31.8.08

GEÓRGICAS 14



14. Avisos del mal tiempo, vv. 351-392.

Y todas estas cosas, a fin de que pudiéramos
por signos precisos conocerlas, los calores
y las lluvias y los vientos que traen los fríos,
Júpiter dispuso cómo nos ilustrarían
en cada mes las lunas, en qué signo los Austros
se sosiegan, viendo qué señal a sus ganados
cerca del establo guardarán los labradores.
De pronto, revueltas por los vientos encrespados,
ya empiezan a hincharse las olas del mar
y en las altas cumbres un ruido seco se escucha,
o bien rompe el mar y resuenan las orillas
y entre los bosques el estruendo se recrece.
Mal se resisten las olas a curvos navíos
cuando del mar un revuelo de rápidos mergos
lleva hasta la playa sus graznidos, y cuando
las gaviotas juguetean en la playa seca
y la garza deja las lagunas conocidas
y por más arriba vuela de las altas nubes.
Verás a veces, cuando amenaza la tempestad,
cómo las estrellas se deslizan desde el cielo,
y tras ellas una larga estela en llamas
blanca se ilumina entre las sombras de la noche,
y a veces un remolino de pajas livianas
y de hojas muertas, o cómo, encima del agua,
van las plumas nadando y giran unas con otras.
Mas si vienen los relámpagos del crudo Bóreas
o truena en la casa del Céfiro y del Euro,
el campo se inunda entero, las zanjas rebosan,
y en el mar las velas húmedas el marinero
se apresta a recoger. Nunca sorprendió la lluvia
a quien no se la esperaba. Cuando asomó,
las grullas de alto vuelo en los profundos valles
buscaron su refugio, o bien fue la novilla
la que alzó la vista al cielo y aspiró la brisa,
hocicos de par en par, o bien la golondrina
voló estridente en círculos sobre el estanque
y las ranas cantaron sus quejas en el cieno.
También la hormiga, labrando un angosto sendero,
solía sacar los huevos de sus escondrijos,
y bebió el enorme arco iris las aguas,
y en gruesa columna, con denso aleteo graznó
huyendo del pasto un ejército de cuervos.
Las varias aves del mar y las que en dulces lagos
exploran del Caistro sus asiáticas praderas
con ardor el dorso de las alas se rocían
y a veces zambullen la cabeza entre las olas
y a veces corren hacia ellas, y verás cómo,
ansiosas por lavarse, saltan de impaciencia.
La terca corneja llama a gritos a la lluvia
y a solas se dispersa entre la arena seca.
Ni aun las mozas que hilaban vellones de noche
dejaron de barruntar tormenta, cuando viesen
cómo echa chispas en la lámpara encendida
el aceite y crece el moco del pabilo.

