Capítulo décimo octavo
Últimos días del parque
Esta mañana Matilde no ha ido al Espresso a reunirse con sus amigas y tomar un cortado descafeinado de máquina. Hoy no se siente con fuerzas para la tertulia. Hoy Matilde no quiere saber nada de la crisis económica ni de los atentados contra la libertad religiosa. No tiene ganas de que le pregunten por su tía, ni de que Remedios le dé la paliza con que Julia está muy rara y su hija Laurita lo está pasando fatal. El único encargo que tiene esta mañana es recoger el teléfono que le han comprado a Laurita para su cumpleaños. Esta tarde irán a celebrarlo a la hípica, y Julia no ha sido capaz en toda la semana de comprarle un regalo. “No tengo ganas de comprarle nada, mamá”, fue lo único que pudo sacarle. Así que Matilde tuvo que pensar por ella y mirar tiendas y al final pensó que lo único que le puede gustar a Laurita es un teléfono móvil.
Ha estado lloviendo toda la noche. Quedan charcos en las calles. El cielo está cubierto y apretado, en cualquier momento puede volver la lluvia. Matilde ha estrenado la gabardina que se compró en Ferrán, azul oscura acharolada, muy bonita, y camina con las manos en los bolsillos. Las calles están llenas de reflejos de los edificios. Los coches al pasar salpican, el sonido de las ruedas le recuerda los sábados de cuando ella era como Julia, cuando iba con Virginia a la biblioteca, a buscar algo en una enciclopedia, pero rápidamente lo dejaban y se iban a la zona y se pasaban las horas muertas sentadas en la acera de un callejón de la Zona, viendo pasar los chicos. Ahora, piensa Matilde, a la Zona ya no van más que extranjeros. A Julia le tiene dicho que no vaya por la zona. Matilde previene a su hija de los callejones escondidos que pisaba ella. Le gustan a Matilde estas mañanas húmedas y laborables, el cielo color plata que asoma cuando cruzas el viaducto pisando la reja del desagüe.
Estaba nublado también el día que pasó por el viaducto viejo con el autobús y un hombre acababa de tirarse, y habían tapado el cadáver con unos cartones y al lado vio un zapato vacío. Desde entonces tiene vértigo. Cuando pasa por el viaducto deja incluso de pensar. No soporta el vacío. La tienda de teléfonos está en la calle de la Amargura, enfrente de La Gramola. Matilde podría ir por donde siempre, por la plaza San Juan y luego la calle amplia con todo el mundo conocido, pero prefiere cruzar las losas grises de la Glorieta, vacía cuando hay sol y cuando hay lluvia, y atravesar la calle de las Murallas. Se imagina que cualquier día va a ver salir a Bernardo del portal de su tía, o se lo va a encontrar hablando en el patio con Tatiana, como los mozos viejos que rondaban a las criadas.
Pero hay algo más profundo. A lo mejor si se lo hubiese encontrado tirándosela su sensación no sería tan desagradable. Entonces todo habría sido una tragedia y las tragedias se acaban, pero este continuo sospechar que no te quieren, este cielo negro abrumador de que te tomen por un mueble, eso la está matando. No puede hablar claro con Bernardo. Nunca jamás en su vida ha hablado claro con Bernardo. Se han dicho millones de cosas pero todas eran cuestiones de intendencia, y de vez en cuando, cuando hay que comprar un coche, cuando hay que escoger las vacaciones, hablan ritualmente, rutinariamente, y Bernardo dice que sí a todo y nunca sonríe. Matilde se imagina a Bernardo sonriendo como un amante servil a la criada rusa. Ella se querría subir escaleras arriba. “¡Pero Bernardo, esto es muy difícil!”, le diría, ruborizada, con más miedo a perder el trabajo que a desesperar al amante. O algo parecido.
Matilde entra en la tienda de teléfonos. Iban a comprarle un áifon pero ya lo tiene. Hay que gastarse trescientos euros como sea. Esto es como las bodas. Hace dos meses Laurita le compró a Julia un reloj de trescientos euros. Es como si la familia entera se regalase algo, o se devolviese un regalo a través de las niñas malcriadas. Julia no se ha puesto nunca ese reloj, y eso a Matilde no le parece mal. Pero tiene demasiados líos en su vida como para ahora ponerse a mal con la madre de Laurita, que la ve todas las mañanas en el Espresso. La chica de la tienda ya le tenía preparado el teléfono envuelto en papel de regalo. Matilde no se ha parado a mirarlo siquiera. “Es más moderno que el áifon”, ha dicho la chica, y con eso ha bastado.
