5.7.08

OTOÑO RUSO, V


Capítulo quinto
Una buena pieza

El edificio de Fomento es un caserón rodeado de abetos con grandes ventanas de medio punto y arcadas de piedra que lleva casi un siglo clavado a la entrada del viaducto nuevo, en el arranque de la Avenida de Sagunto. Este viaducto corre paralelo a otro antiguo por el que ya no se permite la circulación rodada. Ambos puentes conectan el casco antiguo, un islote de cales y arcillas sobre el que se arracima la ciudad medieval, con el principio del Ensanche, una zona que en los años 30 quiso expandirse con mansiones de recreo pero pronto le fueron creciendo edificios de pisos. Fomento está en la acera de la izquierda, y después de él, al cruzar el callejón por donde se accede al aparcamiento, ya hay un edificio grisáceo de tres plantas con ventanas de pvc, una fachada con retales de piedra y una puerta de aluminio cortante y cristales viselados y un telefonillo que todavía conserva los nombres de los vecinos escritos con Dymo, esa cinta de plástico duro sobre la que se grababan en blanco las palabras. Una de ellas, la del primero derecha, verde oscura que repinga por los bordes, lleva escritas las iniciales I.G.N.
Bernardo se siente a gusto en esa especie de exilio. No tiene que tratar con todo el personal de la consejería de Fomento, ni tampoco puede recibir visitas por sorpresa. Todo el que quiera algo de su departamento tiene que pulsar el telefonillo.
A Bernardo todavía le quedan muchos años de vida laboral. Se diría que hace mucho que partió pero el destino aún queda lejos. El preferiría seguir en este puesto fantasma, solo, entregado a una labor que lo entusiasma. El Servicio Geográfico Nacional tiene mapas de toda España a una escala 1:25.000, pero sólo unas pocas comunidades han desarrollado un compendio de mapas 1: 10.000, e incluso esas dejaron de desarrollarlo cuando irrumpió en nuestra vida el Google Earth. El programa informático Sigpac del Ministerio de Agricultura tiene un zoom de mapas que llegan al 1:25.000 y de ahí pasan ya a la foto catastral. No es necesario, por tanto, dibujar mapas que se corresponden con las fotos y que ya no aportan más topónimos.
Bernardo, sin embargo, trabaja a la antigua usanza. Parte de los mapas que hay y los recorre palmo a palmo, mide sus lindes, sus alturas y sus accidentes, e indaga en el catastro las denominaciones de los bancales, sus dueños o sus nombres. Es como un buscador de setas ni venenosas ni comestibles. Cuando él deje de hacer eso (cuando Mingo esté para el arrastre) ya nadie lo hará, o se limitarán a reproducir imágenes digitales. Todo en su vida laboral está en proceso de extinción, su cargo y su trabajo, sus métodos y sus conocimientos. Bernardo ya tiene rescatados y puestos en la nueva versión cartográfica de la comarca 157 nombres nuevos. En su situación podría dedicar las mañanas a leer el periódico o los Episodios Nacionales de Galdós, o a bucear sin control por la red o suscribirse a páginas prohibidas. El único hilo que lo une a la administración es que a final de mes le ingresan una nómina. Sin embargo, Bernardo suele hacer más horas de las que les corresponden porque el tiempo vuela cuando se trata de ir trazando curvas de nivel, antes de dibujarlas con el programa del ordenador. Dos veces por semana, y con su propio vehículo (teme que al usar coche oficial el jefe repare en su presencia), Bernardo recorre parajes del barranco de Sollavientos y las crestas de Patagallina, toma fotografías, anota la situación y luego, en la oficina, trata de buscar los nombres.
Hoy está un poco descentrado. Lleva toda la mañana delimitando la masía de Palomeras, donde ayer Bernardo se encontró mientras cazaba con aquel anciano eslavo que le despellejó el conejo. Ayer las indirectas se sucedieron durante la comida con la tía Angelita y los padres de Matilde y su hermana Mariló, que al final se apuntó también y vino con el marido y los niños. Se quedaron cortos de comida y hubo que sacar chuletas de ternasco del arcón congelador, donde metieron el conejo envuelto en la bolsa de Mercadona.