10.8.08

OTOÑO RUSO, XXI


Capítulo vigésimo primero, último.
Cuento de Navidad

Dos meses después. La casa de Alfambra. Una cocina comedor bastante amplia, con mesa grande en medio, recia mesa de firmes patas y seis sillas de formica. Detrás están las encimeras y las pilas de granito, y el escurreplatos de hierro y armarios de chapa para guardar las copas. A la izquierda de la entrada, sin embargo, hay una antigua alacena verde que restauró la tía Angelita con las amigas de la asociación cultural. La tía Angelita dice que poco a poco irán cambiando los armarios viejos por otros más viejos pero restaurados. A la derecha, debajo de la ventana que da a la calle doctor López, hay una mesa camilla con tapete de estrellas de colorines, y en ella están sentadas la tía Angelita y su amiga Iluminada, que la ha subido a ver. En una radio muy pequeña, en voz muy baja, suenan las voces de los niños de san Ildefonso cuando van cantando la lotería.
-Me da pereza irme, Iluminada. Andar ando ya bien, ya no se me encasquilla, pero aquí es que me encuentro muy tranquila y muy bien. No echo de menos Teruel nada, te lo puedes creer, Iluminada, y mira que aquí hace un frío que se jode el basto. Además, para qué nos vamos a engañar. En Teruel veníais a verme tú y el padre Florencio, y mi sobrina, que mejor que no viniera. Aquí hay más movimiento.
-Qué disgusto, Matildín.
-De disgusto nada. Ahora está más centrada. Viene a verme y por lo menos hace algo y le quita un poco de faena a Tatiana, porque antes con llorar ya tenía bastante. Lo único malo es que la Virginia esa con la que se ha abierto la tienda es tonta perdida. Yo ya le digo a Bernardo que les mire bien las cuentas porque esa loca los arruina antes de empezar.
-Es verdad, y la madre de Virginia, la señora Federica, ¿te acuerdas?, también era un poco tonta.
-No me voy a acordar, y su abuelo, que parece que lo estoy viendo en el casino sentado siempre en la esquina de las mesas de guiñote, era también un poco bobo.
-Ay qué memoria tienes, Angelita.
Arriba se oyen los pasos de Tatiana, que está arreglando las habitaciones.
-¿Y qué tal está? –secretea Iluminada, mirando hacia arriba.
-Pues jodida, tú qué crees. Lo que pasa es que entre todos la vamos animando y oye, que no todo van a ser desgracias. Le va a costar porque le va a costar, porque es muy gordo. Nosotras Iluminada no lo sabemos porque somos solteras, pero tiene que ser un trago que...
-A mí es como si se me hubiese muerto antes de conocerlo –admite con resignación Iluminada?
-¿Te pongo un poquico más de café?
-Chica, sí –se consuela Iluminada-. Luego no duermo pero si tomo tilas tampoco duermo, así que qué más da. Me paso la noche rezando el rosario, hasta que tocan las campanas de la catedral.
-¿Y no has probado a leer? Yo estoy leyendo mucho desde que me he venido a vivir aquí. Ya no veo la tele ni nada. Desde que no veo programas de enfermedades yo creo que estoy más sana, y con la papeleta que hay aquí, que bastante sombra lleva encima la pobre muchacha... Tienes que leerte Guerra y paz, Iluminada.
Por la puerta biselada de la cocina se ve pasar el bulto enorme de Bernardo, que
se mete en el corral. El abuelo está sentado en un silla bajo el cobertizo. Está remendando una jaula para los conejos, con un retal de malla y unos alambres sueltos está tapando un agujero. Bernardo camina con precaución. El suelo del corral está helado, las pisadas hacen crujir el barro y el estiércol. Se ve el aliento al hablar, y una lluvia fina va engrosando el hielo en vez de derretirlo.
El abuelo saluda como siempre, con la mano en alto y una amplia sonrisa desdentada bajo sus bigotes de mujik. Bernardo se sienta a su lado. Hace frío. Las manos del abuelo conservan su piel enjuta y tostada. A Bernardo se le ponen coloradas del frío si las saca del tabardo. Bernardo ya no usa el Barbour. Lleva chirucas y pantalones de pana y un gorro de estibador.
-¿Saldremos hoy? –dice Bernardo, y lo acompaña, casi sin darse cuenta, de los gestos precisos para que lo entienda el abuelo: señalar el monte con el dedo, componer con el dedo de la otra mano la actitud del que dispara una escopeta.
-¡Cómo! –dice el abuelo, y se señala la pierna y compone un rictus de fastidio, de dolor fingido, aunque sea real. Hoy le duele un poco la pierna al abuelo.
A Bernardo casi le alivia. La lluvia es aguanieve. Si el corral está helado, por el monte no se debe de poder andar siquiera.
-¡Frío! –dice Bernardo-.
El abuelo sonríe como si por fin hubiera una buena noticia. Con los dedos endereza los alambres y arquea la boca más o menos, según la fuerza que tenga que hacer. Bernardo se enciende un cigarro. Está pensando aprovechar la mañana y desatascar un poco la calefacción gloria. En la casa instaló radiadores de agua y una caldera de gasoil, pero él se acuerda del calor que subía del suelo cuando era un zagal, antes de marcharse a estudiar a Teruel. Recuerda que su padre se sentaba en el suelo y apoyaba la espalda en la pared para echar la siesta. La tapa de hierro de la caldera está debajo de unas alpacas. Bernardo ensaya el movimiento de riñones con el que, según recuerda, se mueven las alpacas de paja para cargarlas en la era. Abre la tapa y con un palo rompe las densa capa de telas de araña que tapa la boca de las galerías. Por lo demás, no hay nada que desatascar. Está limpia. Su padre murió en abril, ya la había limpiado y la había dejado lista para el invierno, pero en los siguientes treinta años nadie la volvió a abrir, nadie volvió a pasar un invierno en esa casa ni cubrió las paredes con el aroma de las comidas y los cuerpos y las conversaciones, con el dulce aroma del corral cuando está lleno de animales.
El abuelo mira divertido la faena de Bernardo, cómo coge un par de puñados de paja seca y los echa en la caldera, y aplica el mechero para darles fuego. Baja la tapa y espera unos momentos, como si con eso hubiese sido suficiente. La vuelve a abrir, está todo apagado. El viejo dice algo incomprensible y deja los alambres en el asiento, y le señala a Bernardo un montón de broza mojada que hay en un rincón del corral. Son las hojas amontonadas de la noguera, que el frío y la lluvia han ido aplastando hasta formar una especie de muladar. También señala el carretillo, y él mismo le ofrece una horquilla para que lo cargue.
Es verdad, recuerda Bernardo. Así lo hacía su padre, con pajuzos húmedos y aliagas que rodaban por la calle, con hojas podridas y paladas de gallinaza. Bernardo está entusiasmado con la idea de sentir de nuevo el calor de la gloria en los pies. Pronto adquiere la compostura del trabajador del campo, la parsimonia sin interrupciones, la economía de movimientos, el ritmo de pasar el día con pequeñas cosas, de pasar la vida con pequeños días. La caldera saca una tufarrada de humo que envuelve el aire del cobertizo. Bernardo deja caer la tapa de hierro y una nube amarilla sube por encima de las tapias y se disipa en la mañana gris.
Una voz en ruso se oye desde el piso de arriba. Es Tatiana. Ha abierto la ventana de su cuarto, alarmada por el humo. Bernardo sale de debajo del cobertizo.
-¡Soy yo!
-Ah, hola. Es que he visto mucho humo.
-Es la calefacción, no te preocupes –dice, y se vuelve al abuelo y le indica que se metan dentro, a ver qué tal funciona. Antes de volver a meterse en el cobertizo que da a la casa Bernardo vuelve a levantar la vista y sonríe.
-¡Qué tal ha ido!
-Bien. Ya le van a dar la nacionalidad.
Bernardo se vuelve al viejo y le ofrece la mano.
-Ya eres español, Rodión. Enhorabuena.
