6.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 7


Capítulo séptimo
No te fíes de los zapatos

Los tres muchachos regresaban al atardecer por el camino del Carburo. A veces uno salía del grupo y se agachaba a recoger algo del ribazo, y entonces se les veía juntarse a los tres y mirar lo que había encontrado el compañero. Caminaban junto al río, entre verdes maizales y chopos cabeceros. En el centro iba siempre el más espigado, Isidoro, que era también el que se subía con facilidad a las nogueras, el que iba mirando el suelo como si en cualquier lugar pudiese haber algo valioso. Él era el que levantaba las piedras sin miedo y el que metía la mano en las huras de los conejos, el que se descalzaba y se metía en las aguas frías del Guadalaviar y se quedaba quieto hasta que se le acercaban las truchas a barbearle las canillas. Ya eran las siete, el sol teñía de naranja los sembrados. Los pájaros que chillaban en la sombra densa de las nogueras se juntaban con gritos y trallazos de un par de labradores, hombres de pañuelo en la cabeza que sujetaban con fuerza el aladro mientras arreaban a la mula. Era el olor de la tierra recién partida, de los brotes de cebada y del agua entre las sombras de los chopos. Casi habían llegado al chorrillo cuando a sus espaldas escucharon un ronco bocinazo. Los muchachos se apartaron como si viniera un monstruo. Un automóvil verde de faros gigantescos se acercaba dando botes con sus enormes ruedas de goma. Una nube de polvo ñps cubrió a los tres, que apenas vieron una gabardina blanca y un hombre con gafas de aviador que les decía adiós con la mano. El automóvil se alejó. Raimón sólo distinguía la caja de herramientas en la trasera de la capota y los grandes guardabarros negros que temblaban con los baches del camino.
−¿Quién es? Os ha dicho adiós.
Los otros dos muchachos tosían y se sacudían el polvo de las perneras. En el aire quedó un tufo de petróleo que se mezcló con el de las boñigas de las mulas. El primero que dijo algo fue Luisín.
−Es un Ford Torpedo −dijo−. Vale seis mil quinientas pesetas. Me lo dijo Arturito Ferrán.
−Bueno −dijo Isidoro−. Mañana vendemos un eslizón y nos compramos uno.
−¿Tú has visto algo como eso en Tarragona, Raimón? Tu padre es rico. Tu padre tiene seis mil quinientas pesetas, a que sí −dijo Luisín.
−No lo sé. A mí no me gustan los autos −dijo Raimón.
−Pues este tiene 20 hachepé.
−¿Y qué es eso de hachepé? −dijo Isidoro.
−No lo sé −dijo Luisín.
−Es la potencia −dijo Raimón.
−¿La fuerza? −dijo Isidoro−. ¿Tú cuántos hachepés tienes, Luis?
−Pues no sé. Uno o dos −dijo Luisín−.
−Pues mira −dijo Isidoro−, cuanto tengas seis mil quinientos hachepés te comprarás ese auto.
Cruzaron el puente de hierro, y allí se separaron. Las mujeres aún estaban descolgando las sábanas de los cordeles, que habían estado todo el día secándose junto al canal. Raimón subió por la calle de San Francisco y los otros dos muchachos se fueron por la cuesta del Molino. Raimón era consciente de que no le habían contestado a su pregunta, pero aun así estaba convencido de que aquel había sido uno de los días más felices de su vida.
Los otros dos muchachos todavía se entretuvieron trepando por las trochas, inspeccionando los matojos, agachándose a husmear cada agujero. Al llegar arriba se sentaron a mirar la cárcel. Era un antiguo convento capuchino de ventanas pequeñas enrejadas de las que alguna vez salía un brazo, una mano, algún rostro que gritaba entre los hierros.
−¿Por qué no le has dicho nada? −dijo Luisín.
−¿Pero tú qué quieres, ir diciendo todo a todo el mundo? ¿A quién le importa para qué queremos los lagartos? −le contestó Isidoro, sin apartar la mirada de los barrotes. Isidoro miraba siempre sin pestañear, con la cabeza baja, acarciándose con la yema del dedo una cicatriz que llevaba en la barbilla.
−¿Y lo del tambor?
−¡Lo del tambor aún menos!
