Aquello fue un error. No debí haber dejado el folio con los resultados en la mesa de Elena. Lo hice con disimulo, con tanto que, según supe tiempo después, Elena ni siquiera se dio cuenta. Aquellas miradas que me dirigió mientras completaba su examen no eran de curiosidad, ni siquiera de compasión; era la actitud de quien deposita su mirada en un objeto cualquiera, mejor cuanto menos significativo, mientras por su mente van circulando los datos necesarios para resolver las ecuaciones. No sólo no supo que yo era quien había tratado de ayudarla, sino que tampoco utilizó aquella información para mejorar su nota. No lo necesitó, según dijo luego, según yo entendí al día siguiente, en una, para mí, tensa clase en la que Javier Santacruz fue nombrando a los alumnos y sus notas y al llegar a Elena Yuste la felicitó porque había resuelto muy bien dos de los tres ejercicios. Javier Santacruz sonreía y enarcaba los labios aprobatoriamente, y la gente miraba a Elena como si acabase de llegar, y Elena se ponía colorada. Eso no significaba que hubiese utilizado mi chuleta, porque yo no le había pasado el desarrollo, tan solo los resultados, y el profesor habría encontrado demasiado raro que alguien entregase solo el resultado, o que no se correspondiese con el desarrollo del problema. Si yo hubiera entregado mi papel, habría podido pensar que yo sí había copiado, pero Elena no era sospechosa. Yo acababa de llegar. Aún no me había enterado de que era una de las más aplicadas de la clase.
Ni en esa ni en las siguientes clases volvió Elena a mirarme. No hubo en ella ninguna sonrisa de complicidad, ni siquiera de reprobación. Yo, a sus ojos, no estaba más vivo que la mesa o la pizarra, y desde luego era mucho menos útil y en absoluto interesante. Mi gran debut en la conciencia de la clase se vio frustrado por un arrebato de sentimentalismo. ¿Qué pretendía yo con eso? ¿Qué había sido de la chuleta? Si Elena no la necesitaba, incluso podría haber pensado que yo quería sembrar su examen inmaculado con pruebas falsas. Era posible que me tomara como un vulgar ligón que se exhibe ante las chicas demostrándole que es más inteligente que ellas. Pero no, ni siquiera eso. Fue un error porque dio lo mismo hacerlo que no hacerlo. Fue una pérdida de tiempo, la ficción de que yo podía pertenecer al mundo real. La ilusión de que no era un fantasma.
Fue entonces cuando, sin querer, empecé a aprender el castellano. Yo había decidido convertirme en militante de la inactividad. Me negaba a demostrar nada ni a entender nada. Me daba igual lo que pensasen. Estaba allí porque las leyes españolas y mis padres rusos me obligaban a estar. Llegar a clase era entrar en una cámara de silencio donde sólo escuchaba mi propio corazón. Cuando me dejaban, leía. Abría un libro escrito en cirílico y leía. Me producía un cierto placer que mis compañeros me viesen leer en una lengua que ellos no sólo jamás iban a comprender sino que en muchos casos serían, aunque quisiesen, incapaces de aprender. Un libro abierto era toda mi respuesta. Sencillamente, vivía en otro mundo. Pero no era tonto.
Un día, en clase de literatura, la profesora nombró a un alumno que llevaba la cabeza rapada y unos tufos acaracolados en el cuello. Había varios así. El único peinado raro era el mío, siempre con la raya al lado y el pelo muy liso, y un flequillo que me tapaba la frente cuando bajaba la cabeza para leer. Entendí claramente que le pedía que leyese. El chico dijo que no. No fue insolencia. Yo supe que no era insolencia, y creo que la profesora también, pero sólo se oyó un “no” que rebotó en las cristaleras de la clase e hizo que todos se volvieran expectantes a quien se había negado con tanta claridad. Entendí la palabra no. Antes ya sabía que no era no, pero sólo entonces capté con toda claridad su pronunciación. Sólo entonces le presté atención. La profesora se lo volvió a preguntar, y por la entonación yo capté que le preguntaba por qué no quería leer. El chico se frotó lo dientes con los labios sin abrir la boca, y dijo algo de leer, precedido de un verbo que entonces no entendí y que debió de ser algo como no quiero o no me gusta, porque la profesora bajó el tono y levantó la cabeza, y le preguntó por qué no, entendí la palabra por qué.
