8.7.08

OTOÑO RUSO, VIII


Capítulo octavo
Recuerdos del sovjoz

A Mijaíl Denísovich Breshkovski todavía le tiemblan las manos. Viaja en una furgoneta con algunos compañeros polacos y búlgaros que viven en Orrios. Ninguno vio el accidente tan de cerca como él. En realidad pudo haberle pasado a él, que también estaba desescombrando con una pala entre las columnas de ladrillo. Mijaíl todavía escucha los ruidos del corrimiento, cómo se desplazó la casa entera. Columnas de barro podrido iban quedando a la intemperie mientras los operarios sacaban cascotes arañados por la excavadora. Fue entonces cuando un ruido seco, el primero, como un gigantesco gozne que se abriera, como un robusto tronco que hubiera empezado a descuajarse, estremeció el corazón de Mijaíl, que observó estupefacto cómo nadie, aparte de los operarios que estaban al lado, hacía demasiado caso. La casa estaba ya en el aire, como si la hubieran posado en un suelo fangoso sobre cuatro patas delgadas. Un chico rumano, Ilia, se había metido entre una de las columnas y la mediana de la casa contigua. Mijaíl quiso avisarle, él, el único ruso de toda la obra, que todavía no ha logrado entender una sola frase en español, y mucho menos en rumano. Recuerda la cara de Ilia mirándolo como si tratase de entenderlo pero el sol estuviera dándole en la cara. Mijaíl se acercó hasta él, pero poco después cayó una cortina de polvo delante del chico rumano y un segundo ronquido de piedras y tierra, lo que sería una réplica en un terremoto, hizo retroceder a Mijaíl. En medio del tumulto de cascotes y de gritos, por debajo del susurro de las piedras, Mijaíl escuchó un sonido distinto que no tenía que ver con ninguno otro y al mismo tiempo era el más nítido. Fue un leve crujido, el que surge de chafar un saco de paja, justo antes del brevísimo alarido descompuesto que dejó salir el muchacho. Hubo que sacar un poco de tierra para liberar a Ilia. Una pierna se le había quedado entre la columna y el talud de tierra removida. Pero el chaval no gritaba. Mijaíl estaba seguro de que no había sido solo el tobillo, él mismo trataba de disuadir a quienes estiraban del tronco de Ilia para liberarlo. Ilia empleaba todas sus fuerzas en respirar. Luego vino la ambulancia y se lo llevaron.
Estos días están desescombrando una casa vieja del Arrabal, el barrio que hay debajo de los puentes paralelos. Ya por la mañana, mientras almorzaba un bocadillo de rebollones fritos con el resto de compañeros, Mijaíl empezó a sentir esa congoja que ahora, en la furgoneta, camino de Alfambra, casi no puede soportar. Todos llevan las manos blancas de aljez y las uñas partidas, viajan en silencio pero de vez en cuando alguno dice una frase. Por lo que oye al conductor, que es polaco y a Mijaíl le suena un poco más familiar, más bien por el tono sombrío de sus frases, por sus meneos de cabeza y su rostro de lástima y resignación, Mijaíl supone que están hablando del accidente, o de las medidas de seguridad, o de la necesidad de sindicarse. Si Mijaíl supiese decir algo inteligible hablaría de la necesidad de sindicarse, del peligro terrible que los acecha, de la necesidad de volver a la patria. Pero aquí nadie sabe ruso, ni Rusia es la patria de nadie.
