He vuelto a dejar las Geórgicas otra buena temporada, por lo menos hasta después del verano. Me absorben demasiado, son un placer sin imperfecciones. Cuando despliego el tinglado traductor la velocidad se hace vertical. Tengo siempre al lado el comentario que escribió Mynors, el último editor oxoniense de Virgilio, un libro cuya lectura se impone muchas veces a la traducción y abre seductoramente puertas que me llevan a los tomos de Loeb de Plinio el Viejo, a las traducciones de Varrón o Columela o a la edición italiana de Catón, o al delicioso Farm equipment of the roman world, lleno de dibujos etnográficos de los aperos, con esa sencillez cautivadora que ya canté en estas bernardinas a propósito de Julio Caro.
Y, como también hay que avanzar, suelo tener cerca varias traducciones y algunos otros poetas cuyos alejandrinos me resultan más apropiados para Virgilio. Hablo de cuestiones rítmicas y de orden de palabras, porque forma parte del placer atenerse a la literalidad, no parafrasear ni adornar lo que es hermoso por sí mismo. Las Geórgicas apenas tienen más metáforas que las que surgen de la mitología o de la hipálage, ese sutil recurso que consiste en poner a las cosas adjetivos que no le corresponden, pero que las describen con extrema exactitud. Por lo demás, Virgilio se limita a describir la grandiosidad de la naturaleza y la laboriosidad del labrador. Es como una batalla que sólo puede ganarse con voluntad y con resignación, y da igual que se trate de fundar Roma como de plantar un campo de cebollas. Virgilio describe con emoción, pero no la desparrama, es como si fuese dando brillo a las cráteras de la vitrina, como si los versos hubiesen sido pronunciados con la naturalidad eterna de la lengua y las palabras hubieran ya nacido así dispuestas. No hay una pizca de barroquismo ni de alarde retórico, todo está ordenado para que el objeto más humilde luzca lo mismo que la selva más exuberante. Leo a veces a fray Luis de Granada, sus cosas de la Guía de maravillas, y entiendo que esa unción, esa reverencia por la naturaleza, porque los objetos se luzcan sin necesidad de ponerles flores, nace aquí, en Virgilio.
Por eso, la traducción ideal de Virgilio debería haberla hecho, aparte de fray Luis de León, Antonio Machado, y los alejandrinos de Campos de Castilla tienen la misma sustancia poética, esa mirada que se redime en las cosas, en el afecto y en la entrega a todo lo que nos pueden ofrecer las cosas sin necesidad de que nosotros las mejoremos con nuestras ocurrencias. Lo de fray Luis de León es aparte. Mientras traduzco no lo leo porque inmediatamente decido que es inútil continuar. Las demás traducciones, salvo la de Lorenzo Riber en prosa (de hace casi ya setenta años), que sí recoge ese espíritu virgiliano, machadiano, creo que se apartan del sentido último de este poema. La de Aurelio Espinosa, la única que ahora circula en verso, me parece demasiado embutida, frecuenta los versos hermosos pero le falta sencillez. Lo que nos deslumbra de Virgilio, siempre, es su arrebatadora sencillez, como si nunca hubiese una manera más bella de decir (de nombrar, más bien) los objetos que nos acompañan en la vida.
Sin embargo, como Machado acaba también desanimando, como fray Luis, frecuento algunos otros alejandrinos como los de Mariano Roldán para la versión de la Farsalia, que a Lucano le vienen muy bien porque Lucano sí es barroco, y que tiene una proporción muy ajustada con respecto al original; es decir, el número de versos que se emplean para decir lo mismo en una y otra lengua no marran en más de un 10 o un 15%. Eso es muy poco en Virgilio. Creo que el castellano, para sonar así de natural, tiene que respirar hasta un 20 o 25%.
Así suena, por ejemplo, en los alejandrinos de Antonio Colinas en Noche más allá de la noche (el célebre grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio), y que durante tiempo pensé que eran el otro extremo de Machado, el verso que tiene que sonar por encima de todo, aunque por el camino pierda un poco de hondura. Estos días, leyendo Desiertos de la luz, el último poemario de Colinas, veo a Machado en muchas partes, incluso explícito en más de un poema, algo que no es nuevo en Colinas, pero que sólo ahora, después de su última trilogía de ascetismo cotidiano, ve a Machado de frente, habla con su misma hondura, como si Machado fuera el fin último en un camino de perfección para el que se necesita una valiente profesión de desnudez.
Sí, ese es el verso que le va a Virgilio, como si las palabras fueran flores del campo sin catalogar, margaritas diminutas que jamás han estado en los jarrones de los palacios ni en las tumbas de los héroes. Eso es lo que, mientras traduzco, intento que salga, pero sé que es imposible y ya no me preocupa. Lo importante es el proceso, la pluma, los libros. El camino de perfección es ese. Si ha de salir un verso bueno, ya saldrá.