“Porque no puedo”, respondió el chico. Entendí la palabra puedo; no sé cómo, pero la entendí como lo entendía a él. Entendí que el chico tenía miedo a trabucarse, a ponerse nervioso, a no controlar la voz, a temblar, a todo eso que yo vi más de una vez en la escuela de Irkutsk. Pero no podía explicarlo. No podía decir porque me pongo muy nervioso y me tiembla la voz. Estoy seguro de que no lo dijo porque no dijo nada. Se calló. No salía del no puedo. Repitió el no puedo y se puso muy nervioso, como si se cerniera sobre su maltrecho sistema coronario una risotada general.
También vi que todo el mundo lo comprendía, y en la claridad con que hablaba la profesora, en el cuidado que ponía en la pronunciación y en un tono suave y firme, supuse que le estaba quitando importancia al asunto, que estaba explicando el fenómeno igual que Javier Santacruz explicó lo de los lápices en el espacio, y que, es de esperar, luego le decía que no leyese si no quería, pero que ese paso habría que darlo tarde o temprano. Después mandó leer a Elena. “¿Quieres leer, Elena?”, dijo. Eso ya lo entendí perfectamente.
En la siguiente clase, que creo que era de Historia, aunque podría haber sido también de filosofía, o de ciencias naturales, alguna de esas asignaturas en las que el profesor, sentado en su asiento, no para de hablar y los alumnos de copiar, y que nunca necesitan que sea escrito ningún nombre en la pizarra ni desenrollado ningún mapa; antes de empezar una de aquellas clases, cuando el profesor, un hombre viejo con bigote, estaba dejando su cartera en la silla y los alumnos aún seguían sentados encima de sus mesas, momentos antes de que se sentasen, para no llamar la atención, me acerqué al profesor y le enseñé la portada de la Vida e insólitas aventuras de Vladímir Voinovich, y le pregunté:
-¿Puedo leer?
-Ah, sí, sí –me dijo el señor, mientras se quitaba el abrigo. Dijo algo más pero yo no lo entendí. Le agradecí su comprensión, me senté en mi silla y abrí el libro encima de la mesa. Los de las mesas de al lado miraban las letras cirílicas. Una chica de las guapas me preguntó algo, no sé qué. Yo me había ya gastado dos palabras, de las cuatro que sabía:
-No –le dije, pero no, desde luego, de modo frío, ni siquiera displicente o descortés, sino como aquel que empieza la frase no… entiendo pero no sabe cómo se dice entiendo. La chica me miró como si fuera tonto, se dio media vuelta y se fue a sentar.
Pero daba lo mismo. Podría haberle preguntado por qué, pero ella estaba lejos, no me habría oído, ni entendido. Ya había conseguido dejar claro que en otro idioma yo era una persona normal, y eso era suficiente.
A partir de entonces vinieron días de asombro y felicidad. Los pocos días que me dejaron leer a mis anchas, antes de que a los profesores les pareciese mal que yo leyese (del mismo modo que antes no les parecía mal que yo mirase a la pared sin entender nada), ahora los recuerdo como los mejores de todos aquellos años. En mi casa había cinco libros. Nadie pensó, cuando salíamos de Irkustk, lo necesarios que iban a ser los libros, de modo que todo el mundo se limitó a coger aquel que estuviera leyendo en esos momentos. Había que ahorrar equipaje y había que llevar lo mismo que llevaríamos a una ausencia temporal, y confiar en que las bibliotecas españolas tuviesen fondos en lengua rusa. Pero, al mismo tiempo, había que hacer un esfuerzo por aprender castellano. La más interesada en este punto era mi hermana, que salió de Irkustk con la idea muy clara de no volver jamás, y por eso sólo cogió un diccionario ruso-español, que era bastante gordo. Mis padres, por su parte, sentían la necesidad contraria, que nunca nos olvidásemos de que ir a España era sólo la mitad del viaje. Por eso quisieron traer una representación de aquellos clásicos que yo siempre me había negado a leer. Mi padre se trajo El idiota, y mi madre Guerra y paz.
