23.10.07

OTOÑO


El nuevo Prado se inaugura el día 31 con unos viejos conocidos, la colección que colgó durante mucho tiempo en las paredes del Casón del Buen Retiro y que lleva diez años metida en un almacén. Recuerdo que nada más entrar, a mano derecha, había un inmenso cuadro de Muñoz Degraín, Los amantes de Teruel, una cosa mortuoria, de cirios apagados y cutis de mármol frío. Pero allí había también sorollas luminosos, madrazos impecables, y cientos de cuadros lúgubres y cuarteados, casi todos llenos de muertos. A principios de los 90 puedo asegurar que era uno de los sitios más apacibles de Madrid. Ibas allí por las tardes y no había más que algún anciano que se quitaba las gafas para mirar desde muy cerca los detalles del cadáver. Los conserjes dormitaban o hablaban con ese leve exceso de voz con que hablan los curas en las iglesias o los enterradores en los cementerios. En todos los museos hay que estar callados, claro, pero aquello era un lugar de recogimiento sombrío, un desván de otro siglo donde uno se refugiaba, nada más llegar a la ciudad, del desconcierto del ruido, del exceso de vida.
En ese museo, en esta colección que inaugurará el edificio de Moneo, descubrí, por error, a uno de mis artistas favoritos, Vicente Palmaroli, de quien vi una vez un minúsculo retrato de un pintor en un huerto que era la viva imagen del mundo en el que yo quería vivir. El cuadrito, de pronto, desapareció, y yo siempre estuve seguro de que era de Palmaroli, no sé por qué. El caso es que me interesé por él, ese aspecto de Flaubert castellano, pálido y rechoncho, calvo, con media melenita. En cada cuadro nuevo que encontraba suyo las figuras estaban más tiesas, los rasgos eran más fúnebres y las escenas más insulsas. Era un buen pintor sin ningún talento. Pero su obra, en aquel mausoleo de cuadros de salón, era el complemento ideal y recóndito que yo buscaba, quizá en otoño, como ahora, componiendo gorigoris. Allí estaba el fusilamiento del general Torrijos, con los muertos menos muertos que los vivos, y dramones medievales que exhalaban el aroma del terciopelo antiguo, lleno de polvo, entre ellos los cuadros inconmensurables y siniestros de Muñoz Degraín. A ese señor le dedicamos una calle, quizá por haber pintado un cuadro tan espantoso. Por cierto, el cuadro diminuto que me había maravillado, según descubrí después en un catálogo, era de Sorolla.

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