El miedo le está haciendo efecto. Apenas puede sujetar las manos, lleva una desagradable opresión en el estómago. Por las curvas de Peralejos siente que se marea. Necesita que lo dejen en el cruce de Alfambra y caminar hasta su casa, y cuando ya esté fuera del pueblo pero aún no haya llegado a la masía, cuando nadie pueda verlo ni escucharlo, gritar y desahogarse hasta que le dejen de temblar las manos. El instinto defensivo le hace mascullar barbaridades contra su miserable destino y las ganas que tiene de marcharse de este lugar inhóspito y regresar a su querida Rusia. “Si nos han de matar como a bestias de carga, mejor que lo hagan en nuestra propia casa”, se dice una y otra vez mientras ve pasar los chopos amarillos. No son abedules pero se parecen mucho. Si solo mira el cuadro que delimita la ventanilla, si prescinde del coche donde viaja y de los obreros que le acompañan, esos chopos podrían ser abedules, y las lomas pardas se parecen a la estepa, y los rastrojos dejados crecer y los barbechos. Mijaíl se ha negado a salir del cuadro transparente de la ventanilla y de su hogar en medio de la nada. Sólo allí las cosas vuelven a estar en su sitio, y puede hablar y la vida de pronto parece tener sentido. Pero ya son muchos meses de silencio absoluto fuera de su familia. Acarrea cascotes en silencio y almuerza en el bar del Poli en silencio y viaja de regreso en el silencio exhausto de sus compañeros. A veces, con la risa nerviosa de quien trata de ser cínico consigo mismo, echa la culpa a su tatarabuelo Timoféi, desterrado a Siberia antes de la Revolución, quien después de cumplir veinte años de castigo junto a su mujer, que lo acompañaba en el exilio, ya nunca quiso volver a San Petersburgo. Eso es él, Mijaíl, el vástago de una especie desterrada. Pero en Siberia todo el mundo habla ruso.
La misma serie de broncos lamentos de siempre vuelve a encadenarse en su cerebro: por qué nos teníamos que marchar, estábamos solo en una mala época, pronto cambiarían las cosas, qué insensatez era esa de convertirse en ciudadanos europeos, ¿para qué?, somos rusos, no somos europeos, hemos soportado casi un siglo de comunismo y ahora nos asustamos porque cierra una central lechera. Mijaíl ha bajado del coche en el cruce de Alfambra y recorre a paso ligero el camino que le separa de la Masía de los Cirujanos, la casa que tiene alquilada con su familia, a menos de un kilómetro del pueblo por la carretera de Camañas.
Pero tiene que pararse varias veces en el camino. Lleva el pecho oprimido, aparentemente sólo berrea y da patadas a las piedras pero lleva el corazón en un puño. Se siente capaz de defender cualquier causa, con ánimo para llegar a casa y ordenar a su familia que haga las maletas antes de que una columna mal protegida lo aplaste cualquier mañana. En Irkutsk no les iba bien, en la central lechera ya llevaban cuatro meses sin cobrar, pero eran rusos.
Mijaíl piensa que todo es producto del pánico. Desde la tragedia de su hijo Serguéi, Mijaíl siente la muerte como una compañera que observa nuestros pasos y sonríe cuando se acerca una piedra en la que podemos tropezar. Mira hacia arriba cuando pasa por esas calles tan estrechas que hay en Teruel, por si alguno de aquellos vetustos tejados se le desploma en la cabeza. Sufre cuando viaja con sus compañeros en la camioneta, la mayoría derrengados de trabajar, mientras cae la tarde y en la última luz los faros del coche todavía no alumbran nada pero el camino ya es una sombra borrosa. Hace un par de meses, con las últimas tormentas del verano, recién instalados en Teruel, cada vez que descargaba una tronada Mijaíl tenía que hacer verdaderos esfuerzos para que su hijo no lo viera temblar.
Lo primero que ve, a lo lejos, es la figura de su suegro Rodión Íllich sentada en el poyete de la puerta, fumándose una pipa con su abrigo de mujik y su gorra de bolchevique. Mijaíl detesta ese abrigo. Ya cuando se lo trajeron de la aldea para vivir todos juntos en el pisito de Irkutsk, a Mijaíl le avergonzaba que su suegro se paseara por las calles de la ciudad con ese abrigo de otros tiempos, esa prenda de siervo que ya nadie quería llevar con orgullo. Precisamente era la prenda que los marcaba como perdedores, como aquellos que después de la gran grieta se quedaron al lado de la miseria. Todo el mundo la asociaba con los campesinos del sovjoz, con los guardas de la central lechera, con los viejos que saludan a los tractoristas. Cualquiera sabía que era un ejemplo más de cómo los ancianos eran arrancados de sus tierras y acababan su existencia en un piso de treinta metros con paredes de papel.