El abuelo iba a lo suyo. Me cambió su derecho a llevar un libro por mi silencio. Así que vine con la novela de Voinóvich y los poemas de Tiútchev. A los dieciséis años yo escribía poemas. El abuelo me dejó llevar su libro y a cambio yo no dije nada. Sólo después de tres días de viaje, aplastados los cinco en el Lada de antes de la reunificación, sólo cuando ya circulábamos por territorio español mis padres se enteraron de que el abuelo también traía un cachorro de galgo ruso, una perrita recién nacida, Ruska, que se había metido al bolsillo del chaquetón. El abuelo tenía tal aspecto de mujik, con su gorra de visera y sus largos bigotes, su chaquetón cruzado y las perneras de los pantalones metidas dentro de las botas, que nadie se había parado a registrarle en serio.
El libro de Voinóvich me duró una semana, así que tuve de tirar de los clásicos, de Tólstoi y de Dostoievsky, por primera vez en mi vida. He leído después muchas veces la obra del uno y del otro, y casi siempre lo he hecho tratando de recuperar la sensación que yo tenía en el instituto Botánico Loscos de Teruel, en una de aquellas aulas de altos ventanales de madera y una pizarra llena de signos incomprensibles, arrullado por el sonido de un idioma extraño, protegido por la indiferencia total de quienes me rodeaban, entregado a la lectura con una desesperación de cría que después de perderse del rebaño encuentra de pronto a su madre. Jamás había sentido antes el ruso, la lengua rusa, la literatura rusa como aquello que servía para no perder yo también interés por mí mismo. En casa, en el primer piso donde fuimos a vivir, había una tele pero daba lo mismo porque no entendíamos nada. Sólo la veía mi hermana, desde que se levantaba hasta que se iba a trabajar, y desde que volvía hasta que se acostaba, siempre con un lápiz y un cuaderno para ir entresacando aquellas palabras que entendía y repasar las listas de frases que le habían dado en la asociación de inmigrantes. Mis padres volvían tan cansados que a los cinco minutos de televisión española se dormían. El abuelo siempre estaba paseando a Ruska. No había ordenador. No teníamos MP3, ni un sintonizador de radio que llegase a Rusia. Pero, sobre todo, no teníamos ordenador.
Así que, si no llega a ser por los libros, yo creo que me habría desesperado. Aunque, como digo, aquel extraño, nuevo y definitivo placer duró poco. Yo no prestaba atención a nada de lo que se decía en clase, pero lo iba entendiendo sin querer. Mi voluntad estaba con las páginas de Dostoievsky pero en mi cerebro entraban sonidos cada vez más familiares. En clase de matemáticas se hizo muy difícil no prestar atención. Era la única en la que no sacaba mi libro en ruso, y yo creo que, más que por el hecho de entender lo que había escrito en la pizarra, lo hacía como un gesto dedicado al profesor, del que, por supuesto, tampoco tenía por qué darse cuenta. En más de una ocasión yo podría haber dicho en voz alta un número que ya sabía pronunciar en español y que era el resultado del problema que había escrito en la pizarra, pero me retraía la morbosa felicidad que disfrutaba el resto de las clases, metido en mí mismo, completamente protegido. Pero en todos los placeres hay un momento culminante que sólo se identifica retrospectivamente. En el momento de vivirlo, sólo sentimos que ese placer es prolongable y, sobre todo, mejorable. Queremos adornarlo, enriquecerlo, perfeccionarlo, y no hacemos sino destruirlo. Y así ocurrió que la gente me quiso ayudar.
Un día Javier Santacruz me abordó por el pasillo. Yo me fiaba de él y lo acompañé adonde me dijo. Me metió en el despacho del educador. Lo llamaban así, el educador. Entendí casi todo lo que dijo Javier Santacruz. Estaba muy enfadado. El educador parecía sorprendido, como si no me hubiesen desatendido por negligencia sino porque no se hubiesen apercibido de mi cuerpo, como el resto del instituto. Yo no debía estar en la clase en la que estaba, pero, por alguna razón, a nadie salvo al profesor de matemáticas le había parecido raro.
