Decía Beckett que antes de que se secase la tinta ya sentía una repugnancia invencible hacia lo que terminaba de escribir. Esto no era cosa de su carácter enjuto y de pelo tieso sino lo más natural del mundo, una tristitia post coitum que se mezcla con la incapacidad de leer con otro pensamiento que no sea el de detectar errores. La lectura entonces es autopsia, no lectura. Y entonces te pasa algo que cité durante la novela, la sensación de Gulliver en Brondignag, o como se escriba, cuando la complejidad de lo minúsculo le impide apreciar el objeto en su conjunto. Yo buscaba disonancias, rimas indeseadas, solecismos, errores de ritmo, que es como si Gulliver inspeccionara el vello que imperceptiblemente crecía en la piel de las damitas que jugaban con él, y se viese anegado por el sudor que provocaban hasta los más tímidos, corteses y delicados movimientos, por no hablar del horrísono frufrú de sus vestidos, que para una mente hiperestésica son como violentos rayajos en un vinilo puesto a toda castaña.
Tardo tiempo en volver sobre la pieza como tal, pero bueno, la verdad es que no estoy descontento. Hay algo en Una flor de hierro que no había practicado en otros folletines, algo que pudiéramos llamar la búsqueda de la emoción, y que más me valdría no mencionar por si resulta que alguien lo lee y resulta que no hay emoción ni por asomo. Creo que ya mencioné en algún comentario a los capítulos la razón de tan desmelenado sentimentalismo. No es que yo tuviera un ánimo especialmente sensible durante el mes de julio, sino que me cebé con Mozart. Lo escuché durante un mes desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche, con la sola compañía de música española de principios del XX, con más frecuencia Granados y, sobre todo, Albéniz. Ya Granados es una especie de Richard Clayderman de aquella época, pero la intimidad de Albéniz, su delicadeza, sobre todo en la suite Iberia, me acompañó con la misma emoción que Mozart.
Yo no soy ni melómano ni sandiómano. Yo escucho a Mozart como si fuera un chico nuevo que acaba de salir. No es nada raro: a Dostoievski también lo leo así, y me ha costado demasiado tiempo quitarme de encima los prejuicios culturalistas como para cambiar ahora. De hecho, solo aquello que me gusta con independencia de su valor cultural puede influirme para algo como la escritura. Hay una pieza, seguramente famosísima, seguramente la pieza que enseñan a los chicos en la escuela, no lo sé, que tuve un par de días puesta una y otra vez, maravillado con el entusiasmo y la melancolía de aquel quinteto de cuerda, con la transparencia de los sentimientos que me iba sugiriendo. No hablo de que fueran composiciones fáciles, sino que toda su complejidad se volcaba en una sensación rotunda, clarísima, y generalmente en esa clase de sensaciones que la literatura suele proscribir. Y no sé por qué, porque no se puede escribir con más ternura que Dostoievski cuando nos cuenta la historia del niño Kolia en Los hermanos Karamázov, y, lo que es más importante, con tanta sinceridad, con tanta claridad.
Pero resulta que una de las constantes del siglo XX ha sido el escaso prestigio de los buenos sentimientos, como si fuesen fáciles de transmitir. Quizá por eso me gusta tanto Pombo, ciertos libros de Pombo, porque tratan de sentimientos buenos y en su ausencia completa de ñoñez florece una dignidad narrativa verdaderamente impresionante. Pero los escritores en español, y sobre todo sus editores, siguen creyendo, la mayoría, que la calidad sólo se consigue describiendo lo desagradable. Los libros siguen llenos de latas vacías de cerveza y de personajes despeinados que llevan subidas las solapas del abrigo. Con la mayoría me invade la sensación esa rancia de que la literatura tiene que tratar siempre las miserias de la gente, aparte de un tufillo narrativo que es como la marca de fábrica de Romeo & Bros.