Bernardo le da la mano subiendo el codo, como en las sinceras felicitaciones. El abuelo se la estrecha sin saber a qué viene todo eso. Tatiana, desde arriba, se lo explica en ruso. El abuelo no modifica la sonrisa, como si lo que le alegrase fuera la mano de Bernardo, no la noticia de Tatiana. Si Tatiana no hubiese dicho nada habrían celebrado exactamente igual el funcionamiento de la calefacción gloria. Sin soltarle la mano, Bernardo se vuelve hacia Tatiana.
-Tengo una cosa para vosotros, Tatiana. Ven, baja y te la enseño. Vamos dentro.
Bernardo vuelve a entrar en la cocina y toca el suelo de baldosas de barro algo más pálidas por donde corre la galería. Ya va cogiendo calor. El soniquete de los niños de San Ildefonso pespuntean los bisbiseos de las dos viejas, que al llegar Bernardo recobran el tono normal.
-Si no dejas de abrir y cerrar puertas aquí nos vamos a congelar, Bernardo –dice la tía Angelita.
-¿Y Julia?
-Se ha ido, y también se ha dejado la puerta abierta. Me va a dar una pulmonía. ¡Y hacer el favor de limpiaros las botas de barro, que luego hay que limpiarlo!
El abuelo, que ya está instruido, deja en el pasillo las botas y se calza unos lapti, una especie de abarcas hechas con corteza de álamo y suela de esparto. Tatiana entra en la cocina.
-¡Qué calor hace aquí! –dice, y mira a todos lados como si hubiera notado el tipo diferente de calor y estuviera buscando la fuente. Después se agacha y pone la palma de la mano encima de los ladrillos más pálidos. Se gira hacia Bernardo, y sonríe como si hubiesen descubierto que el suelo está vivo.
-Mira –dice Bernardo.
Se saca un sobre del tabardo y antes de dárselo a Tatiana explica a todo el mundo el asunto.
-Me han dado un premio de fotografía. Bueno, es un concurso local, tampoco os penséis que me han dado el Pulitzer. Y el caso es que...
Bernardo carraspea, está un poco nervioso. No está nervioso porque lo esté diciendo delante de su tía y de Iluminada. De ningún modo habría buscado un aparte con Tatiana para decírselo. Su amabilidad va siempre acompañada de testigos. No quiere que Tatiana lo rehuya ni lo malinterprete. Él quiere cebar la gloria, dar paseos por el campo. Quiere volver. En los pueblos ya no huele a animales pero en su casa sí, y ese olor es todo lo que va buscando. Quisiera escuchar por las mañanas los cascos de las mulas y las ruedas de los carros y los gritos de los arrieros. Los pueblos ya están vacíos de su condición de pueblo, las calles están llenas de cemento y por las mañanas apenas se escuchan los gallos. Pero esto es muy parecido. El viejo Rodión lo ha devuelto a los mejores años de su vida. La casa está viva.
Bernardo adopta un tono serio. Atento y serio. Delicado, respetuoso y serio.
-¿Te acuerdas de las fotos que hicimos cuando íbamos buscando los sitios donde luchó tu padre?
Tatiana está tranquila. Las ojeras no se le han borrado todavía. Son como las cicatrices de aquellos días. Su luto es físico. Su cuerpo, su rostro, su cabello está de luto. No necesita fingir dolor. Al contrario, cualquiera que no la hubiese visto hace dos meses pensaría que es una mujer que irradia paz. Por mucho que conteste movida por la curiosidad y no por el recelo, es su cuerpo entero el que se duele, y Bernardo lo sabe, lo siente.
-¿Con una de aquellas has ganado?
-Sí, con esta –dice Bernardo.
Tatiana saca la foto del sobre y su rostro vuelve a velarse de tristeza. Bernardo se apresura. No es una foto que pueda traerle malos recuerdos. Si acaso el día, ese nerviosismo que Bernardo nunca supo interpretar. Pero Bernardo ha ganado el concurso con la foto de la nave pintada mil veces con el número cinco mil, y piensa que algo curioso, tan absurdo, no puede traer más recuerdo que el de la grata coincidencia de haberlo presenciado. Tatiana, sin embargo, se repone enseguida. Su semblante no se alegra pero no está consternado.
-Muy bonito –dice, y tose un poco y ya no dice nada más.
-He pensado, Tatiana, que, bueno, en realidad todo este mundo está lleno de casualidades, pero la verdad es que si no hubiese sido por vosotros no habría visto esto. De hecho, al día siguiente volví para sacar más fotos y ya la habían pintado toda de blanco, y yo antes también había visto esa nave sin pintar. Quiero decir que fue algo fugaz, casi una visión. Lo vimos nosotros y es posible que no lo viese nadie más.
-¿A ver, a ver? –dice la tía Angelita.
-Lo que quiero decir –dice Bernardo, y para decirlo se dirige a su tía y a Iluminada- es que yo creo que este premio es, debe ser para vosotros.
-No, no –dice Tatiana, y se vuelve como buscando algún plato que fregar en la pila.
-¡Cómo que no! ¡Eso está muy bien! ¿Cuánto te han untado? –dice la tía.
-Mil quinientos euros.
-Pues ya está, mira, para el coche, que Tatiana está ahorrando que se quiere comprar un coche.
-No, no, de ningún modo –insiste, seria, Tatiana.
-Pues entonces para Nicolás.
La tía Angelita nunca ha sido capaz de pronunciar la palabra Kolia.
-Míralo, Tatiana, está decidido –dice Bernardo.
Tatiana calla, mira a Bernardo y hace amago de sonreír.
-¿Cuánto vale una tumba? –pregunta.
-¡Uy, están por las nubes! –dice Iluminada-. Paulita se compró un nicho a perpetuidad y le costó un dineral.
-Guardaba las cenizas de Mijaíl para llevarlas a Irkutsk –dice Tatiana-. Pero él murió aquí, no en Irkutsk.
-Eso Bernardo te lo arregla inmediatamente –dice la tía Angelita-. Bernardo, ve de mi parte a Ferrer el marmolista, que es el que nos ha hecho siempre las lápidas a la familia.
-Sí, sí, yo me encargo.
Iluminada se revuelve en la silla.
-Oye, Angelita, ¿y no tenéis un poco mucho calor aquí?
Bernardo se vuelve al abuelo y da un pisotón en las baldosas y luego mueve los brazos como si estuviera subiendo aire.
-¿Ve cómo funciona?
En ese momento se abre la puerta y cuatro cachorros de podenco del terreno mezclado con galga rusa entran en la cocina con las patas manchadas de barro y se caen y se resbalan y ladran sin descanso mientras los niños de San Ildefonso cantan en la radio un tercer premio.
-¡Pero bueno, pero bueno, pero qué es esto! –grita la tía Angelita-. ¡Pero mira cómo lo ponen todo!
-Ay ay ay que me muerde –chilla Iluminada. Un perrillo blanco con manchas de color canela, despeluchado y con cara de oveja se le ha encaramado a las haldas y le está lamiendo la cara. Los otros han ido directamente a las cortinas de cuadros que tapan las baldas de debajo del fregadero, o se encaraman en las piernas del abuelo y se sientan delante de él esperando que les haga una caricia.
Detrás entra Julia con Kolia y Esther. Entre risas persiguen a los perros y cogen uno a cada uno. El otro lo coge Tatiana. El abuelo dice algo en ruso.
-Dice que no los toquen mucho ahora, que primero hay que enseñarlos.
-¡Pero si son tan monos! –dice Julia. Se ha pintado los ojos con un cerco oscuro y lleva el pelo revuelto y lo que, en otras circunstancias, su tía llamaría unos andrajos. Luego se dirige a su padre-. Nos quedamos a comer aquí, ¿verdad? Pues entonces nos vamos.
El torbellino de la muchachada sale como ha entrado. Lo han dejado todo lleno de perfumes frescos y de barro.
-Andaros, iros al corral mientras fregamos esto. Iluminada, échame una mano que esto tú y yo lo limpiamos enseguida. Les han dado las vacaciones y se han vuelto locos. Ay, que se me encasquilla.
-Quietas, quietas –dice Tatiana- Váyanse todos al comedor, déjenme a mí.
-¿Lo ves, Iluminada? Todos los días igual. Esta chica se me está matando a trabajar.
Salen. Tatiana apaga el tubo fluorescente y a los niños de San Ildefonso. Queda la luz del día, la débil penumbra gris de un día de lluvia. Tatiana escurre el mocho en el cubo y empieza a fregar la cocina. Donde las baldosas son más pálidas se seca enseguida. Hace mucho calor. Tatiana abre una ventana. El viento helado de finales de diciembre anega la cocina entera. Tatiana cierra los ojos y lo aspira. Sonríe y cierra los ojos y aspira el cierzo que huele a nieve. Después cierra la ventana y termina de fregar el suelo.