Matilde sale de la tienda pero no vuelve a pasar por delante del portal de su tía, todavía no, quizá más adelante, cuando tenga que irse pronto porque viene Bernardo a comer. Ni tampoco sube a la calle de San Juan a encontrarse con alguna de las amigas que no ha querido ver en el Espresso. Matilde da un rodeo por la calle de Nueva y baja tratando de no resbalarse. Hay algo en la ciudad, un estado de ánimo que la invita a irse por la Ronda o por el Óvalo, pero no por el centro, del mismo modo que hay días en que le gusta caminar sin rumbo por las callejuelas de la Judería, y pisar, como cuando era pequeña, sitios por donde no va nadie, lugares viejos que pudieron ser pisados por los muertos. En estos días de lluvia Matilde tiene la sensación de que las cosas están más cerca, de que todo puede recordarse sin dificultad. Algo de su alma corretea por detrás del edificio de Correos, y se acerca al convento y pide por el torno una peseta de obleas. Algo muy dulce y cercano en la puerta de la iglesia del Salvador, en domingos de calcetines altos, en tardes azules anegadas del olor a café recién tostado. A Matilde le preocupa pasarse la vida como quien se busca en un álbum de fotos. Los nuevos edificios no le dicen nada. Daría igual que pasase por la calle de San Juan porque no conoce a nadie. Cree que lo están destrozando todo, que van borrándole la memoria por detrás como con una escoba, y esa sensación es aplicable a lo que está pasando con su vida. Su importancia en este mundo se está borrando como un cartel barato en un día de lluvia.
Matilde cruza otra vez la glorieta. Le parece un aparcamiento inhóspito. ¿Adónde juegan ahora al escondite?, ¿dónde están las sombras?, ¿dónde está esa vez que Remedios estaba hablando con Manolín Beltrán y todos creyeron que se habían dado un beso? Y Manolín Beltrán es su marido y todo se escribió entonces entre aquellas yedras, y ya nada relevante volvió a pasar. Bueno, sí, que Laurita, su hija, está muy disgustada.
¿Pero qué tenía que pasar? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Que criase una hija y luego su marido, cuando estuviese cansado de Benito Pérez Galdós, se buscase otra? Matilde y Bernardo se conocieron tarde. Bernardo ya había sacado las oposiciones y lo habían destinado al Instituto Geográfico Nacional. Se conocían de siempre, pero nunca se habían fijado el uno en el otro. Quizá, piensa Matilde, sea eso. Quizá una extranjera es eso, la llamada de lo imprevisible, la mujer que te gusta nada más verla, no veinte años después. ¿La hará reír? ¿Le hará bromas y se esforzará en que la otra enseñe sus dientes de caballo?
Matilde cruza de nuevo el viaducto por el centro. Va mirando la reja del desagüe para no tener que saludar a nadie. No puede soportar pararse a hablar encima de un puente. No se fía de sí misma ni del mundo. Prefiere caminar por las calles umbrías que hay después de la fuente Torán. Es como si necesitara visitar una vez más los lugares en los que fue feliz. A la altura de los Padres Paúles, sin embargo, ve venir a Virginia. No tiene ganas de hablar, pero Virginia es Virginia.
-Ahora iba al Espresso, a ver si estabais –dice Matilde.
Virginia la mira con ojos tristes. Un coche pasa junto a ellas, casi las salpica.
-¿Se puede saber qué te pasa, Matilde?
Entonces Matilde se emociona y no puede evitarlo porque Virginia está también muy triste y las dos se echan a llorar como dos tontas en mitad de la calle, así que Virginia, que tiene más presencia de ánimo, la coge del brazo y se dan la vuelta para caminar hasta un lugar más recogido donde puedan hablar.
Hasta que no a llegan a los jardincillos de Fernando Hue no puede decirse que empiecen a hablar. Allí es un sitio más tranquilo. Para Virginia es como si las cosas importantes tuvieran que discutirse paseando por sitios bonitos. De hecho por allí sólo van novios, o paseantes sin destino fijo.
-Es por tu tía, ¿verdad? –dice Virginia-. Yo, hija, te admiro. Yo sé lo que es tener una tía como la tuya y que se parta una pierna.
-Qué más da. Tampoco hago nada por ella. Voy a verla y me siento en una silla.
Virginia y Matilde caminan bajo las yedras, una pérgola de ladrillo rojo que desemboca en una placeta circular de altos cipreses. A la izquierda, bordeando la hilera de casitas bajas, pasan bajo los rosales trepadores, rosas de púas y hojas fuertes que han oscurecido, como si hubiesen perdido el brillo, a pesar de que todavía cuelgan gotas en las puntas.
