6.7.08

OTOÑO RUSO, VI


Capítulo sexto
Algo más que un recalcón

Matilde y la tía Angelita suben por la calle de San Juan hacia la Plaza del Torico. Acaban de remodelar la plaza y precisamente la tía Angelita dice que no le gusta nada, que cada vez esa plaza es menos plaza. No va nada a cuando antiguamente, que la plaza era de adoquines que formaban cenefas y ondas y aguas en torno a la fuente, y era como las plazas de Roma que ha visto ella cuando van los veranos a ver al Papa. Matilde piensa que la tía Angelita se lo está inventando. Matilde siempre vio esa plaza cubierta de asfalto, pero la tía Angelita es de las que necesita redecorar la memoria para surtir las conversaciones. Han puesto unas losas chinas negras y tubos de neón encastrados en el suelo, que conforme cae la tarde se van despabilando con sus luces frías. Está anocheciendo. La tía Angelita tenía que hacer unas visitas y sola no quiere salir de casa. Las amigas de la parroquia se han ido a un encuentro en Valencia con el padre Feliciano, pero a la tía Angelita esos viajes le parecen como los viajes del Inserso. No es lo mismo estar con sus amigas en misa que en un autobús, que todas empiezan a reírse y a decir tontadas, y luego les dan un pañuelo verde para que se lo cuelguen al cuello y las pastorean por la ciudad como si fueran cabras. Para ver al Papa en Roma no necesita pañuelos verdes. De modo que se ha quedado sola porque las amigas volverán luego por la noche muy tarde. A esas horas la tía Angelita no pinta nada por la calle, y no quiere molestar a sus sobrinos para que la vengan a recoger al autobús porque sabe que para ellos es un sacrificio y a lo mejor un día incluso le dan un desaire y le dicen que no, que se venga andando, pero entonces ese día ellos saben que la tía Angelita en cinco minutos está en el despacho de Ataúlfo, el notario, el padre de Pototo, que acaba de hacerse fiscal, y cambia el testamento y los deja a todos sin una puta perra.
-Uh, qué mareo –dice la tía Angelita nada más vislumbrar las luces de neón como un montón de palillos que hubiesen tirado por el suelo. Las casas están iluminadas desde abajo con focos amarillentos, de modo que los peatones se pasean como sombras y les brilla el blanco de los ojos.
-No veo nada. Esto es una barbaridad. Que alguien de la luz.
-Bueno, mujer –dice Matilde-, dicen que es única. Habrá que acostumbrarse.
-Ya lo creo que es única. Menuda cataplasma. ¿A dónde van a querer esto? Me supongo que por lo menos cuando lleguen las procesiones apagarán las luces y encenderán las farolas, porque esto parece un baile.
-La verdad es que no se ve nada –dice Matilde, que lleva a su tía agarrada del brazo. La tía Angelita, su rostro severo, pone los ojos en blanco y sube un poco el pecho como si le dieran arcadas.
-Me va a dar un cólico –dice la tía Angelita-. Vamos un momento ahí a los porches y nos damos la vuelta, hija mía, que no me encuentro bien.
Matilde da media vuelta y se dirige a los porches.
-¿Quieres que entremos a la farmacia?
-No, vamos, vamos a casa, que no lo puedo soportar.
Matilde entonces siente cómo se le cae de su brazo el brazo de la tía Angelita. Al volverse ve cómo su tía termina de caer al suelo, antes de que sus brazos lleguen a socorrerla.
-¡Tía, tía!
Matilde piensa que la tía se ha desmayado, pero en el momento en que termina de caer al suelo da un grito que reverbera entre los porches.
-¡Ay, ay!
No ha sido un desmayo porque además de gritar habla.
-¡Ay madre mía qué mal me he hecho! ¡Ay, ay!
-Ven, tía –dice Matilde, que se arrodilla y la abraza sin saber cómo va a ser capaz de levantarla. En eso un muchachote negro se acerca y la coge por las axilas.
-¡Dejarme, dejarme!, ¡que no me puedo levantar!, ¡ay Dios mío, que me he roto un hueso!, ¡ay, ay, bájame la falda, Matilde, ay! ¡Déjeme, déjeme, no me toque!
Algunas mujeres muy dispuestas y un señor con gafas se arremolinan junto a la columna del kiosko.
-¿Puede moverse? –dice una de las mujeres.
-¡No! ¡Qué me he partido un hueso, que lo sé que me duele mucho!
Las luces de varios teléfonos móviles iluminan un poco la escena. Están llamando a las asistencias. Alguien ha dicho que lo mejor es no moverla, que llamen a una ambulancia y así se darán cuenta las autoridades de una vez por todas de que las aceras no pueden estar así, con esos bordillos que no se distinguen, que ya son muchas las caídas y varias las ancianas que se han partido una cadera, y un día alguna se partirá la crisma.