5.8.08

OTOÑO RUSO, XX


Capítulo vigésimo
Dragón de blancas escamas

Mijaíl Denísovich piensa que se ganaría bien la vida como transportista. La carretera lo relaja, la línea blanca discontinua y el traqueteo de la camioneta. Salió de casa hecho una furia pero satisfecho de no haber perdido los papeles. Esta vez no ha ofendido al viejo Rodión ni se ha reído amargamente de su abrigo. Sin dejar que estallase su ira y Tatiana decidiese cumplir sus amenazas y abandonarlo se ha subido a la camioneta de Huevos los Amantes. Antes de llegar al pueblo ya había recuperado el control de sí mismo, tanto que se sometió a un examen de paciencia y detuvo la camioneta y ayudó a un nacional a cambiar una rueda. Hay algo de manifiesto ético en cambiarle la rueda a un hombre asustado, alguien que confunde los rasgos con los sentimientos y que da por hecho que un extranjero en mitad del páramo te puede robar, o matar. No, Mijaíl no ha levantado nunca la mano a nadie, pero a veces el miedo en el rostro del otro es una pe-queña recompensa, el precio que los nacionales pagan por su desconfianza. Y fue como un ejercicio espiritual, la salvación abnegada, el detener el tiempo y ocuparlo en lo más inmediato. Se imaginaba que sería Bernardo, pero de pronto Bernardo no le pareció el tipo capaz de tontear con la mujer de un inmigrante. Le pareció un cobarde, y eso lo tranquilizó bastante. Además, si él era capaz de pensar que un nacional con dinero podía seducir a Tatiana, tampoco podía reprocharle a Tatiana que dudase de él.
Mijaíl Denísovich conduce la camioneta cargada con cinco mil huevos hasta Teruel pero en vez de subirse a la autovía en el desvío a Cantavieja se mete por la ciu-dad. Por la Ronda de Ambeles llega hasta el viaducto nuevo, poco antes del paso de cebra de la Glorieta, y lo cruza camino del hospital Obispo Polanco. No quiere marchar-se sin preguntar por Ilia, el compañero rumano cuyos moratones han cubierto el cuerpo entero y su cuerpo hiede en una cama de la segunda planta. Va casi todos los días. No entiende a la mujer ni a sus amigos porque son todos rumanos. Se siente extranjero en medio de extranjeros, pero ellos saben que va a preguntar por Ilia y le ponen la mano en el hombro como si lo consolasen a él, o le agradeciesen haber venido.
Pero allí no hay nadie. Mijaíl pronuncia varias veces el nombre de Ilia y la en-fermera de la recepción niega con la cabeza y lo mira.
-Ha fallecido –dice la enfermera.
Mijaíl no entiende las palabras pero sí la condolencia.
-¿Dónde ahora? –dice Mijaíl.
La enfermera dibuja en un papel con la palabra Salud en el membrete un plano para llegar al tanatorio. Junto a la palabra tanatorio dibuja una cruz.
Pero a Mijaíl le cuesta mucho entender todo lo que no esté escrito en cirílico. Se va a perder y todavía tiene carretera por delante. Tratará de buscar a su viuda, presentará sus respetos para que nadie diga nunca que sólo vinieron rumanos al duelo.
La camioneta vuelve a relajarlo. Sigue sin dificultad los carteles azules, y sin dificultad alcanza la autovía casi en La Puebla de Valverde. A partir de ahí conoce bien el camino. Tan sólo hay un descenso largo y pronunciado en el que tiene que retener la camioneta, y más en estos días húmedos en los que ya blanquea el hielo en las umbrías. El hecho de estar trabajando demora sus preocupaciones, algo que durante años, en la juventud bravía, le pareció una prueba de servidumbre, cuando el sovjoz funcionaba como tal y los tractores estaban engrasados de resignación. Y sin embargo ahora es la única posibilidad que tiene de salvarse. Mañana por la mañana el cliente debe ir al mue-lle a recoger los huevos y volverá a limpiar la nave de gallinas afligidas y el jefe verá el blanco denso de los muros restallando desde lo lejos. Es lo único que puede ofrecerle a Tatiana, no mentir y trabajar. No beber vodka y no mentir. Trabajar y ser el padre de familia que lleva ocho años perdido en un marasmo de dolor.
Cuando pasa por Sarrión, los faros y las luces de la pasarela iluminan un dragón de hierro que hay incrustado en las piedras. Es el primer hito importante de sus viajes a Puçol, el primer sitio que le resulta familiar. Es un dragón como los que dibujaba el gran Bilibin, la encarnación del mal que pasa a cuchillo Dobrynia Nikítich, la bestia moribunda en manos del héroe salvador, según el libro de leyendas rusas que leían de pequeños en la escuela. A Dobryna Nikítich luego lo llamaron San Jorge, y por eso lle-va una cruz estrecha y alargada, como la cruz que trazó la enfermera, que no era una cruz para marcar un sitio sino para nombrar la muerte.
El dragón adquiría en esas bylinas tradicionales formas diversas y con frecuencia de hombre apuesto que visitaba por las noches a las mujeres y se alimentaba de la leche de las madres hasta que las dejaba secas. A Mijaíl le hace gracia la coincidencia. Ber-nardo se le acaba de aparecer en una escena infantil, en uno de los múltiples recuerdos que consuelan a Mijaíl cuando lleva los cadáveres a la buitrera. Pero se aparece menos. Ese hierro no es San Jorge, es Nikítich. Tatiana emerge en cada curva como esa foto suya y de Kolia que llevaba en el salpicadero del Lada, con un letrero debajo que decía No corras. Quiere a Tatiana y la necesita, y está dispuesto a hacer las paces con Kolia, a dar su brazo a torcer y aceptar que lleve por Teruel el abrigo de mujik que le prohibió a su abuelo. No, no ha sido un atentado a la autoridad, pero a Mijaíl le preocupa que em-piece a comportarse con ese aire fantasmal que tienen los emos rusos, que tuvieron que prohibirlos porque en Rusia la apología del suicidio es más peligrosa que en otros luga-res. Aquí no, aquí parece algo reivindicativo, quizá un desplante, una deuda no saldada, el desprecio que necesita para reconciliarse con sus propios sentimientos. Lo ve claro Mijaíl cuando deja atrás el dragón, reduce la marcha y se mete en el restaurante que hay en un desvío con carteles en los que hay esquís dibujados y estrellas que significan nie-ve. Las luces enfocan sombras de montes a lo lejos, almendros que se asoman a las cu-netas. A Mijaíl le gusta conducir por la noche. Salvo por los letreros, que no entiende, en muchos tramos podría estar viajando hacia Moscú.
El aparcamiento está lleno de camiones de cinco ejes con matrículas de colores. Es la hora de la cena cosmopolita. Mijaíl ha pasado varias veces por aquí y el comedor está lleno de conductores de transportes internacionales, quizá sea el único sitio donde Mijaíl no se siente extranjero. El comedor podía estar en un apeadero de Francia o de Checoslovaquia. Hombres que no se conocen de nada y que no hablan la misma lengua están comiéndose un filete con patatas en la misma mesa. Otros compatriotas han que-dado y en una mesa donde no hay alcohol se oye hablar en una lengua que puede ser turco, quién sabe. Mijaíl no conoce nadie y por eso camina con las piernas abiertas y el andar cansado de quien trae un cargamento de hierro desde Polonia en vez de una ca-mioneta destartalada desde Alfambra. Allí no cuentan las razas ni los camiones. Hay botellas de vino y de orujo por las mesas, pero es la cena frugal del trabajador a quien todavía queda una larga noche de carretera, hasta que crucen la frontera al amanecer. Él se limita a pedir un café en la barra, y a buscar con la mirada un rostro del que no quepa duda de que es ruso. Muchos han dejado la mirada perdida en el plato lleno de restos de grasa y peladuras, están tomando fuerzas o descansando la mente, pero todos se condu-cen como si estuvieran en su patria y ningún complejo de inferioridad hubiese modifi-cado su forma de repasarse los dientes con un palillo.
Sí, piensa Mijaíl, esto estaría bien, viajar de noche por carreteras cuyo asfalto es del mismo color que en Rusia, cenar en zonas francas como esta. La camarera sudame-ricana sirve chupitos de anís y de orujo a otro camarero quizá rumano que los lleva por las mesas. Allí sólo es español el jefe, un tipo calvo, gordo y congestionado que sin em-bargo no parece un español normal sino el dueño de una cantina en el lejano Oeste. Y tan lejano. En uno de los viajes el camarero pide dos copas de vodka, y Mijaíl sigue la bandeja con la mirada para ver quién las ha pedido. Son dos tipos que hay detrás de la mampara de marquetería. Mijaíl camina hasta la máquina tragaperras, la mira y se vuel-ve, pero se coloca unos metros más allá, de modo que pueda ver a los bebedores de vodka. Sí, son rusos, o por lo menos ucranianos. Mijaíl no distingue bien a los rusos de la frontera con Europa. Quizá sean lituanos, piensa. No se oye lo que dicen, pero los gestos y los movimientos de los labios le resultan familiares.