-No. No es mi tía. Es todo, Virginia, es todo. Me siento mal.
-Mujer, todas pasamos épocas. Qué pasa, ¿te has disgustado con Bernardo?
-No, no. Con Bernardo estoy bien. Tiene mucha paciencia conmigo. Otro se buscaría alguien más alegre, pero Bernardo no.
-Él tampoco es la alegría de la huerta, Matilde.
-No, pero bueno…
Por el pasillo de tierra mojada llegan hasta una casa de espacios cúbicos y barandillas de tubos de hierro que en vez de tejado tiene algo parecido al puente de un barco. Es cómo un viejo barco de recreo atracado en un puerto vacío.
-Entonces es que estás preocupada con Julia –insiste Virginia.
-¿Con Julia? ¿Por qué iba a estar preocupada por Julia?
-Pues porque Remedios nos ha estado contando ahora mismo que casi ni se hablan ella y Laurita, y que Laurita que si no va Julia pues que ya no le alimenta el cumpleaños.
-Qué tontería. Pues claro que va a ir. Vengo yo ahora mismo de recoger el regalo, ya lo creo que va a ir.
Pronto llegan al mirador de la vega. De pequeñas, cuando se asomaban a la barbacana, jugaban a mirar los agujeros de las bombas. De la muela que flanquea el otro margen de la vega tiraban bombas que, se decía, quedaron incrustadas. Quizá sigan envueltas en el barranco que baja hasta el río, bajo los pinos sucios y las bolsas de basura. Virginia suspira.
-Remedios también ha estado contando que si Julia tenía un noviete o no sé qué. Te lo cuento porque mañana Remedios dirá que no ha dicho nada, que tú dices que es muy buena chica pero es más falsa que falsa. ¿Tú ya lo sabías?
A Matilde le sudan las manos dentro del bolsillo de la gabardina azul. No sabe mentir, pero con Virginia tiene más confianza.
-Sí, bueno, un noviete. Tontean. Bah, cosas de críos.
-¡Y te parece bien, a que sí! –dice Viriginia.
-Pues claro, Virginia, claro que me parece bien. Tiene dieciséis años, ¿cómo no me va a parecer bien?
-Eso es lo que yo le he dicho a María Dolores, que se me ha enfadado un poco y todo. Le he dicho digo mira, María Dolores, eso es lo más normal del mundo, lo que hemos hecho todas. Y aún he estado a punto de decirle: que tú tuvieses tu primer novio a los cuarenta no quiere decir que todas tengan que hacer lo mismo. Se lo iba a haber dicho pero me he resistido.
No hay nadie que pueda oírles pero tampoco hay sombras que las protejan, así que, casi sin darse cuenta, dan media vuelta y vuelven al camino de tierra. A su izquierda, antes de pasar de nuevo por las pérgolas, Matilde vuelve a mirar las casas de la calle Hue. Allí vivía cuando eran pequeñas Mariló, en esos ventanales curvos tan modernos, y correteaban por el césped y se subían al ailanto, que entonces era un árbol pequeño y ahora es la sombra de la casa entera. A saber dónde estará Mariló. Virginia se siente satisfecha de haber defendido a su amiga en el Espresso.
-Y aún le he dicho digo ¿y qué mas tiene que sea inmigrante? ¡Chica, mira la Ana Obregón, los inmigrantes que se cepilla!
Matilde se queda helada, pero trata de reír. Otra vez la dichosa palabra. ¿Es que los inmigrantes sólo existen para ella? Matilde intenta también llamar a Virginia bruta en broma, desviar un poco la conversación, pero ahora mismo no controlaría bien la rabia ni las lágrimas. El césped está mojado. A pesar de ello una pareja de adolescentes están sentados en el suelo y se miran. La chica está como aterida, como intimidada por las nubes, y en todo caso la conversación no es muy apasionada. La chica tiene la cabeza baja, el cabello le tapa la cara, y el chico, con el pelo corto y rubio, está como rogándole, pero tampoco insiste demasiado. A Matilde le parece que el chico es inmigrante. De pronto Teruel entero, su vida entera está llena de extranjeros. Matilde disimula.
-A mí con que me siga sacando buenas notas, yo…
-No digas eso, mujer. Pues entonces será por Bernardo.
-¡Ya te he dicho que no, Virginia, que con Bernardo me va fenomenal! ¿Qué más quieres que te diga?
Virginia se para junto a los cipreses de la replaceta.
