos orientales. La doncella desalojó la mesa, y colocó las tallas del ajedrez, las blancas de haya y las negras de ébano, en un aparador antiguo. Alisó el tapete, que estaba bordado con margaritas, y Fermín depositó el servicio. Rosalía sacó del aparador unas copas de cristal de bohemia y unos cubiertos de plata. La marquesa dejó el libro en el velador, junto a la jarra de limonada, y cogió la mano que su hijo le ofrecía para incorporarse. La marquesa se estaba dejando mucho últimamente. Había engordado bastante, ya no estaba tan ágil de movimientos.
−Ese hombre me hace pasar mal rato −dijo Leopoldo, desplegando la servilleta recién planchada−. Cualquier otra persona de este mundo que me dijera semejantes tonterías se ganaría una andanada que lo dejaba tieso. Pero es que lo piensas y claro, es el obispo. ¡Pero vaya obispo! En un momento de la conversación yo iba a decirle que cerrásemos la ventana, pero le he visto los zapatones, que se le veían los moldes de los callos, y digo quita allá, quita allá, prefiero a las Sangüesitas.
−¿Le ha gustado el asilo?
−Me llevaría un disgusto si le gustase, pero él dice que sí. A caballo regalado…
−No lo hago por el obispo, Leopodo.
−Bueno, los ancianitos desamparados también estarán contentos. Pero ahora toca la catedral.
−¿Qué le pasa a la catedral, si se puede saber? ¡No querrás pintar alguna cosa rara en el artesonado, Leopoldo!
−La puerta −dijo Leopoldo, y masticó con sumo cuidado una rodaja de tomate, que estaba frío de las fresqueras.
−¿Qué le pasa a la puerta?
−Que es una birria. Pero este obispo es terco como una mula. Mira que le he nombrado veces a monseñor Comes, a ver si se picaba un poco, pero nada. Y ya al final se lo he dicho claramente, mamá: ¡pues no todos los obispos han pensado y piensan que el arte no es digno de Dios!, le he soltado a la cara. ¡Mañana mismo saco un papel en el periódico glosando la figura de don Juan Comes y Vidal, el único obispo que se ha preocupado un poco por la belleza en esta dichosa ciudad!
−Tampoco hace falta que te excedas. Te hará caso porque eres el marqués, no porque lo insultes. Ándate con ojo, Leopoldo.
−¿Eso quiere decir que aceptas, mamá?
−Si sólo es una puerta… ¿Y también se la vas a encargar a ese tal Monguió?
−Se la encargará el cabildo, no yo. Hay que guardar las formas.
La marquesa no había comido nada. Era muy raro que hubiese perdido el apetito, pero así, en la penumbra, recta sobre un sillón castellano, parecía más triste que otros días. La imaginación del marqués había empezado a volar ya con la portada nueva de la catedral, pero conocía lo suficiente a su madre como para no saber que el exceso de entusiasmo la desagradaba más que ninguna otra cosa, casi tanto como que le preguntasen si estaba triste.
−Ya lo tengo medio hablado con Monguió. Hay que confiar en ese hombre, mamá. Su mujer te encantaría. La conocí la semana pasada, cuando su marido me enseñó las obras del asilo. Es la mar de simpática y no nombra a la Virgen del Pilar cada tres palabras. Además es una gran lectora. Me estuvo contando, cuando su marido se fue a darle órdenes al capataz, que desde que han llegado a Teruel no sale de casa. Dice que le han venido a visitar algunas señoras pero que prefiere quedarse a leer en su casa. Los han alojado en la calle de San Francisco, al lado del convento. Dice que desde su casa se ve la estación del tren. Pobre. Deberíamos invitarla antes de que la evangelicen las Sangüesitas. Aquí ya sabes: los primeros días de un forastero son los más importantes de todos. Eliges a las amistades equivocadas y ya la has fastidiado para toda la vida.