−Raimón es buen chico −dijo Luisín.
−A ti te gusta porque así hablas con él en catalán. Pero lleva zapatos. Será todo lo buen chico que tú digas, pero lleva zapatos.
−¿Y eso qué más da? No quiso ir a jugar con Ferrán ni con Manolo Sangüesa. A ti lo que te pasa es que te fastidia que por su culpa te ganase yo la partida.
−A mí lo que me fastidian son los zapatos −dijo Isidoro.
Los chicos caminaron, no obstante, dándoles patadas a las piedras. El edificio de San Nicolás de Bari, aún sin terminar, se recortaba macizo en una de las eras que subían al calvario. El arquitecto, don Francisco López, había plantado los muros principales, de sólida construcción en forma de H, como un Escorial en pequeño, cuya severidad apenas ablandaban las impostas de ladrillo y los sillares encajados en las claves. Pero abandonó el edificio a mitad y se marchó de Teruel.
En aquellas penosas condiciones, sin tapia y sin alcantarillado, los muros sin lucir, las ventanas sin cristales, los tejados sin cañerías y las puertas sin reja, los hermanos de la Salle, que acababan de llegar a la ciudad, se arremangaron las sotanas y poco a poco, con el dinero que sacaban del colegio y las limosnas de las misas, fueron cerrando agujeros de aquel monasterio sin muebles. El más animoso era el hermano Etienne, un cura joven, francés, rubio de pelos lacios, con cara de ciclista, alargada y de mandíbula sobresaliente, que se dedicaba a poner hospicios en funcionamiento por todas las casas de la congregación. Los chicos dormían en amplias salas con jergones de madera, y comían en tableros dispuestos sobre cajas de fruta. Ayudaban a los hermanos a cuidar el huerto y a subir las cántaras de agua, y a terminar las obras del orfanato. Al atardecer se reunían en la sala que habían improvisado como capilla, y antes de comer la sopa ensayaban páginas de canto gregoriano con el hermano Etienne, y se recogían para escribir a la luz de una vela las planillas que por la mañana les había encomendado el hermano Serafín en el colegio.
Las tardes de los sábados, después de salir de clase, los chicos podían asistir a la sabatina, el rosario de la congregación mariana, o bien dar un paseo por el campo. El hermano Alfonso marchaba con los más pequeños por los caminachos blancos de la muela, a que vieran la tierra desde arriba y el hospicio desde lejos, pero los más mayores podían irse por su cuenta.
En el patio, los chicos pequeños jugaban a perseguirse y los grandes que habían sido castigados vaciaban cestas de boñigas en los alcorques de las acacias, cuatro plantones desnutridos que sin embargo habían echado ya la hoja y estaban cuajados de piojos a punto de reventar, esas flores blancas que todos los años provocaba a más de un crío dolores de tripa y tormentosas lavativas.
Las escaleras de la entrada no tenían barandado. Isidoro las subió de dos en dos. Iban rectos al dormitorio, a guardar el botín del día: un lardacho de tamaño regular y tres o cuatro piedras pequeñas con muescas que a lo mejor eran fósiles. Isidoro llevaba las piedras en los bolsillos de los pololos y Luisín un frasco de cristal ámbar oscuro, tapado con un corcho, en el que se podía leer aún una etiqueta de bordes azules con las palabras Alcohol etílico escritas en caligrafía redondilla. La habían robado del botiquín del colegio por la mañana, cuando Isidoro pasó a que el hermano Alfonso le curara el chichón del hermano Serafín. Dentro del frasco, una sombra con manos diminutas flotaba enroscada en su propia cola.
Casi habían alcanzado la escalera que subía al dormitorio cuando una voz firme los detuvo en seco.
−¿Isidogo?
Era la voz del prefecto, el hermano Etienne. Habían pasado de largo la puerta de la oficina y ahora tenían que volver sobre sus pasos.
−¡Déjalo en el suelo! −le gritó en voz baja Isidoro a Luisín. Luisín se puso nerviosísimo y al sacar el frasco casi se le cae al suelo. Isidoro lo cogió al vuelo y se lo metió él en su otro bolsillo, y cruzó devotamente las manos para disimular el bulto con el antebrazo. Las piedras no representaban ningún problema. Tan rápido como pudieron, se metieron los faldones de la camisa por dentro de los pololos, e Isidoro entró por la puerta de donde había salido la voz. Luisín se quedó a esperar.