Pero Mijaíl saluda lacónico al viejo y entra en casa. En la cocina, junto a la ventana, Kolia está escribiendo sus ejercicios de castellano. Mijaíl se acerca, cuando entra en casa se relaja. Le gusta el aroma del samovar y el sabor de una lata de kvass bien fría. Mijaíl intenta ser amable. Su familia no tiene la culpa. El método de español para extranjeros, un libro sobado y con la tapa rota que les prestó Irina Jaritovna, la otra familia rusa que hay en Teruel, es como un pellizco en la conciencia de Mijaíl. Se supone que ahora, después de haber visto cómo un compañero era aplastado por una columna, debería él también ponerse a estudiar. Todos están aprendiendo castellano. Su mujer es tan previsora que casi lo hablaba ya antes de salir de Irkutsk. Hasta el abuelo se pasea por el pueblo y se ha hecho un amigo de su edad que se llama Venón. El otro día incluso lo llevaron a casa unos cazadores. Al abuelo le da lo mismo estar en Siberia que en Alfambra. Se trajo una perra recién nacida debajo de ese abrigo mugriento hasta los pies y con ella pasa el día caminando por el monte. Si llegan a pillarlo le habrían obligado a matarla en una frontera o se habrían llevado a la perra y a ellos los habrían devuelto a Rusia o metido en la cárcel, pero nadie se enteró de nada hasta que llegaron a Teruel.
Tatiana Illínichna sale de la cocina y se acerca para besar a Mijaíl Denísovich.
-¿Estás bien? –le dice, como si hubiese notado algo raro en el tacto de sus labios o en su forma de mirarla.
Mijaíl no se ha sentado aún, como todas las tardes, frente a una televisión que no entiende a beber su lata de kvass. Camina de un lado a otro, no deja de rascarse la nuca. El abuelo entra y se sienta junto al samovar. Es un trasto de hierro que Rodión Íllich, el padre de Tatiana Illínichna, fabricó nada más llegar a la masía con una estufa vieja que se encontró en el corral. Cuando está en casa, el viejo no hace otra cosa que echar palitos al fuego y tocar la tetera de porcelana para ver si quema. La casa entera podría estar en la aldea de Plíshkino donde vivía el viejo, junto a la central lechera. Al lado de los iconos hay sin embargo un calendario del que Mijaíl solo entiende los números.
Mijaíl toma aliento y cuenta lo sucedido en la obra. Tiene una sensación contradictoria. De momento se ha limitado a exponer los hechos, pero necesita llegar a las conclusiones: se está jugando la vida inútilmente, si llega a saber esto no sale de Siberia, cuando una columna lo aplaste le darán a su viuda una propina y se olvidarán de él. Tan sólo necesitaría una de las típicas frases de Tatiana, vamos a trabajar hasta que acabe Kolia el instituto, para soltar toda la ira que se acumula entre sus sienes y las presiona con la fuerza con que aquella columna presionó el cuerpo de su compañero.
Pero Tatiana no dice aquella frase perfecta, impermeable, irrebatible gracias a la palabra Kolia, sino algo mucho más inesperado.
-Me han ofrecido un trabajo en Teruel. Me ofrecen 700 euros y la comida. Puedo ahorrarlo casi todo porque también me ofrecen alojamiento. Es para cuidar a una señora que se acaba de partir una cadera. Pasaría todo el tiempo en su casa y me dan un día libre.
-Tiene buena pinta –dice Mijaíl-. Esperemos que no te caiga el techo en la cabeza. A mí van a matarme cualquier día y cobro menos dinero.
Mijaíl está más tranquilo. Ha sabido contener su ira, sus ganas de salir corriendo, ese fatalismo que avanza en cosquilleos por los huesos y que tantas veces amenaza con convertirlo en un monstruo malherido. Tatiana, sin embargo, lo mira entre sorprendida y decepcionada.
-El trabajo es de interna. Os tendréis que hacer la comida.
Mijaíl reacciona.
-¿También estará prohibido que nos veamos todos los días, o que hablemos por teléfono?
-No –dice Tatiana-. Sólo estará prohibido que vivamos juntos.
-Bueno, pues no lo cojas. Aquí en el campo se está bien. ¿Cuánto te pagan en el ambulatorio?
-Cuatrocientos.
-No está mal –dice Mijaíl, que va a la nevera a por otra lata de kvass. Al abrirla ve también asomar el papel con el precinto todavía puesto de la botella de vodka-. Con eso y con las labores de intendencia puede equipararse a mi trabajo en la obra, ¿eh, Rodión Íllich? Además, tú estás cuidando a tu padre y educando a tu hijo.
Mijaíl está francamente satisfecho. Ha sabido reconducir la situación. La sangre todavía le hierve pero no se ha despeñado por la locura del miedo y de la angustia. Se ha dado cuenta a tiempo de que Tatiana está pidiéndole que diga lo que está diciendo. Que no se meta interna con una vieja, que no permita que separe a la familia. Tatiana sigue mirándolo de frente, con los ojos muy abiertos, mientras Mijaíl va diciendo sus frases como si las estuviera buscando en el suelo.
