15.11.07

GUERRA Y PAZ, 7


Libro II, 4ª parte

Yo quería escribir una serie, digamos, técnica, es decir, de aquellos detalles de Guerra y paz que me parecen interesantes desde el punto de vista del artificio narrativo. Pero sucede que hay poco artificio. Todo es transparente, y cuesta dejar el libro para ir anotando mis impresiones, porque sólo hay una que habría que anotar constantemente, la fuerza con que te arrastra su lectura. Pero bueno, ya que he empezado, lo voy a terminar, que llevo aquí en el blog como trescientas páginas de retraso con respecto a la lectura.
En realidad lo que quiero es abstraerme del placer lector para enfocar la carpintería, el ritmo narrativo, la intuición para el detalle, y esa forma transparente y al mismo tiempo sólida de narrar. ¿Qué sobra?, me pregunto a veces, ¿qué no es información sustantiva?, ¿qué hay de prescindible decoración? Y casi siempre la respuesta es nada: lo que no casa (lo que no rima) con un hecho anterior es porque añade datos precisos o resume acontecimientos largos y complejos. A cada momento me asalta la idea de que en los párrafos, por ejemplo, de información histórica, la proporción de material aprovechado debe de ser por lo menos del uno por cien con respecto a la del material estudiado. Todo da esa sensación de máximo escrúpulo, de haber sacrificado cualquier desliz de literatura gratuita que apareciese en la narración. Nunca la prosa se adueña de los hechos, jamás el narrador se duerme en la suerte.
“Nuestra naturaleza moral nos prohíbe estar ociosos y tranquilos al mismo tiempo”, dice, a propósito de un brillante juego narrativo con el que inicia esta parte. La frase es un resumen transparente de unas cuantas ideas, pero sobre todo una: la idea de que la moral forma parte de nuestra naturaleza. Eso, teniendo en cuenta que el tirillas de Anatole protagonizará en el próximo capítulo las miserias de los héroes, es, desde luego, una forma de juicio previo. Por si no sabíamos que parte de aquel mundo que estaba lleno de degenerados -palabra que le ha ido rondando la pluma con todo el círculo de Elena Bezújov-, pronto nos vamos a enterar.
La frase lanza un cabo hacia delante pero también se ata en uno que quedó atrás. En cierto momento escribí que me había llamado la atención el poco caso que hacían los soldados de la realidad. Se limitaban a obedecer y cumplir con sus tareas diarias, aunque se estuvieran muriendo de hambre o los estuviera el enemigo friendo a cañonazos. Esa impasibilidad, esa fuerza sobrehumana de saltarse la evidencia de la muerte, entonces pensé que era típica de ese y de todos los ejércitos, y en cierto modo la única forma de soportarlos. Esa misma escena nos viene a la memoria cuando, después de la frase de marras, un espléndido párrafo termina con la definición del ejército como aquella profesión en la que el ocio es “obligatorio e irreprochable”, es decir, una forma de burlar la naturaleza moral.
Esta imagen, como tantas aquí, es como una lámpara que alumbrará este y otros capítulos, y de la que será difícil desprenderse cuando la novela vuelva a la guerra. El juicio contra el ocio, incluida su versión obligatoria, estará presente en las escenas de todos aquellos que toman el ocio no ya como una obligación sino como una marca de clase. Nos acordaremos cuando el emperador Alejandro esté bailando tan ricamente mientras Napoleón traspasa las fronteras rusas. Nos acordaremos, por supuesto, con el imbécil de Anatole, un vago patológico, la versión tolstoiana de don Juan (bueno, con permiso de Bronski, que tampoco es manco).
Pero no sólo son las frases, ni los párrafos, sino capítulos enteros. Esta parte, por ejemplo, es un preámbulo de la siguiente, una imagen, la de la caza, que se desarrollará después en otra caza de tipo amoroso, el gran capítulo de la seducción de Natacha. Digamos que un personaje vive una peripecia que a su vez es símbolo de la que después vivirán otros personajes.