El hermano Etienne era muy afable, pero muy estricto. Cuando Isidoro asomó, el hermano ciclista ya se había levantado del sillón. El hermano detuvo su cuerpo en seco y levantó las cejas.
−Pasa, Isidoro. Han venido a verte.
Isidoro avanzó un paso y al trasponer el dintel del muro vio a la derecha, de pie y con las manos en los bolsillos, a su hermano Tomás.
Una sonrisa iluminó el rostro del muchacho. No se lo esperaba. Su hermano trabajaba en las minas de Ojos Negros y sólo bajaba a verlo en las fiestas de guardar. Había venido en Navidad, y les había traído una estufa de hierro para caldear el dormitorio que él mismo había forjado, y un vagón de leña que pagó de su bolsillo. A Isidoro le daba unas perras; al hermano Eitenne, algo de lo que hubiera podido ahorrar.
−¿Qué haces aquí? −dijo Isidoro, y fue a dar un beso a su hermano, y se abrazó a él. Esto tampoco era frecuente, desde luego, en un zagal tan raboso como Isidoro, pero Tomás notó de inmediato cómo su hermano le empujaba en el muslo con un objeto que Tomás sacó en un solo gesto del bolsillo y tapó con su chaqueta, sin que el hermano Etienne viera más que un hermoso abrazo entre dos hermanos. Cuando se separaron, lo mantuvo cogido del hombro.
−Recoge tus cosas −le dijo−. Nos vamos.
Isidoro tuvo la sensación de que se inflaba por dentro, de que se levantaba del suelo.
−¿Ahora mismo?
−¡Pues claro! Llevo una hora esperándote lo menos. Anda, arrea.
El muchacho salió. En la puerta, pegado a la pared, estaba Luisín, que lo miraba con ojos de susto.
−¿Te lo ha visto? −dijo.
−No −contestó Isidoro, y pasó delante de él, que lo siguió escaleras arriba preguntándole qué había pasado con el prefecto, y con el lagarto.
En la oficina, el hermano Etienne y Tomás habían reanudado su conversación.
−¿Sabe cuántos muchachos de estos hay picando en la mina?
−Lo ignogo −dijo el hermano Etienne.
−Más de cien. Más de los que tienen aquí metidos. Muchos más. Y todos trabajan a destajo, se lo puedo asegurar, que los he visto yo.
−Pog eso mismo nesesitamos a pegsonas como tú.
−Una última cosa. ¿Quién le ha pegado?
−¿A Isidogo? ¡Aquí no pegamos!
−Pero en el colegio sí. Lleva un chichón así de gordo en la cabeza. Y mi hermano sabe esquivar las piedras.
Tomás alargó la mano mientras el hermano Etienne ponía cara de circunstancias, y cogió una caja atada con un cordel que había dejado en el suelo.
Al salir, su hermano Isidoro estaba en la puerta. Se había echado un poco de agua en el pelo y llevaba un hato con sus cosas. A su lado estaba Luisín, con otro hato parecido. Tomás se dio la vuelta y miró al hermano Etienne.
−No se preocupe. Mañana los tiene en la escuela. Y por las tardes vendrán a echarle una mano.
Los tres cruzaron el acueducto que separa la ciudad del cementerio, y subieron bordeando la muralla. Se metieron otra vez en la ciudad por el Tozal y al llegar a la calle del Clavel torcieron a mano izquierda y se metieron en la Posada de los Vidrios. En el cuarto que Tomás había alquilado dejaron las cosas. Tomás sacó del bolsillo el bote de alcohol con el lagarto, que dejó encima de una mesilla vieja, el único mobiliario, aparte de la cama, que había en toda la habitación. Tomás les dijo que lo esperasen allí. Antes de marcharse, le dio a su hermano la caja que traía.



−Son unos zapatos -le dijo-. Yo no sé andar con ellos, así que me he comprado unas alpargatas nuevas. Póntelos mañana para ir a la escuela. Y tú no te rías, Luisico. Ya compraremos otros para ti.






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