Bernardo no se enfadó, le parece pueril enfadarse por eso, y por otra parte hace años que se cansó de ser orgulloso. Pero sucede que el hecho de no haberse comido el conejo le remite constantemente al anciano que se lo regaló, es como si no pudiera olvidar su sonrisa desdentada, su rostro curtido de miles de arrugas finas, sus bigotazos de cosaco y su gorra de campesino. Bernardo retira los bártulos del mapa y clava una chincheta verde en la Caseta de los Bartolos, al pie de sierra Palomera. Son las once y media, es de esperar que ya se hayan marchado todos los que cruzan a almorzar al bar Pegaso desde la Consejería de Fomento. Habrán vuelto los jubilados ociosos a beber el último descafeinado y el primer clarete con casera. Son circunstancias más propicias para leer el periódico. Hoy no es el día de perros que fue ayer pero el cielo está cubierto de nimbos pálidos y se ha girado un viento que todavía no es cierzo pero no permite salir a cuerpo a la calle.
La televisión del bar Pegaso está puesta con un programa para viejos sobre enfermedades, en el suelo hay serrín esparcido. Bernardo se sienta en la esquina, con la espalda en la pared, de modo que no sólo controla la puerta de entrada del bar Pegaso sino los arcos de ladrillo que dan a la terraza vacía. Allí hojea el Diario de Teruel, y hay una noticia que llama su atención. No es nada nuevo. Van a remodelar dos plazas más de la ciudad, una en el casco histórico y otra en esta parte del viaducto: la Plaza de los Amantes, junto al mausoleo donde se guardan sus cadáveres y la torre de San Pedro, y otra en el viejo Ensanche, unos jardincillos junto a la iglesia de los Padres Paúles. Todo suena a lo mismo. Presentan la cosa como un gesto de modernidad, se ponen en manos de las cementeras y se cargan todo rastro de vida vegetal. En eso entra Mingo por la puerta.
Hace tiempo que se habló de pasar a Bernardo a la sección de Urbanismo, pero allí está todo cubierto y la próxima baja por jubilación aún tardará unos cuantos años. Mingo es el titular de ese destino. A veces coinciden en el bar Pegaso y hablan de caza. Mingo no sabe lo que el jefe del servicio de Urbanismo le comentó a Bernardo, que a Mingo no lo pueden tirar aunque sea un vago, pero que, con lo que le da a la bebida, es posible que enferme o se muera antes de la edad reglamentaria, y entonces Bernardo podrá optar a su plaza. Cuando se encuentran en el bar Pegaso, Bernardo siempre saca a relucir algún amigo muerto de cirrosis, a ver si consigue que Mingo morigere sus costumbres
Mingo es un hombre delgado, entre fibroso y esquelético, de nariz larga y mandíbulas afiladas, y va siempre muy peinado para atrás. Cuando habla deja caer los párpados como quien cuenta un chiste por lo bajo, pero cuando da un trago a la copa de ginebra los ojos se les salen de las cuencas, en un instante batracio que es lo que dura meterse la copa en el cuerpo. Luego vuelve a su media sonrisa ladeada, su mentón muy afeitado y muy pálido, un poco céreo, y esa manera de mover los largos dedos de la mano cuando habla, manos de dibujante, se diría, que a pesar de todo mantienen un pulso firme. Conserva giros de un acento cordobés que debió perder cuando era niño, cuando a su padre lo trasladaron a Teruel como castigo por su comportamiento disoluto. En los años cuarenta y cincuenta eran frecuentes estos destierros administrativos. A los que se iban con la bebida los mandaban a lugares fríos, a que se despejasen. Mingo nació en Córdoba pero el bachillerato lo acabó en Teruel. Es posible que su afición al alpiste sea una cuestión genética. Su padre también era dibujante y le gustaba cazar. Mingo dice que el pulso se lo mantiene la escopeta.
