La próxima semana empiezo folletín. Será el cuarto ya, todos ellos publicados en las páginas centrales del Diario de Teruel durante el correspondiente mes de agosto. Será, también, el final de la primera idea, dedicar un folletín a cada estación del año. Fabricación británica era (intentaba ser) romántica, ardorosa y veraniega; Los ojos del río, la historia de Balbino, sucedió en invierno, y por eso la contaba un hombre acostumbrado a la soledad y al frío, el narrador más opuesto que encontré a Charles Lamb, protagonista del primer folletín.
El año pasado, la modernista Una flor de hierro sucedía en primavera. Era obvio: de todas nuestras primaveras históricas, la más florida tuvo lugar a principios del XX. A mí es la que más me gusta de las tres, y me quedé con las ganas de escribir este año su continuación veraniega. Pero no: queda el otoño, y lo que tengo que escribir durante el mes de julio es una novela de 21 capítulos con estilo otoñal. Todo, la historia, el argumento, el tono, el punto de vista, etc., está pensado para el otoño. Mi material es el otoño de las personas y de los países, de los paisajes y de la vida.
Pero todo ello también es lo que para mí representa el otoño, que es la mejor manera de mantenerse a prudente distancia de los tópicos. Por ejemplo, la decisión de que fuera una novela rusa también tiene que ver con el otoño. Rusia es un país frío y melancólico, una ruina vigorosa, aparte de la patria de la gran literatura moderna.
Esto último merece una explicación. Yo adoro el realismo de Galdós, pero el de Turguéniev parece escrito anteayer. Me gusta mucho Clarín, pero el gran modelo es Tolstoi. A Dostoievski le debemos tres cuartas partes de Baroja y cuarto y mitad de Unamuno, y de todo el rastro que dejaron ellos, que es más de lo que parece; y le debemos también un par de normas que aún ahora siguen resultando imprescindibles a la mayoría de los novelistas: la propia vida como sustancia narrativa y el tormento como motor. Este año he leído casi exclusivamente autores rusos: Pushkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievsky, Turguénev, Gonchárov, Léskov, Chéjov, Voinovich, Tiutchev, Ajmátova, Tsvetáieva, un poquito de Pasternak, que no me gusta, aparte de todo el panorama del impresionismo y la vanguardia rusas que tuvo a bien explicarme Carmen Santacréu en sus deliciosas tertulias para rusófilos, amén de algunos nombres actuales (Gavrílov, Pelevin, Makine, Ulítskaya) que me siguen pareciendo tan respetuosos con los maestros como con la más absoluta modernidad.
Para mí ha sido un descubrimiento mucho más satisfactorio que cualquier pastiche que me pueda salir ahora. Pushkin me suena más familiar y contemporáneo que la inmensa mayoría de nuestros poetas vivos. Gonchárov trazó las líneas maestras de todo el existencialismo del XX. No creo que haya nada en el novelista Sartre que no pueda intuirse ya en Oblómov. La perfección narrativa de Tolstoi es ajena por completo a cualquier consideración temporal. Si ahora alguien volviese a escribirla por primera vez, seguiría tan fresca y profunda, tan impresionantemente bien escrita.
Eso es lo primero que me planteé. ¿Por qué, además de tan buenos, son tan modernos? ¿Es sólo una cuestión de estilo? No sé, pero sí es cierto que hay rasgos de estilo en los que ningún escritor ruso de los que yo he leído incurre nunca: la adiposidad, la sobreabundancia, el ir buscando algo que decir e ir escribiendo al mismo tiempo. No hay posibilidad de relleno en las novelas rusas, y mira que son gordas muchas de ellas. Pero resulta que uno lee La isla Sajalín, una monumento a lo que pudiéramos llamar la objetividad compasiva, tan virgiliana, y resulta que su estilo tampoco es tan distinto del de Guerra y paz o, sobre todo, de las imprescindibles memorias de Tolstoi. El fundamento es el mismo: creamos impresiones mientras describimos escenas, pero importa más la transparencia de lo narrado que su belleza posible. Lo que Carver veía en Chéjov es la capacidad de describir momentos que se bastan por sí solos aun en su total carencia de énfasis o de efectismo, como si su halo poético nos fuera llevando a través de unas frías imágenes que van cobrando cuerpo y calor dentro de nosotros. Maestros de lo no escrito, pueden desmelenarse como Dostoievski, pero nunca ser gratuitos, a veces, como es el caso, con una explícita renuncia al lucimiento estético, pero con una voz de descomunal potencia narrativa . Cualquier cosa que se le ocurra a Dostoievsky es interesante. El final de Karamázov no es un regodeo sino el grado sumo de intensidad novelística a que se puede llegar sin artificios poéticos ni tópicos narrativos.
En realidad me deslumbraron tanto y tan pronto que hace meses decidí leerlos por placer y renunciar a cualquier análisis. Fue cuando ya llevaba más que mediada Guerra y paz, cuando me entregué a su lectura y dejé cualquier posible detalle al pairo de mi memoria. Por eso pensé en qué era lo más ruso que había escrito yo, y no tuve que darle muchas vueltas: Los toros en invierno, la única de las cuatro novelillas aquí colgadas que no fue publicada en el periódico, la más breve de todas, y yo creo que la más redonda. Lo único que puedo decir es que quisiera ser fiel al estilo de esa historia. Para mí es el estilo del otoño, lo más que yo me puedo acercar a un planeta tan inaccesible como el de la gran literatura rusa.