Si no estuviesen bebiendo vodka se acercaría a saludarlos, pero así paga el café y se vuelve a la ruta. Tampoco tiene tiempo que perder en conversaciones patrióticas, y menos con ucranianos. No hablar con ellos forma parte de lo que debe demostrar a Ta-tiana, aunque ella no pueda verlo, aunque no se lo crea cuando esta noche se lo cuente. Se lo va a demostrar poniéndose mañana mismo a estudiar español cuando vuelva de la granja. Ella quiere seguir aquí mientras Kolia nos necesite, porque da por hecho que su hijo sólo ha de volver a Rusia con una carrera cursada en una universidad europea, y más vale que entonces sólo vuelva como turista. Kolia tampoco dio al principio su brazo a torcer, pero lleva ya unos días estudiando. Hasta el viejo habla mejor que él, o por lo menos parece entenderse con ese amigo anciano que se ha echado en el pueblo. A sus años tiene que ponerse otra vez a estudiar, pero de algún modo está seguro de que es la mejor forma de mantener a su familia unida.
Ese es el problema, que Mijaíl no entiende nada en castellano. No entiendía la ruta del tanatorio que le dibujó la enfermera ni tampoco entiende unos enormes carteles amarillos que hay al principio del Ragudo. Nada dice, sin embargo, que por el hecho de entender las palabras PELIGRO DE DESPRENDIMIENTOS o DESVÍO PROVISIO-NAL Mijaíl fuese a conducir con más cuidado aún, concentrado en las líneas de la carretera y guardando incluso una postura rígida al volante. Casi es mejor que dé igual entenderlos o no, y que con ningún aviso ni cautela tampoco hubiera podido esquivar una piedra pequeña, del tamaño de un huevo, que cruza botando la calzada como la cru-zaría un zorro asustado. Mijaíl agarra el volante y da un pequeño giro brusco para sal-varla, pero ese giro, en la umbría blanquecina de las curvas, ya no vuelve a su sitio. La camioneta derrapa y Mijaíl siente que no va a ninguna velocidad controlable. No iba a más de ochenta y lo más probable es que la camioneta frene en el quitamiedos y se que-de acostada en la mediana. La instintiva concentración que despliega Mijaíl para tomar de nuevo el control del vehículo le hace prever que todo acabará sin daños unos metros más abajo, y así es como a una velocidad que no parece ni poca ni mucha y que se con-funde con la sensación de ingravidez la camioneta se frena en la mediana y Mijaíl re-cuerda en ese momento que las medianas tienen forma de talud para escupir de nuevo los vehículos a la carretera. Y en efecto así es, pero al volver a la carretera la camioneta no se apoya sobre las cuatro ruedas y la inercia puede más que la gravedad y después de girarse por completo los palets de la carga vuelven a desplazarse y finalmente vuelca por el lado del conductor. La parte izquierda de la cabina se pliega como un acordeón aunque lo que siente Mijaíl es que es él el que está a punto de empotrarse con el volante. No ha habido golpe seco. Mijaíl no ha perdido el conocimiento. Llevaba el cinturón atado y no lleva clavado el volante, pero la barra delantera de la cabina se ha cruzado y le impide moverse. Ha sentido un par de golpes secos en la espalda y en el hombro iz-quierdo y una rozadura en el cuello. El salpicadero también se ha hundido y no puede mover las piernas.
Estoy vivo, piensa Mijaíl. Todavía se ampara en la idea de que la velocidad era muy moderada y el golpe no ha sido frontal. No ha perdido la noción del tiempo ni le duele la cabeza. El corazón le late tan fuerte que siente como si necesitase más espacio, como si necesitara más aire. Mijaíl piensa en su brazo, no le duele. Lleva un golpe muy fuerte en el hombro, pero no en el brazo, y esa es buena señal. Las lunas han estallado y el aire frío y el olor de la noche y del asfalto húmedo son otra prueba más de que está vivo. Ha quedado en posición horizontal sobre el costado izquierdo. Puede mover la mano derecha, pero no la izquierda, que sigue aplastada entre su cadera y la manivela de la ventanilla. Su cabeza reposa en el techo combado de la cabina. Puede mover la mano derecha pero el antebrazo está atrapado bajo la palanca del cambio. Sólo puede mover los dedos como una araña movería sus patas y sería señal de que está viva.
Mijaíl se ha concentrado en sosegar su corazón, como si, en el caso de que llega-ra a producirse, fuera posible parar un infarto. Siente un fuerte dolor en las piernas y en el antebrazo derecho, e intenta abrir mucho la boca para que entre el aire frío mezclado con la niebla. Desde su posición puede ver esquirlas brillantes del asfalto y un manto de niebla que cuaja entre los matojos de la mediana. Por alguna extraña razón, por la mis-ma razón por la que una persona puede entretener la mente en cosas agradables mientras a su alrededor todo se viene abajo, Mijaíl recuerda el último día que estuvo en Irkutsk. Aún faltaba tiempo para las olimpiadas, pero los chinos decían no temer a la lluvia por-que estaban capacitados “para modificar la estructura de la niebla”. Qué estructura ten-drá la niebla que lame sus heridas y refresca su boca pastosa. Mijaíl respira con dificul-tad, pero no pueden tardar en venir a rescatarle. Pronto verá las luces amarillas de las ambulancias y un bombero aserrará la barra que le oprime el pecho. En algún lugar del suelo, quizá debajo del asiento, por la parte de la puerta que aplasta su mano, Mijaíl escucha el timbre del teléfono móvil, la entrada de un mensaje. Será Tatiana. Tiene que ser Tatiana. Tiene que ser Tatiana que pregunta por él, que le pide que vaya con cuida-do, que vuelva pronto y no se entretenga. Mijaíl trata de moverse pero lo único que con-sigue es que el esfuerzo le haga toser y le falte más aire todavía. Al toser ve que sobre la barra blanca mojada de escarcha reciente, de hielo sin hacer, han salpicado dos gotas de sangre. Mijaíl se pasa la lengua por los labios. La boca le sabe a sangre. El frío lo ador-mece. ¿Será así morirse por falta de aire? ¿Murió así Serguéi, esperando que unas luces amarillas bajasen a las profundidades, reprimiendo los gritos y los llantos para no gastar el aire en vano? Mijaíl cierra los ojos y se concentra en el rostro de su hijo Serguéi. Su imagen le aleja de la desesperación. De algún modo le conforta sentir lo mismo que él, haber bajado a las profundidades del mundo y aspirar la niebla. Se obliga a mantener los ojos abiertos. Durante aquellos horrorosos días de Vidiáevo aprendió que la falta de aire anestesia y adormece. Siempre lo había sabido, pero entonces deseó con todas sus fuer-zas que Serguéi no cerrase nunca los ojos, con las mismas fuerzas con las que ahora mira la superficie del asfalto y observa cómo la niebla va ocupando la noche como un ejército de espectros que avanzaran como en una cápsula sin gravedad. Brillan las es-camas blancas del dragón, piensa Mijaíl, la serpiente que se arrastra entre las cáscaras de huevo. Si los dragones viven más de cien años se convierten en culebras blancas que sólo hacen el bien. Quizá esta serpiente blanca deshilachada que refresca la sangre de su boca sea el hada buena en la que Mijaíl confiaba cuando estaba en la escuela, y cuando él mismo contaba historias a Serguéi para que se durmiese, y le enseñaba las estampas de Bilibin que adornaban el relato. Los ojos de la serpiente giran como las luces de las ambulancias. Sus manos en forma de tenaza entran en la cabina y en su respiración Mi-jaíl oye sonidos humanos que no entiende pero sabe que son la salvación que nunca tuvo Serguéi. Mijaíl mueve los dedos de su mano, por si el teléfono estuviese cerca y pudiera tocarlo, por si pudiese tocar con ellos el rostro de Tatiana, la cabeza de su hijo Kolia, o la mano de Serguéi. Después de pensar esto, Mijaíl Denísovich Breskovski sigue mirando la estructura de la niebla, pero ya está muerto.