-Qué tal ayer –dice, mientras arrastra con un dedo la copa vacía encima de la barra.
-Un conejo en Palomeras –dice Bernardo, que ha plegado el Diario de Teruel y lo vuelve a poner medio desbarajado junto al teléfono público.
-Yo ayer no salí. Con este frío no me gusta salir. Yo si cazo, cazo, pero yo no entro en reyerta con los elementos –dice Mingo.
Bernardo reposa la vista en una fuente de boquerones en vinagre y otra de salchichas desangeladas que quedan en la barra después de que se haya ido todo el personal de los almuerzos. A Bernardo se le ocurre una idea.
-¿Tú sabes cómo se guisan los conejos de monte?
Mingo da un trago y abre mucho los ojos.
-Guísalos en vino y verás que rico. Además el vino les quita el olor fuerte y les rompe los tendones de la carne sin necesidad de esperar a que se pudran.
Aún hablan un rato más, cinco minutos más, hasta que Bernardo se mira el reloj y dice que se le está haciendo tarde. Mingo pide una última copa y la cuenta, dice que también tiene mucha faena. Pero Bernardo no vuelve a la oficina sino a su casa. Julia está en el instituto y Matilde tenía que pasarse la mañana en el notario con la tía Angelita. Siguiendo las instrucciones de Mingo y las de una receta campestre que encontró en la red, Bernardo guisa el conejo en la olla express, dos horas durante las que permanece cerrado en la cocina y con la ventana de par en par para que el olor a monte no invada la casa. Por la ventana de la cocina se ven las lomas pardas del Polígono Sur. Las máquinas están trazando calles y todo es tierra lisa y removida, de un color más sonrosado que la piel llena de matojos, más parecido a la carne. Todo está lleno de puntales y líneas de cal que marcan las calles. Una de las grandes preocupaciones de los padres de Matilde es que utilicen esa nueva urbanización para realojar a los gitanos.
Todavía son las dos. Bernardo limpia minuciosamente los cacharros y mete el conejo guisado en una fiambrera azul. No pasa nada por salir de la oficina, marcharse a casa y guisar un conejo. Es posible que Matilde incluso se lo agradeciese, pero a Bernardo le gusta que las cosas queden como están. El secreto como límite de tiempo es algo que le fascina desde niño: hacer cosas a toda prisa para que nadie se entere de que las ha hecho. Al conejo le ha salido una salsa negra y densa que sin embargo a Bernardo le ha sabido buena. También se comió un par de trozos y a pesar de que la carne quemaba le pareció muy gustosa.
El coche de Bernardo viaja por la nacional 420. A su izquierda se suceden las lomas calizas y las estaciones de tren abandonadas, y a su derecha las choperas del río Alfambra, que han empezado a cambiar de color. Los chopos más viejos ya están amarillos en las copas. La mayoría siguen enteros. Las últimas lluvias los han mantenido con las hojas tersas, pero ya son de un verde viejo y cansado. Los chopos jóvenes, en cambio, se pelan desde el tronco. Bernardo no sabe bien qué hacer con el conejo. En el lenguaje particular de sus manías, con cumplir el cometido del obsequio, ser guisado y consumido, ya es más que suficiente. La realidad alcanza una simetría entonces que lo tranquiliza. Da igual cómo se cumplan los propósitos. El caso es que se cumplan. Por un momento, mientras escuchaba a Mingo, pensó en buscar a la familia del anciano eslavo y devolverles el conejo ya guisado. Eso sí sería una forma de cumplimiento, algo más que un cumplido. Buenas, buenas, vengo a traerles el conejo que me regaló su anciano padre, que mi esposa, con todo el cariño del mundo, ha guisado para que ustedes lo compartan con nosotros. Matilde da siempre mucho la paliza con que hay que ser coherentes con nuestro destino en el mundo.