Así que me metieron en una clase con ocho extranjeros de distintas edades, a aprender castellano. Aquel cambio me sentó muy mal. Podía seguir asistiendo a dos o tres asignaturas, pero tres horas diarias las pasaba en una clase donde nadie iba al mismo ritmo y todos intentaban hacer amistades. Los extranjeros de un país acaban reduciendo su origen al de no ser de donde viven, de modo que entre un asiático y un africano surgen complicidades casi patrióticas. Les une la negación, el hecho de no ser de allí, de no hablar como los otros. Pronto, cuando la colonia crece, los grupúsculos se organizarán en torno a los que hablan la misma lengua, y esas colmenas ya no se mezclarán jamás. Habrá intercambio residual de abejas temerarias, optimistas o despistadas, pero habrán de pasar largos años hasta que sea la naturaleza, y no el individuo, la que vaya borrando las diferencias.
De modo que no sólo estaba obligado a aprender castellano aunque no quisiese sino a relacionarme con los demás. Aparte quedaban los intocables nacionales. Había un búlgaro con el que se daba por supuesto que teníamos que entendernos, y varios chinos, con uno de los cuales, Wu, me llevaba mejor que con los otros. A él tampoco le gustaba hablar, ni tenía interés por aprender el castellano, ni quería salirse de la burbuja. Wu seguía viviendo en China. Cuando entrábamos en la sala de ordenadores, Wu conectaba una especie de módem y veía series de televisión chinas, se conectaba a foros chinos, bajaba música china o grababa las portadas de los diarios chinos para llevárselas a su familia. Tardamos mucho tiempo en hablar, pero antes, por gestos, por medias sonrisas y porque la profesora de español nos puso juntos, Wu me enseñó el secreto para prescindir por completo de un país que no es el tuyo.
A mí me daba lo mismo, pero pensé que a mi familia le vendría bien. A pesar de que mi padre se había traído su trompeta, en casa solía reinar un silencio abrumado, un aire de provisionalidad contra el que mi madre trataba de luchar forrando los muebles de caña con telas tradicionales rusas o decorando un rincón del salón vacío con iconos y con velas. Nadie, salvo mi hermana, soportaba la televisión en castellano, y todo el mundo, salvo mi abuelo, parecía estar triste. Antes de salir a la primera parte de nuestro viaje mi madre abrió un riguroso libro de cuentas en el que no cabían gastos como comprarse móviles para todos, televisiones donde se viesen todos los canales o, desde luego, un ordenador. De ser un simple acuerdo, la austeridad se convirtió en una necesidad, luego en un vicio y más tarde en una cuestión de conciencia. Pero la idea de volver a Rusia fue más fuerte que todo eso.
Ni en esa ni en las siguientes clases volvió Elena a mirarme. No hubo en ella ninguna sonrisa de complicidad, ni siquiera de reprobación. Yo, a sus ojos, no estaba más vivo que la mesa o la pizarra, y desde luego era mucho menos útil y en absoluto interesante. Mi gran debut en la conciencia de la clase se vio frustrado por un arrebato de sentimentalismo. ¿Qué pretendía yo con eso? ¿Qué había sido de la chuleta? Si Elena no la necesitaba, incluso podría haber pensado que yo quería sembrar su examen inmaculado con pruebas falsas. Era posible que me tomara como un vulgar ligón que se exhibe ante las chicas demostrándole que es más inteligente que ellas. Pero no, ni siquiera eso. Fue un error porque dio lo mismo hacerlo que no hacerlo. Fue una pérdida de tiempo, la ficción de que yo podía pertenecer al mundo real. La ilusión de que no era un fantasma.
