17.11.07

GUERRA Y PAZ, 8


Pierre sufre un bajón y vuelve al principio, a la vida licenciosa. Sus buenos propósitos no han servido de nada. Elena, su mujer, le llama la atención por sus costumbres disipadas y él decide marcharse a Moscú. Los personajes marchan de San Petersburgo a Moscú como quien va y viene del pueblo a la capital. El pueblo, por supuesto, es Moscú.
Todo esto se nos cuenta en el impactante primer párrafo. Pero Pierre no es un juerguista violento; incluso se caracteriza por aguar cualquier brote con una broma refrescante. No es, en principio, un juerguista dostoievskiano. Sabe beber, vaya. No obstante, su vida la resume Tolstói así: “De la lectura pasaba al sueño y del sueño a la charla en los salones y en el Club, de la charla a la disipación y a las mujeres, y de la disipación de nuevo a las charlas, a la violencia y al vino”. A la violencia, se supone, en calidad de testigo, porque Pierre sólo ejercerá verdadera violencia casi al final del capítulo, perfectamente sereno y por la mañana, con el impresentable Anatole Kuraguin.
Pero ahora entendemos la metáfora de los soldados que buscan ocupación en la trinchera para soportar el peligro. Los soldados viven en la guerra huyendo de ella, igual que el mundo vive su existencia negándola, a fuerza de dejarla pasar y de darle la espalda. No es, definitivamente, un comportamiento típico del ejército, como Tolstói dejará claro cuando suelte su retahíla de tópicos sobre la sensación de seguridad en los soldados de las diferentes naciones.
Los Bolkonski, por su parte, van también a pasar el invierno a Moscú. El viejo chochea y tiraniza a la princesa María, a la que relega por debajo de la institutriz francesa, que ya le provocó a María un disgusto amoroso, precisamente con Anatole Kuraguin. El viejo corteja a la institutriz. María, la hija, no tiene amigas, ni fomenta las que, como Julie, tenía por carta. María está sola. El detalle de que María y Julie ya no se dijesen nada porque ya no están separadas, porque en Moscú no estaría bien escribirse cartas, pero tampoco les apetece verse, me parece un tema estupendo para una novela corta.
Ya tenemos las tres historias de este capítulo, como en las series: la recaída de Pierre, las angustias de María y, por último, la familia de Natacha Rostov en Moscú, que será la última en aparecer. La cosa va in crescendo. El capítulo comienza, brevemente, con Pierre; sigue, con más amplitud, la historia de María (la hermana de Andréi), que incluye un encuentro desabrido entre María y Natacha, y a partir de ahí se desborda en la historia de Natacha, para terminar con una reconciliación agridulce entre Natacha y María –la guapa y la fea-, y el último acto, este sí, moderadamente violento de Pierre.
La historia de María no cobra la importancia de la de Natacha, desde luego, porque Tolstói no juega con la simetría de las series y de los folletines. No basta con que cada una de las tres historias se desarrolle paralelamente con su planteamiento, nudo y desenlace, sino que unas son contrapunto de otras, o sirven para explicarlas, o suenan como música de fondo, o se adueñan de las páginas.
Esta disposición moderna igualitaria de tres historias en tres tramos siempre me ha parecido un truco barato. Si aíslas cada una de las historias, por separado son simples, esquemáticas, sin verdadero desarrollo. Unas sirven para olvidarse de que las otras no han sido lo suficiente desarrolladas. Barajar historias y repartirlas de modo que ningún fragmento canse no es garantía de ninguna buena historia. La prueba es que es el método que emplean las series de televisión. Y demasiados novelistas
La historia secundaria, la de María, tiene dos momentos importantes: el egoísmo arcaico, de señor de Montenegro, del viejo Bolkonski, y la entrevista que mantienen las dos mujeres, las dos jovencitas: María, la hermana del futuro esposo Andréi, y su futura esposa, Natasha. Aquí Tolstói plantea una cosa muy sutil. María es todo corazón y se entrega a los pobres y ella misma sueña en ocasiones de debilidad con meterse a peregrina, pero a Natasha la desprecia como a gente de clase inferior. Se caen mal. Curiosamente, se caen mal, siendo como son ambas la misma persona, pero una en fea y desgraciada, y la otra bella y feliz, y ambas muy jóvenes, aunque parezca mentira. A la decepción de que no se caigan bien se superpone una especie de piedad creciente hacia María, y la justicia narrativa que se deriva de que un mismo corazón hermoso pueda habitar en cuerpos tan distintos.
El viejo Bolkonski se merece conocer el abandono antes de morir. Lo que más me irrita de él es que a su edad no haya sabido dominar ese genio tan tempestuoso. Ese tema sale con frecuencia en la novela, la capacidad de autodominio. Nos caen mal los personajes que no la tienen, y para Pierre ya es una cuestión vital. Se diría que su historia personal es la de quien lucha por dominarse. Por eso es un héroe, porque trata de vencer su propia naturaleza violenta y disipada. Los que no lo consiguen son, en cambio, personajes muy realistas. Este Bolklonski tiene todo el egoísmo y la irritabilidad de los viejos, pero también esa especie de narcisismo senil que les mueve a creer que una mujer joven puede enamorarse de ellos. Desprecia a su propia hija porque se interpone entre él y la institutriz, y cuando llegue Andréi lo primero que hará será discutir con él y echarlo de casa. El viejo es despreciable, pero en vez de convertirse en caricatura plana, resulta ser un retrato fidedigno de una conducta universal.