Pero también le da miedo, ese miedo diminuto que no parece ser más que pereza. Resultó que Mingo sabía quién es ese anciano. Mingo caza mucho por Palomeras. Según le contó a Bernardo, el viejo ya ha salido con Mingo y su cuadrilla alguna que otra vez. “Tiene una perra finísima, y el viejo la gobierna que da gusto”. También le contó que vive con su familia en la masada de los Cirujanos, en la carretera de Camañas. Antes iban mejor las cosas y trabajaban en Teruel, pero la cosa se ha puesto jodida y se marcharon a vivir a Alfambra. “No te creas tampoco que el viejo es tonto. Cada uno le tenemos que pagar cinco euros si queremos que nos acompañe”.
La tierra roja de Alfambra se despliega después de las tierras blancas de Villalba. Bernardo para en la gasolinera que hay antes de llegar al silo. Mientras repone carburante mira el Cristo de piedra que preside el pueblo desde un alto y recuerda las palabras de Mingo. “Esos rusos no se pierden, no. Una vez que han metido aquí ya la cabeza, ya verás que pronto para ellos no hay crisis ni nada. Para nosotros sí, que no estamos tan despabilados. Ya verás, ya”.
Bernardo se detiene en su casa, a la entrada del pueblo. Acaba de descubrir que el corazón le late con demasiada fuerza. En la bolsa de Mercadona se ven gotas de condensación, el jeep entero, a pesar de la fiambrera, huele a conejo guisado que trasciende. Bernardo piensa si olerá también su casa, si cuando llegue Matilde sabrá que ha estado toda la mañana guisando un conejo.
Las palabras de Mingo mientras pedía otra copa de ginebra resuenan en el cerebro de Bernardo. Cinco euros. Ochenta años. La idea inicial es presentarse en la masía de los Cirujanos. El conejo es su coartada. Como vosotros lo despreciasteis, se lo llevé al que me lo regaló. Y añadiría: y me lo regaló para quitárselo del plato a su familia, que conste. Pero está nervioso. Necesita entrar en la casa vieja y echarle de comer al perro antes de seguir adelante. No se trata de ser o no ser solidario. Se trata de no meterse en líos. Uno se hace el simpático y luego se te cuelgan del cuello. Bernardo se anima mascullando insensateces.
El perro está perfectamente curado. La herida de colmillo de jabalí en la barriga es una huella sonrosada y sin pelo que sólo parece un rasguño. Bernardo deja correr por las eras al podenco, que se sube hasta la paridera y le da la vuelta y baja por el barranco rojo y se pierde por la cañada. Hace fresco. Huele a la banasta de membrillos que trajo la semana pasada para perfumar la casa. El perro ya está gimiendo en la puerta del corral. Otras veces se pasa un par de horas por el monte y luego vuelve hambriento y exhausto, pero esta vez ha venido enseguida al amín de la fiambrera. Las palabras etílicas de Mingo suenan de vez en cuando. Bernardo no quiere que el anciano mujik ruso lo tome por uno de esos señoritos que le dan cinco euros para que les acompañe. Es suficiente pensamiento para sacar la fiambrera de la bolsa y dedicar un rato a deshuesar el conejo para dárselo al podenco.
Mientras lo ve comer se siente mejor. Le han bajado los nervios. Ha estado a punto pero no lo ha hecho. La barra de hierro se ha tensado pero ha vuelto a situación de reposo. Cuando sube al coche las palabras de Mingo quedan envueltas en la niebla que recorre el río abajo hasta Teruel: “El viejo es un cazador cojonudo”, le dijo Mingo, “pero a la que no te puedes perder es a la hija, Bernardo. Yo, si no fuese porque no voy a llegar ni a la jubilación, te prometo que le tiraba cañamones. Nunca he visto una mujer tan guapa ni tan interesante. Bueno, no es la clase de belleza que aquí se acostumbra, pero está como un pan. Un día fuimos toda la cuadrilla a dejar al abuelo y estaba ella. Se nos caía la baba a todos. Joder, Bernardo, esa sí que es una buena pieza”.

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