Tardo tiempo en volver sobre la pieza como tal, pero bueno, la verdad es que no estoy descontento. Hay algo en Una flor de hierro que no había practicado en otros folletines, algo que pudiéramos llamar la búsqueda de la emoción, y que más me valdría no mencionar por si resulta que alguien lo lee y resulta que no hay emoción ni por asomo. Creo que ya mencioné en algún comentario a los capítulos la razón de tan desmelenado sentimentalismo. No es que yo tuviera un ánimo especialmente sensible durante el mes de julio, sino que me cebé con Mozart. Lo escuché durante un mes desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche, con la sola compañía de música española de principios del XX, con más frecuencia Granados y, sobre todo, Albéniz. Ya Granados es una especie de Richard Clayderman de aquella época, pero la intimidad de Albéniz, su delicadeza, sobre todo en la suite Iberia, me acompañó con la misma emoción que Mozart.
Yo no soy ni melómano ni sandiómano. Yo escucho a Mozart como si fuera un chico nuevo que acaba de salir. No es nada raro: a Dostoievski también lo leo así, y me ha costado demasiado tiempo quitarme de encima los prejuicios culturalistas como para cambiar ahora. De hecho, solo aquello que me gusta con independencia de su valor cultural puede influirme para algo como la escritura. Hay una pieza, seguramente famosísima, seguramente la pieza que enseñan a los chicos en la escuela, no lo sé, que tuve un par de días puesta una y otra vez, maravillado con el entusiasmo y la melancolía de aquel quinteto de cuerda, con la transparencia de los sentimientos que me iba sugiriendo. No hablo de que fueran composiciones fáciles, sino que toda su complejidad se volcaba en una sensación rotunda, clarísima, y generalmente en esa clase de sensaciones que la literatura suele proscribir. Y no sé por qué, porque no se puede escribir con más ternura que Dostoievski cuando nos cuenta la historia del niño Kolia en Los hermanos Karamázov, y, lo que es más importante, con tanta sinceridad, con tanta claridad.
Pero resulta que una de las constantes del siglo XX ha sido el escaso prestigio de los buenos sentimientos, como si fuesen fáciles de transmitir. Quizá por eso me gusta tanto Pombo, ciertos libros de Pombo, porque tratan de sentimientos buenos y en su ausencia completa de ñoñez florece una dignidad narrativa verdaderamente impresionante. Pero los escritores en español, y sobre todo sus editores, siguen creyendo, la mayoría, que la calidad sólo se consigue describiendo lo desagradable. Los libros siguen llenos de latas vacías de cerveza y de personajes despeinados que llevan subidas las solapas del abrigo. Con la mayoría me invade la sensación esa rancia de que la literatura tiene que tratar siempre las miserias de la gente, aparte de un tufillo narrativo que es como la marca de fábrica de Romeo & Bros.
Con los folletines tengo un problema, pero solo uno. Mi obsesión es que sea lectura fácil, que se lea sin el menor esfuerzo. Entre eso y un propósito primaveral, lleno de colorines y de buenos sentimientos, hacen que Una flor de hierro vaya a tener el camino editorial bastante jodido, me temo. Hoy es el día en que hay que sacar una copia, solo una, para enviarla a una muy determinada editorial que, por lo menos, sé que lo va a considerar. El otoño no sólo es Virgilio y los novelones del XIX. El otoño es también ponerse el libro debajo del brazo y llamar a un timbre. El año pasado salió bien con Fabricación Británica. Veremos éste.
Pues mucha suerte, Castellote.
ResponderEliminarDesde aquí todo nuestro apoyo y nuestro ruido (vendidos unos cuantos ejemplares ya están). De los editores, en fin, mejor no hablar.
El folletín se lo merece.
Un abrazo (ni melómano ni sandiómano).
flor de hierro me pareció fantástica, la leí día a día en el periódico. Pero tal vez le gustaría saber, y como escritor creo que le gustará, que gente que no suele leer, se "enganchó a su folletín", y todos los días lo leía con el entusiasmo de alguien que hace algo nuevo y le gusta. Esto para un escritor, creo que es lo mejor que le puede pasar. luego los editores son un mundo aparte, donde la literatura es lo último.
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