A Tomás le convenía llevarse bien con los curas. Había conocido entre ellos a hombres nobles como Etienne y a criminales como el cura de su pueblo, un cobarde capaz de santificar cualquier forma de explotación con tal de que no le faltara el condumio. Pero, en general, sólo le inspiraban rencor. Los curas andan siempre a vueltas con los niños, y los niños graban para toda la vida en su memoria las sonrisas serviles y las bofetadas. Etienne estaba levantando el orfanato, pero su hermano Isidoro llevaba un chichón en la cabeza.
Tomás había nacido en Alfambra. Su padre, herrero, lo metió en la fragua en cuanto el muchacho tuvo fuerzas para levantar las gavetas de escoria o arrastrarlas hasta el muladar.
Tomás tendría la edad que ahora tenía Isidoro cuando su padre apareció muerto en la fragua. Era el día de Reyes. A Tomás lo despertó el llanto de su hermano, que dormía con su madre. Salió a mear al corral y vio que la puerta de la fragua estaba entornada. Dentro, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el cepo de encina que usaban para sujetar el yunque, estaba su padre, vestido con el traje de los domingos. Por ese lado del yunque había rastrones de sangre cuajada por el hielo.
Hubo que dejar la fragua. La madre cogió a los dos muchachos y se vino a Teruel. Tomás recordaría siempre todo aquello con una invencible tristeza, él montado en la trasera de un carro lleno de remolachas, con las piernas colgando, mientras veía su pueblo alejarse durante el día entero que duró aquel viaje.
La madre se alquiló como nodriza el tiempo que le duró la leche del pequeño Isidoro, y se dedicaba a fregar escaleras. Estuvo un tiempo de criada en casa de Sangüesa, hasta que cogió la tisis y la echaron. Murió poco después, en una casucha de las Cuevas del Siete.
Tomás ya tenía entonces dieciséis años cumplidos, e Isidoro poco más de tres. En Teruel había trabajado recogiendo las boñigas de los caballos, repartiendo por las casas el periódico El Mercantil, del que nunca entendió una palabra, llevando maletas o enganchándose de pinche por las obras. Nunca jamás mendigó.
A Isidoro lo criaron las vecinas. Pasó su infancia en la puerta de alguna casa, sentado en el escalón, esperando a que viniera su hermano, o en el canal, cuando las mujeres se bajaban a lavar y el río se llenaba de chiquillos, o en el huerto del tío Otón, que estaba en la Virgen del Carmen, al lado de las tapias de la cárcel.
Otón no era su tío, pero él y su mujer, la señora Engracia, fueron los que más tiempo se ocuparon de Isidoro. Por ellos se habrían quedado con el muchacho, pero ya eran mayores, y a Tomás se le había encallecido una especie de soberbia que consistía en mirar con lupa los favores, no fuesen a ser limosna.
Otón trabajaba de encargado de obras. Aún ahora, ya sesentón, dirigía la cuadrilla de albañiles que ultimaba la reforma del asilo. Entonces, siempre que podía, y que el trabajo no fuese demasiado duro, le daba trabajo a Tomás. Más de una vez, sin que Tomás lo supiese, le subió el salario por su cuenta, quitándoselo del suyo, pero sobre todo, y casi sin querer, metió a Tomás en el mundo del anarquismo.
En la cuadrilla de Otón había un albañil flaco, de rostro cetrino, de labios oscuros y rasgos afilados, con melenas lacias negras, llenas de grasa, que se llamaba Fabián, pero todos en la obra conocían como El Zurdo.
Este hombre andaba siempre echando pestes de todo lo habido y por haber, de su boca salía una porción de insultos al mundo entero con los que parecía darse ánimos para subir los carretillos de argamasa por los delgados tablones de los andamios.
Por las noches, cuando cobraba el jornal, se iba a la taberna de Botijitos, junto a la iglesia de la Merced, no muy dejos de donde vivía Tomás con su hermano, y allí, bebiendo vasos de lo que él llamaba barracha, concretaba sus insultos con nombres y apellidos hasta que la mente se le nublaba y se acodaba en una mesa junto a la estufa, apoyaba la cara entre las manos y se echaba a llorar. Cuando empezaba a llorar lo echaban de la taberna.