OTOÑO RUSO, XIX


Capítulo décimo noveno
Lo inhóspito y lo desabrido


Tatiana Illínichna Tsetvínskaya está muy enfadada. Desde que salieron de Rusia quedó claro que aquello era un paréntesis, un modo de huir de los 10000 rublos que ganaba Mijaíl en la central lechera, cuando se los pagaban, o de los poco más de 8000 que ganaba ella. Los dos sueldos juntos no sumaban los 700 euros que cobra por cuidar a la vieja, algo así como 28000 rublos. Cuando el dueño de su piso de cuarenta metros les ofreció comprárselo, les pidió treinta millones de rublos, al mismo tiempo que Praskovia, amiga de toda la vida y madre de Luzmila, que fue al colegio con Kolia desde que supieron andar, dejaba el mismo piso siete plantas más abajo y se iba a una mansión a orillas del Baikal. Así ha pasado el hacha en Rusia la economía, así de caprichosa se mostró la fortuna con los emprendedores como Nikífor, el marido de Praskovia, que pasó de pastorear turistas por el lago a organizar safaris de caza mayor para europeos y americanos capaces de pagar lo que sea por posar junto a los cuernos de un venado gigantesco.


Pero ellos no tuvieron opciones. La muerte de Serguéi les había extirpado el entusiasmo, el arrojo mínimo para la aventura. El capitalismo entró en sus vidas como una lengua extraña que muy pocos entendían. Tatiana sólo encontraba razones para seguir luchando en Kolia y en su padre, porque Mijaíl se hundió desde el principio. A veces piensa Tatiana que decidió venirse a España para darle una oportunidad. No soportaba la idea de seguir con él cuando Kolia ya tuviese sus estudios, si es que tenían dinero para procurárselos. Mijaíl había entrado en una postración emocional inamovible. Se amparaba en un absurdo sentimiento de culpa por haber empujado a su hijo mayor a enrolarse en el Kursk, pero eso no era más que una justificación para pasar las horas tumbado frente a un televisor borroso, arrastrarse por su trabajo en la central lechera como un presidiario sin más futuro que el suelo de mierda negra que tenía que sacar con palas por las mañanas. Los días de fiesta se sentaba a ver partidos del Zénit y vaciaba lentamente una botella de vodka, hasta que se quedaba dormido. Ni siquiera bajaba al bar del barrio ni a la iglesia ni al antiguo centro social del sovjoz, ni mucho menos acudía a las reuniones del sindicato y de la asamblea de vecinos. Había renunciado a salir de su fracaso. Veía salir a Tatiana con los papeles para reclamar los sueldos atrasados de la lechería y la miraba con la frialdad sin alma de quien ha visto ya el futuro, adónde van a ir esos papeles y el fango por el que tras ellos han de arrastrarse sus vidas.


Pero todo eso habría sido soportable si Kolia hubiera sabido encajar la muerte de su hermano. Apenas era un crío de 8 años cuando aquellos horrorosos días de Vidiáevo, cuando nadie era capaz de ocultarle su horror. Aquellas tres semanas de angustia, mientras el gobierno mentía y retrasaba su intención primera, la de no acudir al rescate del submarino, los días en que naves extranjeras eran anunciadas a los padres desesperados como la prueba de que estaban haciendo todo lo posible, los gritos y los llantos de los padres en las reuniones en las que un oficial trataba de apaciguarlos con mentiras, todo eso tuvo que estallar en sus oídos cuando Tatiana y Mijaíl volvieron a Plíshkino, la aldea de su padre, a quien, a sus ochenta años, habían dejado al cargo del pequeño.


Desde entonces Kolia no volvió a sonreír más que con los labios. La mirada risueña, pícara, tierna, cómplice o traviesa que Tatiana había visto tantos días de fuerza y de felicidad se había quedado en un mirar entre asustado y recriminatorio, una mirada que parecía penetrarlos, compadecerlos, desnudarlos en una desdicha cada día más irreversible. El único que no cambió su vida, su mundo de conejos y abedules, sus paseos nocturnos por el bosque y su modo de vivir como un mujik de hace cien años fue su padre, el viejo Rodión. Esta misma mañana, cuando Bernardo los acompañó a buscar los sitios por donde anduvo en la guerra de España, Tatiana no era capaz de explicar que su padre ha pasado por el mundo como un animal del bosque, y gracias a ello ha salvado su alma. Incluso lo traicionó al final, cuando pasaron junto a aquella nave pintarrajeada que sumió a Tatiana en el más negro de los presentimientos. Su padre contó entonces cómo le había quitado las botas a un muerto, cómo cazó después a cuchillo una cría de jabalí y cómo la descuartizó y la envolvió en nieve junto al cadáver descalzo. Su padre contó eso y Tatiana improvisó una traducción estúpida, un tumulto de obsesiones sin sentido, algo que pudiese servir como prueba de que ni su padre ni el Ejército Ruso mienten cuando dicen que Rodión Íllich Nikoláievich Tsetvínski luchó en España con las Brigadas Internacionales. A ningún jurado histórico le serviría el recuerdo de su padre, quizá porque no es el recuerdo de los mapas que busca Bernardo ni de los libros que lee ni de las páginas que consulta, sino el de un hombre que lucha por sobrevivir. Tatiana siente que en cierto modo traicionó a su padre no traduciendo exactamente lo que dijo, de igual modo que Mijaíl no acepta que si en esa familia se ahorra es porque el viejo Rodión Íllich, a sus ochenta y nueve años, les garantiza el alimento igual que se lo proporcionó en los meses de la aldea, donde quizá debieran haberse quedado, aprendiendo a vivir como viven los animalillos en el bosque.