El año pasado, la modernista Una flor de hierro sucedía en primavera. Era obvio: de todas nuestras primaveras históricas, la más florida tuvo lugar a principios del XX. A mí es la que más me gusta de las tres, y me quedé con las ganas de escribir este año su continuación veraniega. Pero no: queda el otoño, y lo que tengo que escribir durante el mes de julio es una novela de 21 capítulos con estilo otoñal. Todo, la historia, el argumento, el tono, el punto de vista, etc., está pensado para el otoño. Mi material es el otoño de las personas y de los países, de los paisajes y de la vida.
Pero todo ello también es lo que para mí representa el otoño, que es la mejor manera de mantenerse a prudente distancia de los tópicos. Por ejemplo, la decisión de que fuera una novela rusa también tiene que ver con el otoño. Rusia es un país frío y melancólico, una ruina vigorosa, aparte de la patria de la gran literatura moderna.
Esto último merece una explicación. Yo adoro el realismo de Galdós, pero el de Turguéniev parece escrito anteayer. Me gusta mucho Clarín, pero el gran modelo es Tolstoi. A Dostoievski le debemos tres cuartas partes de Baroja y cuarto y mitad de Unamuno, y de todo el rastro que dejaron ellos, que es más de lo que parece; y le debemos también un par de normas que aún ahora siguen resultando imprescindibles a la mayoría de los novelistas: la propia vida como sustancia narrativa y el tormento como motor. Este año he leído casi exclusivamente autores rusos: Pushkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievsky, Turguénev, Gonchárov, Léskov, Chéjov, Voinovich, Tiutchev, Ajmátova, Tsvetáieva, un poquito de Pasternak, que no me gusta, aparte de todo el panorama del impresionismo y la vanguardia rusas que tuvo a bien explicarme Carmen Santacréu en sus deliciosas tertulias para rusófilos, amén de algunos nombres actuales (Gavrílov, Pelevin, Makine, Ulítskaya) que me siguen pareciendo tan respetuosos con los maestros como con la más absoluta modernidad.
Para mí ha sido un descubrimiento mucho más satisfactorio que cualquier pastiche que me pueda salir ahora. Pushkin me suena más familiar y contemporáneo que la inmensa mayoría de nuestros poetas vivos. Gonchárov trazó las líneas maestras de todo el existencialismo del XX. No creo que haya nada en el novelista Sartre que no pueda intuirse ya en Oblómov. La perfección narrativa de Tolstoi es ajena por completo a cualquier consideración temporal. Si ahora alguien volviese a escribirla por primera vez, seguiría tan fresca y profunda, tan impresionantemente bien escrita.
Eso es lo primero que me planteé. ¿Por qué, además de tan buenos, son tan modernos? ¿Es sólo una cuestión de estilo? No sé, pero sí es cierto que hay rasgos de estilo en los que ningún escritor ruso de los que yo he leído incurre nunca: la adiposidad, la sobreabundancia, el ir buscando algo que decir e ir escribiendo al mismo tiempo. No hay posibilidad de relleno en las novelas rusas, y mira que son gordas muchas de ellas. Pero resulta que uno lee La isla Sajalín, una monumento a lo que pudiéramos llamar la objetividad compasiva, tan virgiliana, y resulta que su estilo tampoco es tan distinto del de Guerra y paz o, sobre todo, de las imprescindibles memorias de Tolstoi. El fundamento es el mismo: creamos impresiones mientras describimos escenas, pero importa más la transparencia de lo narrado que su belleza posible. Lo que Carver veía en Chéjov es la capacidad de describir momentos que se bastan por sí solos aun en su total carencia de énfasis o de efectismo, como si su halo poético nos fuera llevando a través de unas frías imágenes que van cobrando cuerpo y calor dentro de nosotros. Maestros de lo no escrito, pueden desmelenarse como Dostoievski, pero nunca ser gratuitos, a veces, como es el caso, con una explícita renuncia al lucimiento estético, pero con una voz de descomunal potencia narrativa . Cualquier cosa que se le ocurra a Dostoievsky es interesante. El final de Karamázov no es un regodeo sino el grado sumo de intensidad novelística a que se puede llegar sin artificios poéticos ni tópicos narrativos.
En realidad me deslumbraron tanto y tan pronto que hace meses decidí leerlos por placer y renunciar a cualquier análisis. Fue cuando ya llevaba más que mediada Guerra y paz, cuando me entregué a su lectura y dejé cualquier posible detalle al pairo de mi memoria. Por eso pensé en qué era lo más ruso que había escrito yo, y no tuve que darle muchas vueltas: Los toros en invierno, la única de las cuatro novelillas aquí colgadas que no fue publicada en el periódico, la más breve de todas, y yo creo que la más redonda. Lo único que puedo decir es que quisiera ser fiel al estilo de esa historia. Para mí es el estilo del otoño, lo más que yo me puedo acercar a un planeta tan inaccesible como el de la gran literatura rusa.
P.S: La foto de Germán Bonilla no es de Siberia sino de Alfambra, provincia de Teruel.
Aquí lo estaremos esperando.
ResponderEliminarMuy grandes, los rusos. Muy rusos.
O precisamente la belleza posible está en su trasparencia.
ResponderEliminarMuy buen artículo. Tendrás a tus fieles a la espera. Ya sabes; el carro por el pedregal...
Muy optimista me veo, pero en fin. Se agradecen los ánimos, y también las críticas cuando asome la criatura. De momento, Mabalot, escucho a Mussorgski, Borodin y los Kuchka, a ver si me entono. Pero esto, señor Conde-duque, será liviano, rusofilia provincial, eslavismo hiddink. Salud.
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