Qué distinto, qué diametralmente opuesto es el padre de Natacha, el viejo Rostov, un señor que no sabe qué hacer para tener contentas a sus hijas, un hombre bueno, incapaz de cerriles autoritarismos, que las pasa canutas intentando no hacer daño a sus hijas con lo que él, como padre, considera que les conviene. A las dos hijas se oponen sendos padres, y también sendos hermanos, Andréi y Nikolái Rostov, que protagonizarán el siguiente capítulo.
El centro de este capítulo, sin embargo, es de Natacha, su doloroso momento de debilidad. El estúpido Anatole, el bello Anatole, entra a seducirla al palco de su hermana, Elena, la condesa Bezújov, la esposa de Pierre, una mujer atractiva y “desnuda”, como severamente anota Tolstói (que también ha descrito al bailarín en términos despectivos y reprobatorios). Es curioso este conservadurismo moralista del narrador y que al mismo tiempo sepa describir perfectamente por qué se siente tan atraída por Anatole: “sintió horrorizada que entre los dos no había ninguna barrera”. Igual que Pierre, es capaz de ver su comportamiento, de juzgarlo y de temerlo, pero no de dominarlo.
Es tremendo. Anatole es idiota y Natacha se comporta como una niña, como lo que es. Elena Bezújov parece una madame, nos la imaginamos con cara de Circe, con cara de Glenn Close; su palco parece un putiferio, la pieza que representan es grosera y chabacana, y sin embargo lo entendemos todo, como si por encima del escritor hubiera un demiurgo que transfunde al todo un sentido exacto y profundo. Uno siente lo mismo que por aquellas mujeres hermosas que después de mucha espiritualidad y muchas lecturas son arrastradas por la vulgar belleza y el deseo, como si hubiesen encontrado a los habitantes de su verdadero país, un sitio donde la belleza está por encima de todo. Incluida la de Anatole. Nos quedamos preocupados con Natacha, pero no somos capaces de reprocharle nada. Ni nosotros ni Tolstói; por mucho que lo intente, su genio se lo impide.
“Un sentimiento incomprensible y turbador”, es el que sufre Natacha en la encerrona que le prepara Elena. El donjuán Anatole le arranca un beso, y Natacha ya no sabe de quién está enamorada. Su padre ha intentado sacar a sus hijas de la fiesta, pero no es como Bolkonski, capaz de montar un número autoritario (tampoco Bolkonski sería capaz de notar el peligro que corría la cándida Natacha). ¿Por qué seguimos echando toda la culpa a Anatole, si no es más que un picha brava, un señorito perdis?, ¿por qué no queremos que Natacha tenga defectos? Somos nosotros, los lectores, los que, de algún modo, estamos enamorados de Andrei, su prometido. Más incluso que de Natacha.
Todo se acelera en los preparativos del rapto de Natacha. Me acordaba de una escena parecida en Los hermanos Karamázov, mucho más detallista y truculenta. En esta me he sentido un poco como los niños cuando llaman exasperados al personaje ausente que puede desbaratarlo todo. ¡Cuéntaselo!, decimos a Sonia, perfectamente al cabo de lo que está pasando, la obnubilación aguda que padece Natacha. El arte de novelar hace que demos ya por hecho que nadie va a evitar el rapto, y que nos sorprenda que no sea Pierre el que finalmente lo impide, sino la tremenda María Dmítrievna, la tía de Natacha, su anfitriona en Moscú, una matrona tipo Pardo Bazán con cuyo mal genio, desde el principio, nos habíamos identificado, y a quien agradecemos su perspicacia y su rápida reacción en el último momento.
Pierre, cuando por fin se entera, reacciona de un modo patético. No le da dos hostias a Anatole pero lo coge de la pechara y le rompe un botón. El otro, acojonado primero, impertinente después, acepta el dinero de Pierre “con una sonrisa tímida y vil”, la misma que usa su hermana, Glenn Close. Pero eso no es todo. Pierre no sólo ha perdido el control de sus manos, pero este detalle se lo guarda Tolstói para el final.
¿Qué esperaríamos ahora? ¿Una reconciliación? ¿Qué no esperaríamos? La actitud de Andrei nos decepciona un poco, como si no mereciera la pena haber sufrido tanto con el enamoramiento de Natacha. Creíamos que Andréi se lo iba a tomar peor, y no sólo eso, sino que la princesa María también reacciona mal. Primero ha escrito a Natacha para calmar su conciencia (después del desabrido recibimiento que le dedicara, al principio de este círculo argumental), pero ahora Pierre ve en el rostro de María el alivio de quien se ha quitado de encima a una familia de clase inferior como la familia Rostov.
¿Es esto verdad, o es lo que ve Pierre? No sabríamos qué decir, porque la última escena, con Pierre medio declarándose a Natacha, desatadas no sus manos, pero sí su lengua, nos vuelve a llenar de confusión. ¿También Pierre? Pues sí. Tolstói ya nos había advertido de ello desde la primera línea.

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