Y sin embargo han seguido adelante y Kolia tiene una amiga, y por la mirada de Kolia cuando hoy ha dicho que se iba con ella para un trabajo sobre un reloj o algo así, a Tatiana le ha parecido que le brillaban los ojos, que quería ir, y por eso le ha dolido tanto que su marido no lo presenciase, que se olvidara de su cumpleaños y hubiese vuelto a las andadas. Otra vez esas pintadas furtivas, esa estupidez del arte nihilista que a Mijaíl sólo se le ocurre recordarla cuando se emborracha. Todos están haciendo lo que pueden para empezar de nuevo. Ella tiene que soportar que la miren en el supermercado como si fuese a robar, que la vieja la mire como si fuese a quitarle las joyas, que Matilde le hable como si fuese a robarle el marido. A la condición de pobre se une la de extranjero, una continua inexistencia salpicada de sospechas. Tatiana soporta eso y está dispuesta a soportar mucho más si es verdad ese brillo que ha visto en los ojos de Kolia. En dos meses ha sido capaz de ahorrar ochocientos euros. Tatiana ha echado muchas veces la cuenta de lo que necesitaría para llevar a Kolia a Madrid a estudiar matemáticas, cuántas horas de desprecio son necesarias para pagar un colegio mayor, uno como esos de los que habla todos los días la vieja que van a llevar a su sobrina Julia.


Así que, al poco de irse Mijaíl, otra vez hecho una bestia, jurando por todos los santos no haberse llevado la botella de vodka, con la misma mirada de loco que la última vez que le dio por pintar una pared de la central lechera, con miles de hoces y de martillos, cuando Bernardo llega con el jeep y trae a su padre y le cuenta que Mijaíl se ha parado a cambiarle una rueda, Tatiana cierra los ojos y respira. Quizá he sido muy dura con él, piensa. No le he dado ni la mínima oportunidad de defenderse. Tiene un trabajo cómodo con las gallinas aristócratas de la provincia, podría ganar más, podría ser más útil y causar menos problemas, piensa. También podría ella quererlo más. Ha despreciado su ofrecimiento de bajarla a Teruel con la camioneta de las gallinas. Tatiana le ha dicho que no se preocupase, que ya se bajaba con Bernardo. Menos mal que no le dijo también que llevaba su mejor ropa para que no se le arrugue en la bolsa y que no quiere que se le pegue el olor a estiércol y a tabaco de la camioneta. Ni se le pasa por la cabeza que Mijaíl pueda estar celoso del tal Bernardo. Para ella es inconcebible que Mijaíl, después de todo, pueda dudar de ella. Sería otra ofensa, suficientemente grave como para pedirle que se vuelva solo a Rusia, a tumbarse en un sofá.


Y el caso es que, teniendo en cuenta lo primitivos y susceptibles que son los hombres sin distinción de razas ni de nacionalidades, Mijaíl tendría motivos para estar celoso. Tatiana no se fía de Bernardo, pero es muy difícil no fiarse de la única persona que te ayuda. También el lenguaje de la seducción es igual en todas partes. Bernardo le ha buscado los papeles de la nacionalidad y la ha contratado para cuidar a la vieja pero Tatiana sólo recuerda cómo le miraba las tetas cuando estaba pelando aquellos langostinos. Es muy amable con su padre, el domingo pasado se fue con él a por rebollones y trajeron una liebre y dos perdices, pero Tatiana sigue convencida de que se inventa trámites para estar con ella. No le gustó nada que intentase secretear con ella a espaldas de su mujer, que se le ve a la legua que está celosa perdida, y sus razones tendrá. Por eso Tatiana sonríe y contesta pero está rígida sobre el asiento y sólo mira la carretera, los muros de cal y los arbustos de acacia que jalonan el asfalto en la noche cerrada. Le agradece que la lleve a Teruel, pero teme que en cualquier momento le ponga la mano en la pierna. Claro que no es ningún gañán. Si es buen cazador, sabrá esperar a que la presa se le entregue. Pero Tatiana es hija y nieta de grandes cazadores y tiene olfato para las alimañas. Sabe que su cuerpo hace girarse a los hombres, que disimulan menos su salacidad en la medida en que se trata de mirar a una extranjera. La misma transparencia que parece condenarla a no existir es la que libera de cualquier remilgo a quien le mira el culo.


No, no es buen momento para bromear con Tatiana, ni mucho menos para tirarle cañamones. Bernardo es muy ceremonioso y muy atento. El jeep huele a cuero fino y a plástico caro, en el salpicadero hay números y agujas que sólo necesitan los ricos. Sólo para ellos es imprescindible un GPS, por muy cartógrafos que sean. Ella vive en una masía vieja a varias verstas del pueblo y se orienta perfectamente. Bernardo habla más relajado, no como el cobarde que le dio aquellos papeles en el patio, sino con la voz una octava más grave, voz de cantante de barco, piensa Tatiana, y se acuerda de Dimitri, un antiguo novio, que se ganaba la vida cantando piezas populares en los restaurantes del Baikal. Tatiana entiende ya todo en castellano, pero aun así Bernardo habla con sílabas despaciadas, como rebajando su expresión para que la entienda ella, y sonríe. Dice maravillas del marido, que menos mal que le ayudó a cambiar la rueda, que él es un poco inútil, todas esas cosas que dicen los que presumen de no perder el tiempo en vulgaridades. Luego habla de la hermosa tierra roja de este pueblo, de los montículos de arcilla con crestas de cal, y baja todavía más la voz para decir que durante mucho tiempo Alfambra le pareció un lugar inhóspito, pero que cada día le gusta más, que si por él fuera se vendría a vivir aquí.


-¿Qué es inhóspito? -dice Tatiana, como aprovechando la única mínima oportunidad que se le brinda de mostrar su ira.


Bernardo mueve mucho las manos para contestar.


-Inhóspito es que... Inhóspito es que hace mucho frío y hay poca gente. Lo que nosotros llamamos desabrido. ¿Sabes, desabrido?


Tatiana todavía duda un momento antes de contestarle. No fiarse de alguien también implica no fiarse de cómo va a encajar los golpes.


-Desabrido es que no lleva sal, ¿no? –dice Tatiana.