Durante los meses que costó levantar las Escuelas del Arrabal, el señor Otón dio bastante trabajo a Tomás. Un día Tomás se levantó para ir al tajo y al pasar por debajo de Los Arcos vio al Zurdo salir de su casa. A Tomás le caía bien, así que salió a su encuentro, pero cuando ya se había hecho visible vio que de la misma puerta salían unos cuantos hombres más, tres o cuatro, que miraron a Tomás con caras serias en la neblina de la mañana. De todos ellos solo conocía a uno, Basilio, que también trabajaba en la obra. Basilio fue el que pronunció las palabras mágicas, que llegaron hasta Tomás con el eco nítido del amanecer.
−Ese es de los nuestros −dijo.
Tomás entendió poco a poco qué significaba ser de los nuestros. A partir de entonces, Tomás entró en las charlas de la cuadrilla, cuando paraban para echar el almuerzo y se juntaban alrededor de un cubo de lata con cuatro maderos ardiendo.
Eran los días de la Semana Trágica de Barcelona. Tomás no sabía leer, pero estuvo informado a diario de aquellos sucesos. La prensa local hablaba de algaradas con cadáveres de monjas por las calles, pero Tomás escuchaba datos concretos, y como podía trataba de hacerse una composición de lugar con todas aquellas medias palabras. Supo entonces, por ejemplo, quién era Mateo Morral, al que el Zurdo decía haber conocido.
También, poco a poco, se dio cuenta de que la voz cantante en aquella cuadrilla de anarquistas no la llevaba ni mucho menos el Zurdo, sino el señor Otón. El Zurdo, a pesar de no haber cumplido aún los cuarenta años, era ya una vieja gloria. Se había dejado la piel por la Idea en los muelles de Valencia, había recibido palos en todos los huesos de su cuerpo y la organización lo había trasladado a Teruel, a que se recuperase. Pero el Zurdo entró en una melancolía vertiginosa que tenía muy preocupado al señor Otón.
El mismo día que se terminaron las escuelas, el señor Otón llamó a capítulo a Tomás. Era poco antes del amanecer. Tomás e Isidoro dormían junto a las brasas de la cocinilla. Llamaron a la puerta. El señor Otón y Basilio entraron rápidamente.
−Coge tus cosas −dijo el señor Otón−. Han detenido al Zurdo. Han aparecido dos guardias esta madrugada en el Botijitos y se lo han llevado. Lo más seguro es que hayan aprovechado que estaba borracho para sacarle hasta las entretelas. Con nosotros no sabemos lo que va a pasar, pero tú te largas por si acaso.
Tomás no entendía nada.
−¿Pero cómo me voy a marchar? −dijo. Isidoro miraba con cara de susto, con una manta vieja que le tapaba hasta la nariz.
−Por el chico no te preocupes. El chico se viene conmigo.
−¿Y si lo detienen a usted, señor Otón?
Tomás hizo caso al señor Otón y viajó con unos arrieros hasta Ojos Negros, con un papel que no entendía y el encargo de dárselo a un tal Marcelo, que trabajaba en la mina Bárbara. Este Marcelo, que había trabajado en la Exposición de Zaragoza y también estaba esperando instrucciones para volver a la lucha, dio por sentado desde el primer día que Tomás era un convencido anarquista. Tomás recordaba de memoria las frases del Zurdo y las repetía casi sin venir a cuento, cuando Marcelo le pedía con los ojos muy vivos su asentimiento.
En efecto, en pocos días no había en la calle ningún miembro de la cuadrilla de Otón, ni ellos ni sus mujeres. Isidoro acababa de cumplir siete años cuando ingresó en el orfanato de La Salle. Tomás se enteró de todo con un mes de retraso.
A martillazos descargaba la ira, pero por las noches aprendió a leer y escribir. Fue reconociendo su propia letra en las ideas con las que se había comprometido, como si en su torpe caligrafía de niño naciera escrito su destino. Para Tomás, aprender a escribir fue más difícil que doblar un hierro, porque no tenía quien le enseñase.
Por fin pudo comunicarse por escrito con su hermano, y fue él quien le dio noticia del señor Otón y los demás. Él, Basilio y un mozo de Villel que se llamaba Víctor salieron a los pocos días de la cárcel sin cargo alguno, y al Zurdo no lo condenaron por elemento subversivo sino por desacato a la autoridad y poco respeto a la madre del juez. En la cárcel de Capuchinos duró poco tiempo. Pronto lo pasaron al manicomio.