Nikolai Rostov vuelve a casa. Se tiene que ocupar de la hacienda, porque al padre lo engañan sus administradores. Es el nuevo hombre de la casa y se aficiona a los perros. Este es todo el argumento. A partir de ahí, la hermosa, nunca excesiva descripción del otoño, con algunas frases impresionantes: “El aire olía a bosque marchito y a perros”, dice, antes de la espléndida escena de caza.
Salen a cazar “unos ciento treinta perros y veinte jinetes”, que se alían con otros cazadores y otras rehalas en una configuración similar a la de las batallas con Napoleón. Rostov confía en que su perro Karay pueda con el viejo lobo. La descripción del acoso al lobo es clara y minuciosa. Tolstoi siempre incluye un detalle menor cuando pensaríamos que ya es suficiente. Antes, al describir los preparativos, en una escena sin demasiado contenido, hemos visto a los criados, pero sobre todo a Danilo, el montero, turbado por estar bajo el mismo techo que Natacha. Es una bestia dócil. Los perros, al final de la cacería, no pueden con el lobo, pero Danilo se lanza al barro con un cuchillo y lo captura vivo.
El final, con el lobo vivo y un palo clavado en las fauces, las patas atadas y colgado de una cabalgadura, me ha recordado a Dientes, pólvora, febrero. Es muy difícil no sentir piedad por el lobo, no ver la cacería desde su pellejo. Rostov ha rezado para que su pero cazara al lobo, pero es su otro perro, Danilo, el esclavo, el que lo termina cazando.
Otra pieza, la liebre, da para que los amos pierdan la compostura en el empeño de sus perros. Pero no es, otra vez, el perro de Rostov sino el de su tío, un chucho viejo y feo. Los caros galgos del vecino ceremonioso y el perro de Nikolai no han podido con el viejo cazador. El tío, muy ufano y despreciativo, no deja de refregarles su conversación anterior, típica de cazadores jactanciosos, sobre el precio de los perros. La jornada de caza, la descripción de los perros cazando, dura veinte páginas. En ningún momento da la sensación de que sobre nada.
Pero esta derrota de los galgos caros es también una imagen que se refleja en la siguiente escena, una de las más famosas de la novela. Terminada la cacería, el viejo tío, el ganador que sólo llevaba un chucho, invita a sus parientes Rostov a un refrigerio campestre. El chucho nos ha transportado a la Rusia profunda, la que no necesita dogales de plata para cobrar una jodida liebre. La merienda que les ofrece es un menú de gastronomía popular rusa: “setas marinadas, galletas de centeno a base de leche cuajada, miel al natural y miel espumosa hervida, manzanas, nueces frescas tostadas, vodka y licores de fabricación casera”.
Remito a la página 747 de la edición de Muchnik para el célebre baile de Natacha, el por qué Natacha, instintivamente, sabe bailar la música que un mujik rasguea en su balalaica, ella que sólo ha conocido valses vieneses en su tierna y descansada juventud. En fin, el libro de Orlando Figes, El baile de Natacha, me espera para después.
El resto de la sección lo ocupan los amores de Nikilai Rostov y Sonia. En una escena muy copiada luego, es necesario que todos se disfracen de lo que no son para que tenga lugar el encuentro amoroso. La condesa ya le había preparado un matrimonio ventajoso con Julie que les ayudaría a salir del agujero económico. Pero la Navidad, la nieve y los trineos hacen que Rostov sienta por Sonia, que no tiene un rublo, lo que Andrei sintió por Natacha, que es, por cierto, la que ahora va repartiendo paz y felicidad, como antes Pierre, aunque solo sea para sobrellevar la desesperación de que el príncipe Andrei no haya vuelto y no esté pudiendo vivir intensamente toda su alegría.
Rostov marra el ojo, igual que cuando cazaba. Julie, una vieja de veintisiete años, acabará casándose con el joven Borís, que a su vez dejará colgada a la princesa María. El hilo es tan denso porque Tolstoi nunca deja de argumentar. todo se puede resumir en una frase, pero no hay ninguna frase que deba quitarse de un resumen cabal.

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