-Perdóname, Matilde, pero es que yo te veo a ti sin ilusión. Tú dirás que no pero yo a ti sí te he visto enamorada. Y eso es una cosa que se nota hasta cuanto te saludas por la calle. Y llevas una temporada, rica… Bueno, llevamos, porque yo también…
Virginia está un poco nerviosa. Matilde no sabe si son nervios de que es muy simplona y quiere ayudar o de qué son esos nervios de Virginia junto al ciprés mojado.
-Matilde –dice, muy seria-. Yo creo que no estoy enamorada de Paco.
-Virginia, no digas tonterías. Tenemos la vida hecha. ¿Tú crees que María Dolores está enamorada de su marido?
-María Dolores está enamorada de Federico Jiménez Losantos.
-¿O Remedios? ¿O…? Es distinto, Virginia, la vida cambia. No siempre es primavera.
-Ya lo sé, Matilde, pero yo es que estoy hecha un lío. Margarita, la que venía con nosotras a las Teresianas, ¿te acuerdas de ella?, pues mira, Margarita era novia de Cristóbal desde que eran unos críos y ahora se han separado porque estaban hasta los huevos el uno del otro. No discutían ni nada pero estaban hasta los huevos. Y ahora los ves más frescos que una rosa. Y yo de Paco estoy hasta los huevos.
-Parece mentira, Virginia, como tú eres de católica. ¿Me estás diciendo que…?
-No, Matilde. Yo te estoy diciendo que a veces tendremos que pensar si nos gusta o no nos gusta nuestra vida. Porque Paco y Bernardo van a ser los que son toda la vida, y yo ando un poco floja, pero tú estás siempre hecha una macarena.
Para volver al punto de partida, a la pérgola de yedras viejas, pasan junto a un chalet blanco más discreto, que ahora está en manos privadas pero al principio fue una clínica de maternidad. Allí nació Matilde, y allí le quitaron las anginas. Aún recuerda el griterío del colegio que tenía enfrente y las tenazas que le entraban en la boca. Estaba tan asustada que no podía ni llorar. Durante muchos años no se acordó de aquello. Ahora recuerda mejor esas tenazas que cuando era joven, recuerda mejor los gritos de los niños y el olor del aligustre que asomaba por las verjas.
-¿Sabes qué te digo, Virginia? Que tienes más razón que un santo. Acabo de tomar una decisión.
-¡Mujer, tampoco es para que te precipites!
-No, no me precipito. Ya está tomada la decisión.
Matilde mira a Virginia. Nunca podrá no tener cariño por ella. La quiere en la mañana nublada y le agradece que le diga tonterías. Es su amiga y la quiere. En la barbacana no había bombas, si te asomas a la barandilla del viaducto no te va a dar ningún ataque ni te vas a tirar al vacío. Así que Matilde coge aire y lo suelta:
-Virginia: me voy a poner a trabajar.
Para Virginia es un alivio. Ya empezaban a temblarle las piernas. Siempre ha hecho caso de Matilde porque Matilde es más lista y responsable. Y, pasado el susto, florece la imaginación.
-Pues mira, Matilde, yo eso también lo pienso mucho últimamente. A mí me gustaría una tienda. Montamos una tienda de ropa y cuando nos asentemos un poco en el negocio los mandamos a los dos marianos a tomar por culo.
-Ay, Virginia, no me hagas reír. Pues no sé. Primero es decidirlo. Luego ya veremos. Bueno, podría ser una tienda de ropa. O una tienda de fotografía.
-Mejor de ropa, dónde vas a parar. Ya verás cuando se lo diga a Paco, la cara que pone. Modas Virma. O Mavir, como quieras, pero yo creo que Virma queda mejor.
-Sí, Virma, como la de los Picapiedra.
-¡Sí! ¿Ves como ya te ríes un poco? Anda, ven, tonta, más que tonta… Que nos vamos a hacer ricas con las modas Virma. Yo me pienso hacer los labios.
-Pero si ya te los has hecho, Virginia. Vas a parecer el Pato Dónald.
-No, no me refiero a esos labios.
-¡Virginia!
Virginia, que es un poco más alta, le pasa la mano a Matilde por la espalda y la abraza. Es un abrazo de consuelo. Es el abrazo que se les da a los que han perdido algo, a los que han dejado de llorar, a los que acaban de desahogarse. Las dos echan un último vistazo al parque antes de seguir hacia la fuente de Torán. Siempre han paseado mucho por allí pero sólo ahora se paran a mirarlo detenidamente. Desde que se enteraron de que van a cortar los árboles y llenarlo de cemento y de luces estridentes, las dos suelen mirarlo como se mira a un pariente anciano al que quizá ya no vayas a volver a ver.