−¿Desde cuando te gustan tanto las mujeres de los albañiles, querido?
−Mamá, si me quedo aquí me tendré que divertir. Ya he quedado con el señor Monguió en que el domingo pasearemos juntos por la carretera, y hablaremos de la catedral.
Rosalía se acercó a la mesa con un bol lleno de higos.
−¿No te apetece un higo, mamá?
La marquesa cogió un higo.
−Rosalía, dile a Fermín que esta tarde nos vamos al huerto -dijo el marquesito.
−¿No te vas a echar la siesta? -le preguntó su madre.
−No. Si me acuesto me levanto aturdido, y esta tarde voy a ver al de la Sota.
−¿Otra vez quiere venderte acciones de la mina? −dijo la marquesa, sorbiendo las pepitas del higo.
−Me las quiere comprar. Ojos Negros funciona de maravilla. Con esas minas vamos a pagar la puerta de la catedral y lo que sea menester.
−Te encuentro la mar de activo, Leopoldo. Ya era hora.
−Es verdad. De pronto me han entrado unas prisas un poco raras, mamá, en eso tienes toda la razón. Será la edad. Ya tengo treinta años. Esto se termina rápido.
−Gracias, hijo mío, por la parte que me corresponde.
El marqués se limpió los labios con el pico de la servilleta y la dejó caer sobre los restos del plato. De pronto era consciente de que su madre estaba más triste de lo que parecía. Estaba triste y torpe y leía a doña Emilia Pardo Bazán. Si no fuese su madre habría dejado caer algunas bromas al respecto, así que intentó animarla contándole algún chisme.
−Está Teruel manga por hombro. El intrépido Gómez, que encima es concejal, ha cerrado su porche de la plaza del Mercado, así porque sí. Están intentando reunir el consistorio para que deje el paso libre pero no hay manera. El único que asiste siempre es el propio Gómez. No se habla de otra cosa, pero no se reúnen para multarlo. Claro que él mismo se podría quitar la multa. Luego han empezado a descolgar los toldos de los balcones y cada día están más sucios y descosidos. Es una vergüenza. Debería estar regulado por ley de qué colores tienen que ser los toldos. Daña la vista salir a la calle.
−No sé −dijo la marquesa−, hace días que no salgo.
El marqués, recostado en el sillón castellano, había encendido un cigarrillo egipcio y tenía las piernas cruzadas. Pero el tono de su madre había bajado tanto que de pronto le dio un vuelco el corazón, y se levantó y se arrodilló junto a ella, y la cogió de las manos. El humo del cigarrillo quedó esquivando en lentos arabescos los filos de luz que atravesaban las persianas.
−¡Mamá, qué te pasa!
−Espera que deje el higo. Te vas a manchar.
−¡Estás muy rara, mamá!
−Hoy es día de recuerdos.
−¿Te acuerdas de papá?
−No. Me acuerdo de Emilia Pardo Bazán.
−Pero mamá, pero si es como la Sangüesa.
−No digas tonterías. Es una gran escritora. Y te diré más: en su tiempo fuimos buenas amigas. Más de una vez coincidimos en el Ateneo de Madrid, cuando este libro no era más que papeles para una idea. ¡Era emocionante subir aquellas escaleras junto a una mujer tan decidida! ¡Yo estaba tan convencida, tan entregada! ¡Me gustaba tanto la literatura naturalista! Pero no. Tu padre tenía un palacio que ofrecerme…
La marquesa estaba pálida. Su hijo la miraba con ojos de asombro. Tras su egregio peinado de dama antigua se veía un búcaro azul. Ella quiso quitarle dramatismo a la situación. Por un momento sintió que sus ojos estaban a pique de humedecerse.
−¡Y encima me sale un hijo modernista! −dijo, sonriendo, con un leve temblor en los labios, y apartó las manos blancas de su hijo, y alargó la suya con delicadeza, y cogió del bol otro higo.
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