Y, como también hay que avanzar, suelo tener cerca varias traducciones y algunos otros poetas cuyos alejandrinos me resultan más apropiados para Virgilio. Hablo de cuestiones rítmicas y de orden de palabras, porque forma parte del placer atenerse a la literalidad, no parafrasear ni adornar lo que es hermoso por sí mismo. Las Geórgicas apenas tienen más metáforas que las que surgen de la mitología o de la hipálage, ese sutil recurso que consiste en poner a las cosas adjetivos que no le corresponden, pero que las describen con extrema exactitud. Por lo demás, Virgilio se limita a describir la grandiosidad de la naturaleza y la laboriosidad del labrador. Es como una batalla que sólo puede ganarse con voluntad y con resignación, y da igual que se trate de fundar Roma como de plantar un campo de cebollas. Virgilio describe con emoción, pero no la desparrama, es como si fuese dando brillo a las cráteras de la vitrina, como si los versos hubiesen sido pronunciados con la naturalidad eterna de la lengua y las palabras hubieran ya nacido así dispuestas. No hay una pizca de barroquismo ni de alarde retórico, todo está ordenado para que el objeto más humilde luzca lo mismo que la selva más exuberante. Leo a veces a fray Luis de Granada, sus cosas de la Guía de maravillas, y entiendo que esa unción, esa reverencia por la naturaleza, porque los objetos se luzcan sin necesidad de ponerles flores, nace aquí, en Virgilio.
Por eso, la traducción ideal de Virgilio debería haberla hecho, aparte de fray Luis de León, Antonio Machado, y los alejandrinos de Campos de Castilla tienen la misma sustancia poética, esa mirada que se redime en las cosas, en el afecto y en la entrega a todo lo que nos pueden ofrecer las cosas sin necesidad de que nosotros las mejoremos con nuestras ocurrencias. Lo de fray Luis de León es aparte. Mientras traduzco no lo leo porque inmediatamente decido que es inútil continuar. Las demás traducciones, salvo la de Lorenzo Riber en prosa (de hace casi ya setenta años), que sí recoge ese espíritu virgiliano, machadiano, creo que se apartan del sentido último de este poema. La de Aurelio Espinosa, la única que ahora circula en verso, me parece demasiado embutida, frecuenta los versos hermosos pero le falta sencillez. Lo que nos deslumbra de Virgilio, siempre, es su arrebatadora sencillez, como si nunca hubiese una manera más bella de decir (de nombrar, más bien) los objetos que nos acompañan en la vida.
Sin embargo, como Machado acaba también desanimando, como fray Luis, frecuento algunos otros alejandrinos como los de Mariano Roldán para la versión de la Farsalia, que a Lucano le vienen muy bien porque Lucano sí es barroco, y que tiene una proporción muy ajustada con respecto al original; es decir, el número de versos que se emplean para decir lo mismo en una y otra lengua no marran en más de un 10 o un 15%. Eso es muy poco en Virgilio. Creo que el castellano, para sonar así de natural, tiene que respirar hasta un 20 o 25%.
Así suena, por ejemplo, en los alejandrinos de Antonio Colinas en Noche más allá de la noche (el célebre grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio), y que durante tiempo pensé que eran el otro extremo de Machado, el verso que tiene que sonar por encima de todo, aunque por el camino pierda un poco de hondura. Estos días, leyendo Desiertos de la luz, el último poemario de Colinas, veo a Machado en muchas partes, incluso explícito en más de un poema, algo que no es nuevo en Colinas, pero que sólo ahora, después de su última trilogía de ascetismo cotidiano, ve a Machado de frente, habla con su misma hondura, como si Machado fuera el fin último en un camino de perfección para el que se necesita una valiente profesión de desnudez.
Sí, ese es el verso que le va a Virgilio, como si las palabras fueran flores del campo sin catalogar, margaritas diminutas que jamás han estado en los jarrones de los palacios ni en las tumbas de los héroes. Eso es lo que, mientras traduzco, intento que salga, pero sé que es imposible y ya no me preocupa. Lo importante es el proceso, la pluma, los libros. El camino de perfección es ese. Si ha de salir un verso bueno, ya saldrá.
Gracias por compartir con tus lectores el extraordinario conocimiento que tienes de los autores clásicos.
ResponderEliminarGracias a ti, Luis Antonio, por leerlo. Tu amabilidad es tan poco usual como reconfortante.
ResponderEliminarQuería decir 'tan inusual como reconfortante'. Vaya patadas que le doy de vez en cuando a la gramática.
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