La primera parte había estado dedicada a la paz y la segunda a la guerra. La tercera ya es una fusión de ambas, pero siempre con ese sentido de la estructura transparente que sin embargo no se debe confundir con eso tan feo de dejar al aire la carpintería. Porque la parte de la paz se desdobla, otra vez, en Pierre y Andrei, y tiene a Vasili como vínculo. Pierre es rico y el príncipe Vasili le endosa a su hija Elena con ayuda de todas las meninas que cacarean a su alrededor. Vasili quiere hacer lo mismo con su hijo, el estúpido Anatole, y viaja a la granja de Bolkonski, el padre de Andrei, a ver si pesca a la pobre princesa María, que es talmente Betty la fea.
Pero ese mismo coro de mujeres revoloteantes es el que se asusta con la carta del joven Nikolai Rostov desde el frente, la carta en la que les narra su herida, y en la que calla las condiciones poco gloriosas en que la recibió; sencillamente, se cayó del caballo, pero “contar la verdad es muy difícil y son pocos los jóvenes capaces de hacerlo”. Rostov ya se había caído paulinamente antes, cuando sufría sin entender nada, pero ahora la caída real no le hace los mismos efectos. Es, por cierto, el mismo efecto inverso que sufre Andrei: de no saber en qué demonios consiste la guerra, o descubrir su condición mezquina, pasa a sentirse arrebatado por el fragor de la batalla.
La sutura es perfecta. Se nos ha empezado a hablar de Andrei a propósito de Betty la fea, y luego, en escena de folletín, ha aparecido Rostov. Cuando la narración se traslada al campo de batalla sólo sentimos, en el cambio de capítulo, las ganas de un cambio de postura en un sillón o de un café, pero la narración no se nos parte. El equilibrio consiste, precisamente, es que claramente cambiamos de escenario y de mundo, pero nos guían personajes que habían ido cobrando relevancia en el final de la parte anterior. La misma autonomía de los capítulos hace que no sea tan diferente el cambio de la granja de Bolkonsky a las proximidades de Austerlitz. De hecho, el cambio de escenario divide la acción en tres de forma bastante proporcionada: en San Petersburgo, el príncipe Vasili capta a Pierre. De la ciudad pasamos al campo bucólico, de la mano de Vasili, y de allí, llevados por la familia de Andrei, al campo de batalla.
Algunos detalles sobre esas tres escenas:
Pierre se encuentra, al principio de esta tecera parte, en una situación parecida a la de Andrei nada más marcharse a la guerra: el príncipe no entiende la guerra, precisamente porque empieza a comprenderla, y Pierre no entiende la paz. Andrei quedó confuso entre los cañonazos de los franceses y Pierre entre los cañonazos casamenteros del príncipe Vasili.
Hay un pasaje de esta escena especialmente divertido, y eso que, según dice el tópico, y todos hemos repetido, Tolstói no tiene sentido del humor. Cuando el príncipe Vasili pone a huevo a su hija Elena para que Pierre la pida en matrimonio, Pierre no puede hablar. Desde el principio se nos ha estado contando la anécdota de Serguéi Kuzmich, la del hombre que no pudo hablar, que no pudo pasar de la primera línea de su discurso. Es una anécdota tan tonta como flojas son las risas de quienes la corean. Cuando a Pierre le pasa lo mismo, allí solos los dos, en un rincón del ángulo oscuro y por ahí, la escena es dantesca. Todos están cansados de la fiesta que organizaron para cazar al palomo. Las damas se sientan en el suelo y los hombres dejan de hablar y se echan una siesta, todos en el mismo salón. Es como si hubiesen metido en el corral dos perros a ver si se aparean, y los respectivos dueños, que se acaban de conocer, se cansan de decir banalidades y de hablar de perros y se callan un buen rato, igual si estuvieran en la consulta del médico.
Así que el príncipe se harta y decide actuar. Acaba de pasar su esposa. “¿Ya?”, le pregunta él, y ella niega con la cabeza como si se tratara de un parto difícil. Entonces el príncipe entra y, sencillamente, lo da por hecho. Abraza a su hija como si se acabase de enterar, como si la madre hubiese informado por fin al despistado padre que no entiende en cosas del corazón. Se salta la declaración de amor por el morro, y Pierre está tan aturdido que no sabe por dónde le vienen las balas. Vuelve a desoír los sabios consejos de Andrei al principio de la novela, esa cruda descripción del matrimonio, y sale de escena herido y cautivo del enemigo, que es como, en términos reales, termina esta parte el príncipe Andrei.