Fue entonces cuando, sin querer, empecé a aprender el castellano. Yo había decidido convertirme en militante de la inactividad. Me negaba a demostrar nada ni a entender nada. Me daba igual lo que pensasen. Estaba allí porque las leyes españolas y mis padres rusos me obligaban a estar. Llegar a clase era entrar en una cámara de silencio donde sólo escuchaba mi propio corazón. Cuando me dejaban, leía. Abría un libro escrito en cirílico y leía. Me producía un cierto placer que mis compañeros me viesen leer en una lengua que ellos no sólo jamás iban a comprender sino que en muchos casos serían, aunque quisiesen, incapaces de aprender. Un libro abierto era toda mi respuesta. Sencillamente, vivía en otro mundo. Pero no era tonto.
Un día, en clase de literatura, la profesora nombró a un alumno que llevaba la cabeza rapada y unos tufos acaracolados en el cuello. Había varios así. El único peinado raro era el mío, siempre con la raya al lado y el pelo muy liso, y un flequillo que me tapaba la frente cuando bajaba la cabeza para leer. Entendí claramente que le pedía que leyese. El chico dijo que no. No fue insolencia. Yo supe que no era insolencia, y creo que la profesora también, pero sólo se oyó un “no” que rebotó en las cristaleras de la clase e hizo que todos se volvieran expectantes a quien se había negado con tanta claridad. Entendí la palabra no. Antes ya sabía que no era no, pero sólo entonces capté con toda claridad su pronunciación. Sólo entonces le presté atención. La profesora se lo volvió a preguntar, y por la entonación yo capté que le preguntaba por qué no quería leer. El chico se frotó lo dientes con los labios sin abrir la boca, y dijo algo de leer, precedido de un verbo que entonces no entendí y que debió de ser algo como no quiero o no me gusta, porque la profesora bajó el tono y levantó la cabeza, y le preguntó por qué no, entendí la palabra por qué.
“Porque no puedo”, respondió el chico. Entendí la palabra puedo; no sé cómo, pero la entendí como lo entendía a él. Entendí que el chico tenía miedo a trabucarse, a ponerse nervioso, a no controlar la voz, a temblar, a todo eso que yo vi más de una vez en la escuela de Irkutsk. Pero no podía explicarlo. No podía decir porque me pongo muy nervioso y me tiembla la voz. Estoy seguro de que no lo dijo porque no dijo nada. Se calló. No salía del no puedo. Repitió el no puedo y se puso muy nervioso, como si se cerniera sobre su maltrecho sistema coronario una risotada general.
También vi que todo el mundo lo comprendía, y en la claridad con que hablaba la profesora, en el cuidado que ponía en la pronunciación y en un tono suave y firme, supuse que le estaba quitando importancia al asunto, que estaba explicando el fenómeno igual que Javier Santacruz explicó lo de los lápices en el espacio, y que, es de esperar, luego le decía que no leyese si no quería, pero que ese paso habría que darlo tarde o temprano. Después mandó leer a Elena. “¿Quieres leer, Elena?”, dijo. Eso ya lo entendí perfectamente.
En la siguiente clase, que creo que era de Historia, aunque podría haber sido también de filosofía, o de ciencias naturales, alguna de esas asignaturas en las que el profesor, sentado en su asiento, no para de hablar y los alumnos de copiar, y que nunca necesitan que sea escrito ningún nombre en la pizarra ni desenrollado ningún mapa; antes de empezar una de aquellas clases, cuando el profesor, un hombre viejo con bigote, estaba dejando su cartera en la silla y los alumnos aún seguían sentados encima de sus mesas, momentos antes de que se sentasen, para no llamar la atención, me acerqué al profesor y le enseñé la portada de la Vida e insólitas aventuras de Vladímir Voinovich, y le pregunté:
-¿Puedo leer?
-Ah, sí, sí –me dijo el señor, mientras se quitaba el abrigo. Dijo algo más pero yo no lo entendí. Le agradecí su comprensión, me senté en mi silla y abrí el libro encima de la mesa. Los de las mesas de al lado miraban las letras cirílicas. Una chica de las guapas me preguntó algo, no sé qué. Yo me había ya gastado dos palabras, de las cuatro que sabía:
-No –le dije, pero no, desde luego, de modo frío, ni siquiera displicente o descortés, sino como aquel que empieza la frase no… entiendo pero no sabe cómo se dice entiendo. La chica me miró como si fuera tonto, se dio media vuelta y se fue a sentar.
