El príncipe Andrei y el joven Nikolai Rostov se encuentran cuando el uno es consciente de la catástrofe que se les viene encima y el otro improvisa mentiras heroicas. Andrei no puede comprender el desbarajuste de los mandos, y Rostov se crece con la emoción de la parada militar: “Todos, terminada la revista, estaban más seguros de vencer de lo que habrían podido estarlo después de dos batallas victoriosas”.
A través de estos dos personajes vamos a ver al general Kutúzov y al mismo Emperador, las dos caras de esa parte de la guerra, y también, en cierto modo, dos formas de ver el arte de la novela. Y aquí entra Weyrother, un general alemán especialmente imbécil. Abundan estos personajes idiotas, planos, pero muy útiles. Gente como Anatole, individuos secundarios que el narrador desprecia, pero no tanto como para que no le sirvan de contraste. Este Weyrother, estúpido y engreído, como son, en general, los alemanes que aparecen en la novela, trae debajo del brazo un plan de batalla al que nadie presta la menor atención porque parte de una hipótesis absurda: que Napoleón se quedará quieto en el sitio que más les convenga a las tropas aliadas. Andrei quiere intervenir, pero nadie le invita a que lo haga. Mientras el pomposo Weyrother explica su plan de soldados de plomo, el general Kutúzov se duerme. No le importan los planes. Por cómo actúa luego, da la sensación de que es de aquellos viejos militares que sólo entienden de tácticas sobre el terreno, de su experiencia como estratega y de su olfato militar. Aun con todo, antes de que todo empiece, el propio Kutúzov ha avisado a Andrei de que todo va a ser un desastre.
La imagen que tenemos de Kutúzov, hasta ahora, es la de un generalote amodorrado por el perfume de su propio prestigio, hundido bajo el peso de sus medallas. Pero llega la batalla, y sale el militar. El episodio de la aldea sirve para subrayar sus dotes: no se debe poner en fila india un batallón ni siquiera para atravesar un pueblo, que es lo primero que, según los planes de papel, han hecho las tropas rusas.
Andrei no entiende semejante diálogo de sordos: “¿No podía hacerse todo de otra manera? ¿Acaso por simples consideraciones cortesanas y personales se pueden arriesgar miles de vidas y entre ellas la mía, la mía?” Pero, al mismo tiempo, se debate entre el miedo a morir y las ansias de gloria. Los rusos vuelven a ser engañados por Napoleón (gran pieza de mando y desprecio de la vida –ajena- su arenga a las tropas, poco antes de entrar en combate), y en medio de la estampida de las tropas rusas, que han caído entre las brumas, sólo Kutúzov resiste con firmeza, y Andrei, lleno ahora de valor, se comporta igual que antes Bagration: espolea las tropas, se pone al frente con la bandera y es rebasado por los que van a morir, que lo saludan.
La derrota de los aliados es total y tanto Andrei como Nikolai Rostov sufren las consecuencias. Rostov, cegado por la púrpura, encuentra por fin al Emperador, sentado debajo de un árbol, llorando como un niño. ¡Y aun así lo admira! Andrei, por su parte, es herido y se desvanece como un cadáver. Cuando Napoleón pasa delante de él, se equivoca: “He aquí una bella muerte”, dice. Así como Rostov logra ver al Emperador, e inflama su amor por él aun viéndolo en tan patética situación, Andrei ve a Napoleón, que ahora le parece un ser inmundo que se regodea confraternizando con los prisioneros, a los que incluso felicita por su valor. El príncipe Andrei, desahuciado, queda al cuidado de los lugareños.
La sensación es la de que un primer círculo se ha cerrado. La idea stendhaliana de ir a la guerra y ver de cerca al Sire se ha cumplido, pero inversa y desdoblada. No hay más grandeza que la profesionalidad de Kutúzov. Los héroes son despreciables, pero dentro de la batalla los sentimientos son muchos y muy encontrados, algunos llenos de heroísmo trágico; otros, de ambición ególatra. Entendemos mejor a Bagration ahora. Él, como Kutúzov, hace lo que, en términos militares, conviene hacer, y las órdenes le dan un poco lo mismo. Lo que hay que hacer, en ese estado de paroxismo que produce semejante infierno, es coger la bandera y llevar el ganado a la lucha, antes de que una huida caótica sea todavía peor.
Así, podríamos pensar, en una novela no valen tanto los planes como los destinos, y todo lo que se idea cae destrozado por la fuerza interna de la narración. Y la pregunta, que no cometeré el error de contestar, es si Tolstoi se comportaba, al escribir la novela, como Kutúzov o como Weyrother. ¿No sería un contrasentido, después del repaso que le da a este personaje, que Tolstoi lo tuviera todo planificado de antemano?