La segunda localización es la finca del príncipe Bolkonsky. Como lector me gusta mucho que los personajes se vayan al campo; que, después de una intensa historia urbana, baje la música industrial y empiecen a escucharse los pajarillos. Es el silencio después del griterío amoroso de San Petersburgo, una casa en la que los criados saben que Bolkonsky está de mal humor porque pisa con toda la planta del zapato. Otra vez los zapatos. Su hija María, en cambio, pisa con los tacones, y sólo con eso ya nos imaginamos su falta de garbo.
Los dos son personajes interesantes. Bolkonski quiere a su hija, la princesa María, más que a sí mismo, y está dispuesto a hacerle ver que Anatole sólo va detrás de la Bourienne, la institutriz de María, pero este acto de redención no es más que el egoísmo del viejo que no quiere quedarse solo. No todo es amor, ni todo perspicacia, ni todo virtud. Pero a todo vence su decisión marcial de dejar a su hija que tome libremente su propia decisión, muy al contrario de lo que hará el chulángano de Anatole, a quien su padre, el príncipe Vasili, le obliga a casarse con quien él mande, aunque sea tan fea.
Cómo se pasan todos con la fealdad de María. El padre, de tan buenos sentimientos, se la pasa por la cara. Anatole se ríe de ella. Su institutriz y Lisa (la mujer de Andrei, que está a punto de parir) tratan de componerla un poco, pero entonces le ocurre como a esas chicas que vemos en las bodas a las que sus madres, tratando de mejorarlas un poco, las han vestido de lo que no son. El peinado les ensaima la cara y los rizos son ridículos, y miran con esa mezcla de pudor y de fastidio de quien se avergüenza de llevar semejantes perifollos. “Endiabladamente fea”, sentencia Anatole, que se va a casar con ella.
Pero ahora viene una curiosa cuestión de proporciones. En tempo de Tolstoi es como el de un carruaje que no se para nunca, pero cuyos caballos nunca corren tampoco. Se nos puede contar el frenesí de una batalla, pero los tiempos son los tiempos y nada va más deprisa. Voy a copiar un párrafo que lo dice mucho mejor, y que, a mí por lo menos, me sirve de poética, de declaración de principios narrativos.
Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses –con todas su pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y de entusiasmo- vino a ser tan sólo la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres Emperadores: es decir, un lento desplazamiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad.
Pues bien, este tempo colosal sufre, en la granja de Bolkonsky, una inesperada aceleración. En un par de páginas se nos cuentan hechos para los que Tolstoi, de tomárselos en serio, habría utilizado un centenar. Se trata de cómo, cada cual a su manera, las tres mujeres de la casa se sienten atraídas por el imbécil de Anatole, y como, en un solo párrafo, Anatole busca y espera y seduce y se pega el lote con la institutriz y los ve la princesita, que estaba muy enamorada de su joven príncipe. Se nota que Tolstoi lo ha contado demasiado rápido para sus costumbres, pero en Tolstoi todo está muy bien pensado, todo significa algo. No hay desfallecimiento posible.
Las razón que se me ocurre para explicarlo no es que Tolstoi quiera pasar de puntillas sobre un asunto excesivamente sentimentaloide y folletinesco, sino que lo quiere reducir a su condición de adorno, de cosa sin importancia. Le niega la consistencia narrativa para mostrar su desprecio. Lo cuenta rápido para juzgarlo. Y la verdad es que la escena resulta como si de pronto los personajes de una película se ponen a andar muy deprisa porque se ha desbaratado la velocidad del proyector, y entonces sus dramas verosímiles nos dan un poco de risa.
Betty la fea, la princesa María, no obstante, brota después de aquello como una flor. Le dice que no al gilipollas de Anatole, pero se lo dice porque lo ha visto achuchando a la Bourienne en el invernadero; sin embargo, en vez de preparar una venganza, que es lo que toca (¡menudo filón para un folletinista, porque se iban a llevar a la institutriz a su palacio de recién casados!), Tolstoi practica un hermoso gesto de redención. La princesa podía ser fea e incluso tonta, pero de pronto, vestida como un monigote, dice: “Mi vocación consiste en ser feliz con la felicidad de los demás”, y no odia a la institutriz sino que se compromete a hacerla feliz. En ese momento nos vamos del campo y, ya en la ciudad, llega la carta de Nikolai Rostov, desde el frente, que recibe su madre compungida y sus hermanas asustadas.