El tema prende en el corrillo mientras Matilde, arrodillada detrás de su tía, la sujeta incorporada y aspira el olor de la laca. Matilde reza para que no se haya roto nada su tía. Aspira el olor de la laca y piensa en la que se le puede venir encima. Pronto se ven las luces amarillas giratorias del furgón medicalizado que se aproxima por la calle de San Juan abriéndose camino con la sirena entre los paseantes. La tía Angelita mantiene los ojos cerrados en todo el trajín de inmovilizarla y subirla a la camilla y después al furgón. Ella se ve a sí misma con los ojos cerrados entre la gente asustada que se pregunta si no habrá sido algo terrible. A ese mínimo placer dramático se le suma, una vez dentro del furgón, las manos que le toman el pulso y el tacto suave de los tubos del gotero, el casi gustirrinín de los preparativos antes de que le claven la aguja, que incluso, en ese ambiente de absoluto protagonismo, tiene un punto de importancia paralelo al dolor difuso de la cadera. La tía Angelita no mueve un músculo de la cara cuando la aguja le entra por una de las venas gordas de la mano. De pronto la tía Angelita se acuerda de la última vez que le pusieron un gotero. La aguja tardó más en clavarse, y le dolió mucho más. Hace ya tiempo de eso.
Muy al contrario de asustarse, la tía Angelita sosiega a Matilde, que está nerviosísima, y le dice que no se preocupe de nada. En sus palabras hay olor de santidad.
-Yo sólo rezo, hija mía, por no daros ningún quebradero de cabeza. Sólo lamento quedarme privada en una silla por la extorsión que os iba a hacer a todos. ¿Llevas el teléfono?
-Sí, tía.
-Pues llama a Paquita que estará muy preocupada.
-¿Y ella qué sabe, tía? Déjala estar, ya se enterará.
-¡Ya se enterará, ya se enterará! ¡A ver si me van a tener que ingresar y me quedo sola en la clínica!
-No digas eso, tía, por favor.
-Llama por lo menos al padre Feliciano.
-El padre Feliciano se ha ido a los ejercicios espirituales, tía.
-Ay, es verdad.
Las puertas de urgencias se abren y un aluvión de batas blancas sale al encuentro de la tía, no todas juntas sino una detrás de otra. A la tía le produce un cierto alivio que no la tengan en la sala de espera. Incluso descompone un poco el rictus para que no quepa duda de que la tienen que pasar adentro inmediatamente. A la primera enfermera que la atiende después del camillero la coge del brazo y le pregunta por don Gervasio. Don Gervasio es su médico de confianza.
-Llamen a don Gervasio, dígale que Ángeles Villar está en urgencias.
Una médico joven trata de tranquilizarla, la reconoce y da órdenes para que le sean renovados los goteros con medicación y sea conducida a la sala de rayos. Ya va por el pasillo como una mártir Angelita cuando por detrás de ella un tumulto de enfermeros adelanta su camilla a toda prisa y se mete en la sala de rayos. La tía Angelita ve pasar entre los cuerpos y los tubos de los goteros un hombre joven con un rictus de dolor y un débil gemido que llega nítido a los oídos de Angelita, quien de pronto piensa que ese gemido no es español y recuerda el rostro atormentado que acaba de pasar ante ella y decide que tampoco es un rostro español, y cuando los enfermeros retroceden otra vez con su camilla a la sala de observación, un amplio pabellón con camas a los dos lados, la tía Angelita empieza a ponerse de mal genio.
-¿Y no había una habitación individual donde meterme? ¿Es que todavía no ha venido don Gervasio? Y María Lourdes. María Lourdes es la jefa de todas las enfermeras, que me lo dijo su tía Iluminada. Dile a María Lourdes que venga y me lleve a una habitación individual. Mira ese tío, con el culo al aire. Esto parece la beneficencia. Ponme por lo menos esos biombos, y descorre las cortinas. Virgen Santa, qué peste echa ese tío. ¡Pues muy gordo tenía que ser lo que le pasaba al extranjero ese, porque desde luego no hay derecho, que vienes al borde de la muerte y te dejan en la sala de espera!
La tía Angelita ha subido la voz y Matilde siente una profunda vergüenza.
-Tía, por favor, que nos están oyendo todos.
-¡Claro, si ni siquiera se puede hablar! Pues para esto, hija mía, me llevas directamente a la Residencia del Padre Piquer y terminamos antes. Tú no te preocupes que allí me darán una habitación individual y me cuidarán cuando me pase algo.
Matilde está escuchando lo que dicen al otro lado del biombo.
-Lo ha reventado –escucha. También escucha algo de unas obras en el Arrabal y de un corrimiento de tierra. Ha desconectado por completo de lo que dice su tía.
-¿Pero es que no has llamado ni a tu marido siquiera, chica?
-Sí, tía, sí –reacciona Matilde-. Ahora llamo a todo el mundo.
“Se ha corrido una columna y lo ha reventado”, resuena en los oídos de Matilde mientras busca en la agenda del teléfono el número de su marido.
Bernardo siente una vibración en el bolsillo izquierdo de los pantalones.
-Lo siento –dice a la mujer con quien está hablando-. Tengo que marcharme a Teruel. Una tía mía está ingresada en el hospital.