A través de estos dos personajes vamos a ver al general Kutúzov y al mismo Emperador, las dos caras de esa parte de la guerra, y también, en cierto modo, dos formas de ver el arte de la novela. Y aquí entra Weyrother, un general alemán especialmente imbécil. Abundan estos personajes idiotas, planos, pero muy útiles. Gente como Anatole, individuos secundarios que el narrador desprecia, pero no tanto como para que no le sirvan de contraste. Este Weyrother, estúpido y engreído, como son, en general, los alemanes que aparecen en la novela, trae debajo del brazo un plan de batalla al que nadie presta la menor atención porque parte de una hipótesis absurda: que Napoleón se quedará quieto en el sitio que más les convenga a las tropas aliadas. Andrei quiere intervenir, pero nadie le invita a que lo haga. Mientras el pomposo Weyrother explica su plan de soldados de plomo, el general Kutúzov se duerme. No le importan los planes. Por cómo actúa luego, da la sensación de que es de aquellos viejos militares que sólo entienden de tácticas sobre el terreno, de su experiencia como estratega y de su olfato militar. Aun con todo, antes de que todo empiece, el propio Kutúzov ha avisado a Andrei de que todo va a ser un desastre.
La imagen que tenemos de Kutúzov, hasta ahora, es la de un generalote amodorrado por el perfume de su propio prestigio, hundido bajo el peso de sus medallas. Pero llega la batalla, y sale el militar. El episodio de la aldea sirve para subrayar sus dotes: no se debe poner en fila india un batallón ni siquiera para atravesar un pueblo, que es lo primero que, según los planes de papel, han hecho las tropas rusas.
Andrei no entiende semejante diálogo de sordos: “¿No podía hacerse todo de otra manera? ¿Acaso por simples consideraciones cortesanas y personales se pueden arriesgar miles de vidas y entre ellas la mía, la mía?” Pero, al mismo tiempo, se debate entre el miedo a morir y las ansias de gloria. Los rusos vuelven a ser engañados por Napoleón (gran pieza de mando y desprecio de la vida –ajena- su arenga a las tropas, poco antes de entrar en combate), y en medio de la estampida de las tropas rusas, que han caído entre las brumas, sólo Kutúzov resiste con firmeza, y Andrei, lleno ahora de valor, se comporta igual que antes Bagration: espolea las tropas, se pone al frente con la bandera y es rebasado por los que van a morir, que lo saludan.
La derrota de los aliados es total y tanto Andrei como Nikolai Rostov sufren las consecuencias. Rostov, cegado por la púrpura, encuentra por fin al Emperador, sentado debajo de un árbol, llorando como un niño. ¡Y aun así lo admira! Andrei, por su parte, es herido y se desvanece como un cadáver. Cuando Napoleón pasa delante de él, se equivoca: “He aquí una bella muerte”, dice. Así como Rostov logra ver al Emperador, e inflama su amor por él aun viéndolo en tan patética situación, Andrei ve a Napoleón, que ahora le parece un ser inmundo que se regodea confraternizando con los prisioneros, a los que incluso felicita por su valor. El príncipe Andrei, desahuciado, queda al cuidado de los lugareños.
La sensación es la de que un primer círculo se ha cerrado. La idea stendhaliana de ir a la guerra y ver de cerca al Sire se ha cumplido, pero inversa y desdoblada. No hay más grandeza que la profesionalidad de Kutúzov. Los héroes son despreciables, pero dentro de la batalla los sentimientos son muchos y muy encontrados, algunos llenos de heroísmo trágico; otros, de ambición ególatra. Entendemos mejor a Bagration ahora. Él, como Kutúzov, hace lo que, en términos militares, conviene hacer, y las órdenes le dan un poco lo mismo. Lo que hay que hacer, en ese estado de paroxismo que produce semejante infierno, es coger la bandera y llevar el ganado a la lucha, antes de que una huida caótica sea todavía peor.
Así, podríamos pensar, en una novela no valen tanto los planes como los destinos, y todo lo que se idea cae destrozado por la fuerza interna de la narración. Y la pregunta, que no cometeré el error de contestar, es si Tolstoi se comportaba, al escribir la novela, como Kutúzov o como Weyrother. ¿No sería un contrasentido, después del repaso que le da a este personaje, que Tolstoi lo tuviera todo planificado de antemano?
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