Pero ese mismo coro de mujeres revoloteantes es el que se asusta con la carta del joven Nikolai Rostov desde el frente, la carta en la que les narra su herida, y en la que calla las condiciones poco gloriosas en que la recibió; sencillamente, se cayó del caballo, pero “contar la verdad es muy difícil y son pocos los jóvenes capaces de hacerlo”. Rostov ya se había caído paulinamente antes, cuando sufría sin entender nada, pero ahora la caída real no le hace los mismos efectos. Es, por cierto, el mismo efecto inverso que sufre Andrei: de no saber en qué demonios consiste la guerra, o descubrir su condición mezquina, pasa a sentirse arrebatado por el fragor de la batalla.
La sutura es perfecta. Se nos ha empezado a hablar de Andrei a propósito de Betty la fea, y luego, en escena de folletín, ha aparecido Rostov. Cuando la narración se traslada al campo de batalla sólo sentimos, en el cambio de capítulo, las ganas de un cambio de postura en un sillón o de un café, pero la narración no se nos parte. El equilibrio consiste, precisamente, es que claramente cambiamos de escenario y de mundo, pero nos guían personajes que habían ido cobrando relevancia en el final de la parte anterior. La misma autonomía de los capítulos hace que no sea tan diferente el cambio de la granja de Bolkonsky a las proximidades de Austerlitz. De hecho, el cambio de escenario divide la acción en tres de forma bastante proporcionada: en San Petersburgo, el príncipe Vasili capta a Pierre. De la ciudad pasamos al campo bucólico, de la mano de Vasili, y de allí, llevados por la familia de Andrei, al campo de batalla.
Algunos detalles sobre esas tres escenas:
Pierre se encuentra, al principio de esta tecera parte, en una situación parecida a la de Andrei nada más marcharse a la guerra: el príncipe no entiende la guerra, precisamente porque empieza a comprenderla, y Pierre no entiende la paz. Andrei quedó confuso entre los cañonazos de los franceses y Pierre entre los cañonazos casamenteros del príncipe Vasili.
Hay un pasaje de esta escena especialmente divertido, y eso que, según dice el tópico, y todos hemos repetido, Tolstói no tiene sentido del humor. Cuando el príncipe Vasili pone a huevo a su hija Elena para que Pierre la pida en matrimonio, Pierre no puede hablar. Desde el principio se nos ha estado contando la anécdota de Serguéi Kuzmich, la del hombre que no pudo hablar, que no pudo pasar de la primera línea de su discurso. Es una anécdota tan tonta como flojas son las risas de quienes la corean. Cuando a Pierre le pasa lo mismo, allí solos los dos, en un rincón del ángulo oscuro y por ahí, la escena es dantesca. Todos están cansados de la fiesta que organizaron para cazar al palomo. Las damas se sientan en el suelo y los hombres dejan de hablar y se echan una siesta, todos en el mismo salón. Es como si hubiesen metido en el corral dos perros a ver si se aparean, y los respectivos dueños, que se acaban de conocer, se cansan de decir banalidades y de hablar de perros y se callan un buen rato, igual si estuvieran en la consulta del médico.
Así que el príncipe se harta y decide actuar. Acaba de pasar su esposa. “¿Ya?”, le pregunta él, y ella niega con la cabeza como si se tratara de un parto difícil. Entonces el príncipe entra y, sencillamente, lo da por hecho. Abraza a su hija como si se acabase de enterar, como si la madre hubiese informado por fin al despistado padre que no entiende en cosas del corazón. Se salta la declaración de amor por el morro, y Pierre está tan aturdido que no sabe por dónde le vienen las balas. Vuelve a desoír los sabios consejos de Andrei al principio de la novela, esa cruda descripción del matrimonio, y sale de escena herido y cautivo del enemigo, que es como, en términos reales, termina esta parte el príncipe Andrei.