Bernardo se azora un poco. La mujer, alta, de facciones muy afiladas y ojos grandes y azules, muestra su preocupación con un leve frunce de labios.
-Mañana podemos hablar de esto –dice Bernardo, y se mete la mano en el bolsillo interior del Barbour-. Tome mi tarjeta. Llámeme si quiere a este teléfono. Es el de la oficina. No suelo llevar el móvil, pero allí me localizará por la mañana.
Bernardo se arrepiente de lo que está diciendo casi al tiempo de decirlo, conforme van saliendo las palabras. A su mujer le ha dicho que estaba en el Polígono, cambiándole el aceite al jeep. En medio de su nerviosismo ha sido una respuesta inteligente, piensa Bernardo, porque para volver de Alfambra a Teruel necesita por lo menos veinte minutos, media hora para atravesar la ciudad y llegar al hospital, lo mismo que pueden tardar en darle los mecánicos la factura del aceite.
Cuando llega a urgencias la tía ya está escayolada. Ya la han subido a planta, habitación 218. Entre unas cosas y otras ha tardado en volver de Alfambra casi tres cuartos de hora. Lloviznaba y del río estaba subiendo un banco de niebla. Ha tenido que ir muy despacio. Pasillo adelante ya ve caras conocidas a la puerta de una habitación. Julia está apoyada en la pared, mandando mensajes por el móvil, y el padre de Matilde pasea con la cabeza baja. Bernardo está nervioso. Lo único que le preocupa es la cara que pondrá Matilde.
-Lo siento –dice nada más entrar-. ¿Qué ha pasado?
-Nada –dice la tía Angelita, con los tubos del oxígeno en la nariz, porque dijo que le faltaba el aire cuando se los quitaron en urgencias-. Ya no ha pasado nada. Ya ha podido pasar todo. ¿Ya te han cambiado el aceite?
Matilde no quiere entrar en reyerta.
-Pues la cadera por tres sitios –dice, y no dice nada más, y su silencio pespunteado por los suspiros de la tía Angelita se le agarra al estómago con una úlcera culpable.
-Ya me quedo yo esta noche –acierta a decir Bernardo.
-No digas tonterías –dice Matilde, que necesitaba una pequeña excusa para condensar la ira y el miedo que la corroe.
La tía ya ha dispuesto los turnos de cenas porque vino Manolita que vive ahí en la Avenida América también y les dijo que nada, que nada, que no fuesen a casa a preparar cenas que ella lo preparaba todo, y más ahora que estaban a punto de venir los primos de Valencia. Matilde está a punto de llorar. Su tía le ha hecho llamar al padre Feliciano y a su amiga Doloretes y a todos los primos del pueblo. Matilde sale al pasillo antes de que se le salten las lágrimas. Entra su padre, que se sienta junto a la madre de Matilde, en la cabecera de la cama. Bernardo sale también al pasillo. A Matilde ya se le han saltado las lágrimas.
-Y ahora qué hago –dice.
-Pues decirles a todos que se vuelvan a su casa o que se vayan a un hotel.
Matilde necesita un cigarrillo.
-No me refiero a eso –dice.
Julia está detrás de Matilde, con el móvil. Matilde no la ve, pero Bernardo sí. Le cae un mechón de pelo en la cara y tiene un pie apoyado encima del otro.
-No pasa nada. Es una fractura.
-Bernardo -dice Matilde, mirándolo a los ojos-, yo no voy a cuidarla. Lo siento mucho pero de ninguna manera voy a cuidarla. Me da lo mismo que me desherede o que haga lo que le dé la gana, pero ella está pensando en instalarse en casa, y más vale que se quede aquí unos cuantos días porque es una idea que no puedo soportar.
-¿Cuándo le darán el alta?
-Pues no lo sé, pero más de una semana no creo que la tengan. Es vieja pero está fuerte como un roble.
Por el pasillo asoma un cura con sotana seguido de una comitiva de ancianas con pañuelos verdes anudados al cuello. El cura va mirando hacia arriba y tiene la boca entre abierta, como el que está esperando llegar a territorio audible para decir lo que va a decir. Detrás las mujeres abren mucho los ojos y se paran y se giran a responderse.
Pero por el otro lado un grupo de enfermeros que sostienen los goteros trasladan la camilla del joven reventado rumbo a la UCI. Dos de ellos se adelantan y sin demasiadas contemplaciones apartan a la gente y le piden que se meta en las habitaciones. Matilde ve pasar al muchacho que llegó a urgencias al mismo tiempo que ellas. Lleva la mirada perdida y una sonrisa involuntaria que nace de la flaccidez del labio. Tiene rasgos eslavos, o rumanos, no sabe. Es como cuando una vez, de pequeña, vio a un hombre enfermo de tétanos. Temblaba y parecía sonreír, y tenía las horas contadas.
A Bernardo le da un vuelco el corazón. Tatiana Illínichna, la hija del anciano que le regaló el conejo, la mujer con la que estaba hablando cuando lo llamó Matilde, también tiene un marido que trabaja en las obras del Arrabal.

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