El señor Otón, muy a su pesar, dejó a Isidoro en el orfanato, porque a partir de entonces −y seguramente mucho antes, porque Tomás nunca dudó del Zurdo− los miembros de la cuadrilla de Otón eran solicitados como buenos trabajadores y vigilados como presuntos terroristas. Que Tomás supiese, nunca habían protagonizado ningún destrozo.
Ahora debería encontrarse otra vez con el señor Otón. De pronto su papel en el mundo era otro. Durante los últimos dos años había servido de enlace con los elementos infiltrados en las minas de Ojos Negros. Ninguna de las noticias que traía para el señor Otón podían escribirse en un papel. Esperaría que alguien le avisase, se pasaría de vez en cuando por el Botijitos.
La primera mañana que Tomás despertó en Teruel, antes de recoger a su hermano del orfanato, bajó al Tozal con los zapatos de su padre muerto y se metió en la tienda de Ambrosio García, a comprarse unas alpargatas. Metió los zapatos en una caja, los ató como un cordel y subió por la calle del Pozo hasta la calle de Alcañices.
Teruel era entonces un hormiguero de calles estrechas donde alternaban sin término medio las casuchas de adobe y los palacios de sillería. En la calle Alcañices estaban los talleres de El Vulcano. El olor a hierro fundido le hizo sentirse seguro.
Tomás entró a una nave grande y oscura. Un aprendiz amontonaba rimeros de palastro, planchas de formas distintas, otro vaciaba la ceniza del butrón. En un banco corrido que ocupaba la pared de la derecha, Tomás vio toda clase de tenazas, limas, mallos, manerales para las espiras, punteros, punzones, cortafríos, sufrideras y botes de cementina y de pasta para soldar, él que en la fragua de Ojos Negros sólo tenía un mallo regular y unas tenazas de punta redonda. Dentro, cinco obreros se afanaban junto al fogón, desatascaban las toberas o removían el hierro fundido con una vara verde. Otros dos operarios golpeaban la bigornia al compás que un señor muy delgado, con lentes de alambre y barba puntiaguda, les marcaba con un martillo.
El maestro dejó de golpear y los obreros se apoyaron sobre los mallos. Del hogar salían chispas azules, y un operario sacó una barra con las tenazas, en su punto rojo blanco, y la puso encima de la bigornia. Los operarios volvieron a golpear a ritmo con sus mallos, hasta que el hombre delgado arrastró el martillo y los obreros bajaron la frecuencia. Después ordenó que enfriasen la barra, dio un par de instrucciones más y se acercó limpiándose las manos con un trapo hasta donde estaba Tomás.
−Usted dirá.
−Me llamo Tomás Maícas. Soy herrero.
El hombre le alargó la mano.
−Soy Matías Abad. Ven conmigo.
Al final de la fragua, acaparando la luz que venía de la calle, había una garita cerrada con cristaleras y una mesa en la que se amontonaban los papeles. Apenas había espacio para dos personas. Todo estaba lleno de carteles con dibujos de flores clavados en los marcos de madera de los cristales.
−¿Dónde has trabajado? −dijo Matías Abad, mientras se sentaba en un sillón batiente.
−En Ojos Negros.
Matías Abad no disimuló una sonrisa, pero antes de continuar con la broma giró el sillón y cogió un hierro del alféizar de la ventana que tenía detrás. Era un golpe de látigo finísimo, apenas una varilla ondulada en cuyo extremo había una flor de hierro, como una rosa de pitiminí a la que no le faltaban los pétalos más diminutos.
−¿Tú sabrías forjar esto? −dijo don Matías.
−Déme ahora mismo una varilla y se lo demuestro −dijo Tomás.
Mejor me lo demuestras mañana. A las siete de la mañana hay que sacar la escoria. Luego forjarás la flor.
Tomás salió de la fragua con el alivio de quien acaba de encontrar trabajo, y se fue al orfanato de San Nicolás, a buscar a su hermano.
7.7.07
UNA FLOR DE HIERRO, 8
Capítulo octavo
La cuadrilla del señor Otón
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