Pero daba lo mismo. Podría haberle preguntado por qué, pero ella estaba lejos, no me habría oído, ni entendido. Ya había conseguido dejar claro que en otro idioma yo era una persona normal, y eso era suficiente.
A partir de entonces vinieron días de asombro y felicidad. Los pocos días que me dejaron leer a mis anchas, antes de que a los profesores les pareciese mal que yo leyese (del mismo modo que antes no les parecía mal que yo mirase a la pared sin entender nada), ahora los recuerdo como los mejores de todos aquellos años. En mi casa había cinco libros. Nadie pensó, cuando salíamos de Irkustk, lo necesarios que iban a ser los libros, de modo que todo el mundo se limitó a coger aquel que estuviera leyendo en esos momentos. Había que ahorrar equipaje y había que llevar lo mismo que llevaríamos a una ausencia temporal, y confiar en que las bibliotecas españolas tuviesen fondos en lengua rusa. Pero, al mismo tiempo, había que hacer un esfuerzo por aprender castellano. La más interesada en este punto era mi hermana, que salió de Irkustk con la idea muy clara de no volver jamás, y por eso sólo cogió un diccionario ruso-español, que era bastante gordo. Mis padres, por su parte, sentían la necesidad contraria, que nunca nos olvidásemos de que ir a España era sólo la mitad del viaje. Por eso quisieron traer una representación de aquellos clásicos que yo siempre me había negado a leer. Mi padre se trajo El idiota, y mi madre Guerra y paz.
El abuelo iba a lo suyo. Me cambió su derecho a llevar un libro por mi silencio. Así que vine con la novela de Voinóvich y los poemas de Tiútchev. A los dieciséis años yo escribía poemas. El abuelo me dejó llevar su libro y a cambio yo no dije nada. Sólo después de tres días de viaje, aplastados los cinco en el Lada de antes de la reunificación, sólo cuando ya circulábamos por territorio español mis padres se enteraron de que el abuelo también traía un cachorro de galgo ruso, una perrita recién nacida, Ruska, que se había metido al bolsillo del chaquetón. El abuelo tenía tal aspecto de mujik, con su gorra de visera y sus largos bigotes, su chaquetón cruzado y las perneras de los pantalones metidas dentro de las botas, que nadie se había parado a registrarle en serio.
El libro de Voinóvich me duró una semana, así que tuve de tirar de los clásicos, de Tólstoi y de Dostoievsky, por primera vez en mi vida. He leído después muchas veces la obra del uno y del otro, y casi siempre lo he hecho tratando de recuperar la sensación que yo tenía en el instituto Botánico Loscos de Teruel, en una de aquellas aulas de altos ventanales de madera y una pizarra llena de signos incomprensibles, arrullado por el sonido de un idioma extraño, protegido por la indiferencia total de quienes me rodeaban, entregado a la lectura con una desesperación de cría que después de perderse del rebaño encuentra de pronto a su madre. Jamás había sentido antes el ruso, la lengua rusa, la literatura rusa como aquello que servía para no perder yo también interés por mí mismo. En casa, en el primer piso donde fuimos a vivir, había una tele pero daba lo mismo porque no entendíamos nada. Sólo la veía mi hermana, desde que se levantaba hasta que se iba a trabajar, y desde que volvía hasta que se acostaba, siempre con un lápiz y un cuaderno para ir entresacando aquellas palabras que entendía y repasar las listas de frases que le habían dado en la asociación de inmigrantes. Mis padres volvían tan cansados que a los cinco minutos de televisión española se dormían. El abuelo siempre estaba paseando a Ruska. No había ordenador. No teníamos MP3, ni un sintonizador de radio que llegase a Rusia. Pero, sobre todo, no teníamos ordenador.