-Déjalo así, Tatiana. Quédate en casa. Pronto dominarás el español y te saldrá un trabajo de traductora.
Mijaíl lleva las manos enlazadas en la espalda y los dedos le bailotean. Kolia, sentado en la mesa, junto a la ventana, reconoce la postura de su padre. La verdad es que todos la reconocen, y quizá por eso el silencio es más denso que de costumbre. Pero Mijaíl ha hecho un esfuerzo supremo y conseguido pasar por encima de los reproches antes de arrojárselos a su familia como un poseído y abrir la nevera y sacar la botella de vodka. Es muy importante ahora para Mijaíl, mientras Tatiana se mete otra vez en la cocina y él abre su tercera lata de kvass, refrescar su mente con propósitos positivos. Mañana, por ejemplo, no va a ir a trabajar. Sabe que los estridentes gallos españoles lo volverán a despertar a las cinco de la mañana y se colocará la correa en el pecho, como los sirgadores del Volga, porque al menos aquí pagan, no como en la central lechera.
-Voy a aceptarlo –dice Tatiana Illínichna desde la cocina-. Kolia, por favor, pon la mesa.
El muchacho cierra el libro, lo deja a un lado y se mete en la cocina. El anciano Rodión mira el samovar. Mijaíl se siente tambalear por dentro. Creía que había ya superado la crisis de ira. Hace un momento le seducía la idea de que Tatiana estuviera encerrada con una vieja por 700 euros mientras él holgazaneaba buscando algún trabajo más descansado, pero ahora que esa idea cobra cuerpo y parece evidente que Tatiana va a aceptarlo, algún órgano no controlado de Mijaíl supura un agrio sabor a celos.
-Da igual, Tatiana. Creo que me ha impresionado el accidente. He pasado miedo. Últimamente no dejo de pasar miedo. Pero debemos estar juntos. Es mejor que sigas estudiando castellano y pintando muñecas rusas para venderlas en el mercadillo. Es mejor que sigas fregando el Ambulatorio Comarcal. Mañana terminan los desescombros. Hoy mismo pondrán columnas nuevas para que no se caiga el edificio.
Tatiana deja salir muy lentamente la respiración y dice:
-Es una buena oportunidad. Seguramente allí también podré seguir pintando muñecas y estudiando castellano. Todos los días tendré que salir de casa por alguna razón. Podremos vernos a diario, Mijaíl Denísovich. Tú, en cambio, deberías quedarte en el pueblo. Kolia y mi padre no necesitan ayuda. Mi padre sigue saliendo a cazar con Rushka, cuida las gallinas y el huerto. Apenas gastamos en comida.
Los tres hombres se sientan a la mesa. Mijaíl no habla. La angustia degeneró primero en ira y después en turbación, luego en celos y ahora, con tres kvass en el estómago, en una paz desabrida. Frente a él tiene al abuelo, que lleva puesto el abrigo. Todo ha pasado. Mañana, simplemente, no va a volver a la obra.
Tatiana pone entonces delante de Mijaíl un plato de rebollones fritos. Hasta ahora Mijaíl había sido capaz de medir sus palabras, de no dejarse llevar por el sarcasmo ni la desesperación, pero ahora, de pronto, inconteniblemente, es una troika de caballos desbocados la que corre por su garganta.
-¡Tatiana Illínichna, estoy de rebollones hasta los huevos! –dice-.
-Los ha traído mi padre –contesta Tatiana.
-¡Ya sé que tu padre nos da de comer, no hace falta que me lo repitas!
-Mijaíl, déjalo.
-¡Ya sé que tu padre se pasea con ese abrigo de siervo y nos da de comer!
-Te pongo otra cosa.
-¡No! ¡Dame rebollones! ¡Todos deberíamos llevar ese abrigo! ¡Podríamos montar un puesto de souvenirs soviéticos! ¡Familia Breshkovski, recuerdos del koljoz!
Todos quedan callados. A Mijaíl Denísovich Breshkovski todavía le tiemblan las manos. Ha sido como la réplica de un terremoto. Ha sido poco, pero ha sido. El abuelo, que no quiere líos, se quita el abrigo.

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