La segunda localización es la finca del príncipe Bolkonsky. Como lector me gusta mucho que los personajes se vayan al campo; que, después de una intensa historia urbana, baje la música industrial y empiecen a escucharse los pajarillos. Es el silencio después del griterío amoroso de San Petersburgo, una casa en la que los criados saben que Bolkonsky está de mal humor porque pisa con toda la planta del zapato. Otra vez los zapatos. Su hija María, en cambio, pisa con los tacones, y sólo con eso ya nos imaginamos su falta de garbo.
Los dos son personajes interesantes. Bolkonski quiere a su hija, la princesa María, más que a sí mismo, y está dispuesto a hacerle ver que Anatole sólo va detrás de la Bourienne, la institutriz de María, pero este acto de redención no es más que el egoísmo del viejo que no quiere quedarse solo. No todo es amor, ni todo perspicacia, ni todo virtud. Pero a todo vence su decisión marcial de dejar a su hija que tome libremente su propia decisión, muy al contrario de lo que hará el chulángano de Anatole, a quien su padre, el príncipe Vasili, le obliga a casarse con quien él mande, aunque sea tan fea.
Cómo se pasan todos con la fealdad de María. El padre, de tan buenos sentimientos, se la pasa por la cara. Anatole se ríe de ella. Su institutriz y Lisa (la mujer de Andrei, que está a punto de parir) tratan de componerla un poco, pero entonces le ocurre como a esas chicas que vemos en las bodas a las que sus madres, tratando de mejorarlas un poco, las han vestido de lo que no son. El peinado les ensaima la cara y los rizos son ridículos, y miran con esa mezcla de pudor y de fastidio de quien se avergüenza de llevar semejantes perifollos. “Endiabladamente fea”, sentencia Anatole, que se va a casar con ella.
Pero ahora viene una curiosa cuestión de proporciones. En tempo de Tolstoi es como el de un carruaje que no se para nunca, pero cuyos caballos nunca corren tampoco. Se nos puede contar el frenesí de una batalla, pero los tiempos son los tiempos y nada va más deprisa. Voy a copiar un párrafo que lo dice mucho mejor, y que, a mí por lo menos, me sirve de poética, de declaración de principios narrativos.
Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses –con todas su pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y de entusiasmo- vino a ser tan sólo la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres Emperadores: es decir, un lento desplazamiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad.
Pues bien, este tempo colosal sufre, en la granja de Bolkonsky, una inesperada aceleración. En un par de páginas se nos cuentan hechos para los que Tolstoi, de tomárselos en serio, habría utilizado un centenar. Se trata de cómo, cada cual a su manera, las tres mujeres de la casa se sienten atraídas por el imbécil de Anatole, y como, en un solo párrafo, Anatole busca y espera y seduce y se pega el lote con la institutriz y los ve la princesita, que estaba muy enamorada de su joven príncipe. Se nota que Tolstoi lo ha contado demasiado rápido para sus costumbres, pero en Tolstoi todo está muy bien pensado, todo significa algo. No hay desfallecimiento posible.
Las razón que se me ocurre para explicarlo no es que Tolstoi quiera pasar de puntillas sobre un asunto excesivamente sentimentaloide y folletinesco, sino que lo quiere reducir a su condición de adorno, de cosa sin importancia. Le niega la consistencia narrativa para mostrar su desprecio. Lo cuenta rápido para juzgarlo. Y la verdad es que la escena resulta como si de pronto los personajes de una película se ponen a andar muy deprisa porque se ha desbaratado la velocidad del proyector, y entonces sus dramas verosímiles nos dan un poco de risa.
Betty la fea, la princesa María, no obstante, brota después de aquello como una flor. Le dice que no al gilipollas de Anatole, pero se lo dice porque lo ha visto achuchando a la Bourienne en el invernadero; sin embargo, en vez de preparar una venganza, que es lo que toca (¡menudo filón para un folletinista, porque se iban a llevar a la institutriz a su palacio de recién casados!), Tolstoi practica un hermoso gesto de redención. La princesa podía ser fea e incluso tonta, pero de pronto, vestida como un monigote, dice: “Mi vocación consiste en ser feliz con la felicidad de los demás”, y no odia a la institutriz sino que se compromete a hacerla feliz. En ese momento nos vamos del campo y, ya en la ciudad, llega la carta de Nikolai Rostov, desde el frente, que recibe su madre compungida y sus hermanas asustadas.
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