Así que, si no llega a ser por los libros, yo creo que me habría desesperado. Aunque, como digo, aquel extraño, nuevo y definitivo placer duró poco. Yo no prestaba atención a nada de lo que se decía en clase, pero lo iba entendiendo sin querer. Mi voluntad estaba con las páginas de Dostoievsky pero en mi cerebro entraban sonidos cada vez más familiares. En clase de matemáticas se hizo muy difícil no prestar atención. Era la única en la que no sacaba mi libro en ruso, y yo creo que, más que por el hecho de entender lo que había escrito en la pizarra, lo hacía como un gesto dedicado al profesor, del que, por supuesto, tampoco tenía por qué darse cuenta. En más de una ocasión yo podría haber dicho en voz alta un número que ya sabía pronunciar en español y que era el resultado del problema que había escrito en la pizarra, pero me retraía la morbosa felicidad que disfrutaba el resto de las clases, metido en mí mismo, completamente protegido. Pero en todos los placeres hay un momento culminante que sólo se identifica retrospectivamente. En el momento de vivirlo, sólo sentimos que ese placer es prolongable y, sobre todo, mejorable. Queremos adornarlo, enriquecerlo, perfeccionarlo, y no hacemos sino destruirlo. Y así ocurrió que la gente me quiso ayudar.
Un día Javier Santacruz me abordó por el pasillo. Yo me fiaba de él y lo acompañé adonde me dijo. Me metió en el despacho del educador. Lo llamaban así, el educador. Entendí casi todo lo que dijo Javier Santacruz. Estaba muy enfadado. El educador parecía sorprendido, como si no me hubiesen desatendido por negligencia sino porque no se hubiesen apercibido de mi cuerpo, como el resto del instituto. Yo no debía estar en la clase en la que estaba, pero, por alguna razón, a nadie salvo al profesor de matemáticas le había parecido raro.
Así que me metieron en una clase con ocho extranjeros de distintas edades, a aprender castellano. Aquel cambio me sentó muy mal. Podía seguir asistiendo a dos o tres asignaturas, pero tres horas diarias las pasaba en una clase donde nadie iba al mismo ritmo y todos intentaban hacer amistades. Los extranjeros de un país acaban reduciendo su origen al de no ser de donde viven, de modo que entre un asiático y un africano surgen complicidades casi patrióticas. Les une la negación, el hecho de no ser de allí, de no hablar como los otros. Pronto, cuando la colonia crece, los grupúsculos se organizarán en torno a los que hablan la misma lengua, y esas colmenas ya no se mezclarán jamás. Habrá intercambio residual de abejas temerarias, optimistas o despistadas, pero habrán de pasar largos años hasta que sea la naturaleza, y no el individuo, la que vaya borrando las diferencias.
De modo que no sólo estaba obligado a aprender castellano aunque no quisiese sino a relacionarme con los demás. Aparte quedaban los intocables nacionales. Había un búlgaro con el que se daba por supuesto que teníamos que entendernos, y varios chinos, con uno de los cuales, Wu, me llevaba mejor que con los otros. A él tampoco le gustaba hablar, ni tenía interés por aprender el castellano, ni quería salirse de la burbuja. Wu seguía viviendo en China. Cuando entrábamos en la sala de ordenadores, Wu conectaba una especie de módem y veía series de televisión chinas, se conectaba a foros chinos, bajaba música china o grababa las portadas de los diarios chinos para llevárselas a su familia. Tardamos mucho tiempo en hablar, pero antes, por gestos, por medias sonrisas y porque la profesora de español nos puso juntos, Wu me enseñó el secreto para prescindir por completo de un país que no es el tuyo.
A mí me daba lo mismo, pero pensé que a mi familia le vendría bien. A pesar de que mi padre se había traído su trompeta, en casa solía reinar un silencio abrumado, un aire de provisionalidad contra el que mi madre trataba de luchar forrando los muebles de caña con telas tradicionales rusas o decorando un rincón del salón vacío con iconos y con velas. Nadie, salvo mi hermana, soportaba la televisión en castellano, y todo el mundo, salvo mi abuelo, parecía estar triste. Antes de salir a la primera parte de nuestro viaje mi madre abrió un riguroso libro de cuentas en el que no cabían gastos como comprarse móviles para todos, televisiones donde se viesen todos los canales o, desde luego, un ordenador. De ser un simple acuerdo, la austeridad se convirtió en una necesidad, luego en un vicio y más tarde en una cuestión de conciencia. Pero la idea de volver a Rusia fue más fuerte que todo eso.