22.10.07

GUERRA Y PAZ, 2


Pocos capítulos tan afortunados en la historia de la literatura como el que relata Stendhal de la batalla de Waterloo vista por un estupefacto y enloquecido Fabricio del Dongo. Aquí está citado casi directamente: “Todo lo que sucedía era tan extraño, tan distinto de cuanto él había esperado”, dice Tolstoi del príncipe Andrei. “Para qué habré venido”, se pregunta el joven Nikolai Rostov inmediatamente después. Lo stendhaliano es lo primero, el hecho de no entender lo que pasa, ni las causas de lo que pasa, ni mucho menos los efectos de lo que pasa. Tolstoi había dado con el punto de vista, la guerra como una sucesión de acontecimientos incoherentes, como algo que sólo tiene sentido en su perspectiva cenital, pero que, en cuanto desciende a la escala real, se convierte en una farsa grotesca.
Desde arriba, desde los planos, lo sucedido en Schoengraben es muy interesante. El general Kutúzov, en clara retirada, envía un nutrido contingente a entorpecer el avance del ejército francés. A su mando, el curioso Bragation; entre sus oficiales, Andrei Bolkonsky; perdido entre la tropa, Nicolai Rostov. La idea es que Murat, al frente de las tropas francesas, se crea que ese es todo el ejército ruso, y que, seguros de su victoria, se permitan unos días de tregua para recuperar fuerzas antes de destruirlo. Napoleón se da cuenta enseguida y le estira de las orejas a Murat en una carta que llama la atención por la sencillez del poder absoluto. De modo que da orden de ataque.
Todo esto está muy bien, así como las heroicas maniobras del capitán Tushin o la cobardía manifiesta de Zherkov, o bien, en el lado de los soldados, la epopeya clásica de Dolójov, un personaje de Dostoievsky que se cuela en el campo de batalla. Algunos son curiosos. El príncipe Bragation parece no enterarse de nada. Es como esos jefes inútiles que escuchan con desprecio las sugerencias de sus subordinados y al final consienten que se lleven a cabo. Tolstoi, una de cuyas mejores virtudes está en no decirnos lo que tenemos que pensar sino en mostrárnoslo, nos informa de que su valor entre la tropa era eso, el valor, la imagen del ardor guerrero. Y así parece cuando se pone al frente de la tropa y empuñando el sable anima con sus gritos a la soldadesca y se adentra en una nube de pólvora, a charretera descubierta, al encuentro del enemigo. Entonces prende la mecha del ejército y la misma fuerza que incuba el miedo se expulsa en forma de valor ciego, unos soldados se animan a otros y, justo cuando el fuego enemigo puede alcanzarles, la marea rusa adelanta a su príncipe, que de inmediato se queda en la retaguardia. Es decir, servía para llevar al ganado y achucharlo contra el enemigo, y, por supuesto, quitarse de en medio.
Esto lo vemos todos pero sobre todo lo ve Andrei. En la última escena de la segunda parte del libro primero, con los altos oficiales cenando ricamente con cuchillo y tenedor, se escenifica el significado exacto de a lo que se dedica Bragation. Todos hablan como cazadores que han perdido la mitad de su rehala pero han cazado unos cuantos venados magníficos. Lo único que hay que justificar es que se ha perdido un cañón, pero nadie habla de las bajas. Hay hasta un mentiroso compulsivo, Zerkhov, que gasta bromas mientras fuera del cuartel de campaña los soldados agonizan. Todos saben que miente, todos saben que es un cobarde, pero parece hacerles gracia su conversación.
A todo esto, soldados como Dolójov, creo que es Dolójov, pillados en un mínimo desliz del que no es culpable pero sí responsable, un caso de hurto sin mayor importancia, están dispuestos a dejarse la vida matando franceses para limpiar su honor castrense, se torturan con su conciencia y con su inteligencia (Dostoievsky puro), y libran su propia batalla. O como el joven Rostov, que siente una herida en el brazo como lo que es, y no lo que creíamos que era cuando se nos informaba fríamente de que a este o al otro soldado le habían volado una pierna. Los muertos parecían no gemir, pero a Rostov le duele un brazo, y ese dolor le despierta en su contradicción fundamental: tener conciencia de hombre, de ser humano, en un ámbito en el que todos la han perdido. A través de él Tolstoi nos da una muestra del verdadero dolor de una batalla, el del brazo que te pesa treinta kilos, y, a través de Andrei, de la verdadera condición de la guerra, una sistemática degradación de la condición de individuo, un uso puramente práctico de la carne humana.
Y todo esto está contado en un crescendo en el que se van alternando los distintos planos, el estratégico cenital y el sangriento a ras de suelo, con multitud de pequeñas escenas en las que no se huele el miedo sino una jornada laboral cualquiera. Los soldados no piensan en la muerte, o no piensan en que morir sea malo. Hay uno que pide un vaso de agua para no morirse como un perro, mientras otro reprende a unos soldados que trasladan a un cadáver. Para qué, si ya está muerto. Son cientos de pequeñas imágenes, de escenas junto al fuego, o entre los arbustos, o al frente de un avantrén, o muertos debajo de un caballo. El adjetivo que siempre me sale es el de ‘imperceptible’, porque lo es el modo en que va creciendo de tensión la escena, porque lo es la norma por la que nos describe más o menos escenas de relleno, o el punto de sutura general que hay en cada una de ellas, pero todo avanza como un mar bravío hasta la impactante descripción de la batalla y la cínica escena final.
Ya sabemos, en fin, lo que es la guerra. Ya lo sabe el príncipe Andrei, ya lo sabe Nikolai Rostov. Curiosamente, Tolstoi incide varias veces en un pequeño detalle, sobre todo al principio, cuando Kutúzov va a pasar revista a las tropas y los soldados tienen que cambiarse dos veces de ropa porque el general no los quiere ver de gala sino de campaña. Entonces el problema estaba en los zapatos. No estaban en buenas condiciones y había que reparar las botas como fuera. La ironía trágica nos inunda porque sabemos que gracias a ese mal calzado ganarían la guerra, y lo perderían todo. Ese inmenso sacrificio, ese inconcebible precio de la victoria es el que está, desde el principio, escrito en esa minucia.

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