Tatiana lo estudió la semana pasada en su libro de castellano. Siempre sospechó que era un libro anticuado, lleno de palabras que ya no se usan, de textos clásicos que un español actual tardaría en entender. Pero de pronto, como todo en Rusia, resulta que no es tan inútil.


-Sí, sí, es verdad. Pues eso, saborío, je, je. –dice Bernardo, como saliendo del jardín.


-Para los rusos la sal es muy importante. El pan y la sal. Es un gesto de hospitalidad –dice Tatiana. Está seria y sonriente, algo que en ella no implica contradicción. Bernardo calla. No vuelve a decir nada hasta Peralejos. A Tatiana le asaltan las dudas. Es ella y su condición de extranjera, es su estado de extrema susceptibilidad, pero Bernardo, salvo mirarle las tetas con disimulo y la escenita del patio, no ha hecho nada malo. Pero Tatiana no puede quitarse de la cabeza a Mijaíl.


-¿Y qué tal tu hijo? –dice Bernardo, casi ya en Cuevas Labradas.


-Bien –dice Tatiana -. Tiene un amiga en el pueblo.


-Dos –puntualiza Bernardo, satisfecho de lo que va a decir-. Mi hija también es amiga suya. Esta tarde la he dejado en casa de Pascual, un amigo mío de la infancia, porque me ha dicho que tenía que hacer no sé qué trabajo con su hija y con el tuyo. ¡Vamos, digo yo que será tu hijo, no creo que haya muchos rusos en Alfambra, ja, ja!


Tatiana sonríe lo imprescindible. Kolia sólo le ha hablado de Esther. Está tan recelosa que no se alegra tanto como cuando Kolia le contó que iba a ir a casa de Esther, la primera vez en muchos meses que Kolia no hablaba sólo con adultos y se negaba a hacer nada en el instituto, la primera tarde que al llegar a casa Tatiana lo sorprendió estudiando castellano.


-Kolia está bien, está contento–dice, mucho menos tensa, mucho más simpática.


-Mi hija Julia dice que es muy tímido.


-Sí, pero ya es un poco menos.


-¿Cómo era antes?


Tatiana duda, para contestar a esa pregunta necesitaría abrirse en canal. Y no quiere. Forma parte de su orgullo no pasear nunca sus miserias, no emplear la memoria de Serguéi para salir del paso en una conversación incómoda. Sería fácil contar el episodio del Kursk. Incluso habría sido necesario podérselo contar a alguien otra vez, expulsar cada cierto tiempo la corrosión que sigue produciendo su recuerdo.


-Bueno –dice-, los rusos somos muy serios. En general.


Bernardo habla un poco de su hija. Se la está presentando como una niña modelo, nada que ver con los calificativos que le dedicó Kolia cuando contó a su madre lo del trabajo del reloj. También la niña rica quiere solidarizarse con los inmigrantes. Pero Tatiana prefiere a Esther. La ha visto. La ha mirado a la cara y ha visto un rostro limpio. Tatiana sonríe.


Ya han encarado la Ronda de Ambeles. Queda bajar hasta el Óvalo y subir por la calle Nueva para girar a la derecha luego, a la calle de las Murallas.


-Si no te importa –dice Bernardo, cuando están en el paso de cebra de la Glorieta-, te dejo aquí. Es que me viene mejor y...


-Sí sí –se apresura Tatiana, y se pasa la correa del bolso por el hombro y despliega el anorak para ponérselo nada más bajar del coche-.


-Es que... –insiste Bernardo-. Bueno, te parecerá ridículo. Pero es que...


Tatiana no está dispuesta a escuchar más. Hay coches esperando. Da las gracias a Bernardo y se va.


-¡Pues no se lo que vas a comprar a estas horas, maja! –le dice la tía Angelita, nada más entrar Tatiana, desde su sillón al lado de la ventana.


Tatiana saluda y se mete en su cuarto para cambiarse de ropa. Es como cuando se ponía la cofia y las botas de goma para entrar en la central lechera. Durante las próximas horas se centrará en las cuestiones mínimas de su trabajo y vestirá su pensamiento con un impermeable soviético. La vieja insiste. Hay cena de sobras, pero insiste. Tatiana está sentada encima del camastro. Todavía no se ha quitado el traje chaqueta. Saca el teléfono y le escribe un mensaje a Mijaíl: “Ven a recogerme cuando vuelvas. Dejo este trabajo. Me vuelvo a Alfambra. Te quiero. Os quiero”.


Tatiana se levanta y sale al comedor.


-Voy a hacer la cena –dice, en el mismo tono neutro de siempre-. Voy a dejar también comida para mañana, y cena. Me voy a marchar esta noche. No puedo quedarme más tiempo. Se lo digo por si quiere llamar a su sobrina Matilde.


La abuela está despeinada. No puede subir bien el brazo derecho y su peinado parece un dulce de algodón a medio comer. Ha ido apretando el morro y abriendo los ojos conforme hablaba Tatiana. Al final, después de un momento de mirar a Tatiana como si fuera un bicho raro, su mirada cuando algo no le cuadra, la vieja explota.


-¡Pero bueno! ¡Pero cómo que te vas! ¿Es que tú no sabes que las cosas en este país se avisan con antelación?


-Lo siento. Es una urgencia.


-Uy urgencia, urgencia, ¿pero cómo que urgencia? ¿Pero tú qué te has creído? Ah, no, no, rica, no. En este país estamos civilizados, aquí las cosas no se hacen así de buenas a primeras. Tú tienes un contrato.


Tatiana desprecia mucho más a Matilde y a Bernardo que a su estruendosa tía. En ellos las palabras son amables y las miradas furtivas, y en ella las palabras son basura permanente pero tiene un mirar cercano que a Tatiana no le desagrada. Por eso no la manda a la mierda.


-Angelita, me tengo que ir. Mi familia me necesita. Yo también tengo familia.


-¡Yo no tengo familia! –dice la tía Angelita, y se asusta un poco y todo de haberlo dicho, pero sus facciones ya no son capaces de recobrar el gesto agresivo de hasta entonces. A Tatiana Illínichna casi le corre un sarpullido de rubor cuando la vieja cambia el tono de voz y la mira y le dice:


-¿Es que te he tratado mal? ¿Le digo a Bernardo que te ingrese más dinero?


-No, Angelita. No me ha tratado mal. Pero tengo que volver a Alfambra. Soy madre, hija y esposa. Hay tres hombres que me necesitan. Tenemos que trabajar mucho y estar juntos. Necesitamos estar juntos.


La tía Angelita ha vuelto a la calle la mirada, pero sigue sin cerrar la boca. Tatiana está por acercarse a consolarla, pero prefiere recoger sus cosas. No quiere que le llore, no quiere que la convenza. La decisión está tomada. Cuando termina de hacer la bolsa, se mete en la cocina para preparar la cena. Entonces oye que la vieja la llama. Tatiana vuelve al comedor, pero no pasa de la puerta.


-Dígame.

-¿Y si yo me voy a vivir a Alfambra, a la casa de Bernardo?