Las dos últimas novelas de Álvaro Pombo,
Matilda Turpin y
Virginia (con sus respectivos subtítulos), las he terminado porque a Pombo le debo demasiados ratos buenos como para dejar abandonada su lectura, pero hay algo, sobre todo en la última, recién aparecida, que me hace transigir con ella como se transige con una misa de cuyo monótono contenido nos cuesta no prescindir o con una película que ya hemos decidido que no nos gusta, a pesar de que la fotografía y el montaje sigan siendo excelentes.
Tiene toda la pinta de que el Planeta llevaba mucha letra pequeña. Con Umbral pasó algo parecido. Firmó un contrato que sólo podía firmarlo Umbral, creo que de tres libros al año, y el resultado fue bastante pobre. En el caso de Pombo, la lectura invita a pensar (en vez de en lo que se está leyendo) en que Pombo la ha escrito de buenas a primeras, al buen tuntún, con un hilo muy fino que Pombo recarga de reflexiones más brillantes que profundas, de recursos repetidos en el plazo de pocas páginas, de personajes demasiado conocidos. Virginia tiene cosas de María (
El metro de platino iridiado) y de Violeta (
Donde las mujeres), pero no de la Virginia de
El metro, un personaje divertidísimo que aquí, si acaso, encarna, con un perfil muy bajo, la espiritista Leonora. Gabriel es el Vélez de
El metro, o su versión más o menos sofisticada en algunas otras novelas. En general, Gabriel es el Palante virgiliano, el buen amigo, invariablemente refinado y de contenida homosexualidad, como aquel don Rodolfo de
Aparición del eterno femenino. Luis, el médico, es el Martín soso y como halitósico de
El Metro, el hombre obsesivo que tampoco entiende a las mujeres. Quizá el personaje más gratificante (por menos manido) sea el de la abuela, una versión de la abuela de Ceporro en
Aparición, mucho más seca, ciertamente.
No cito aquellas otras novelas en las que la trama surge de la confrontación de dos personajes masculinos (
Los delitos insignificantes, El cielo raso, Contranatura), porque esta pertenece a la estirpe de familia con chófer (no hay chóferes aquí, sin embargo), de alta burguesía santanderina, de invernaderos al atardecer, en torno a la mesa camilla. Digamos que es hija de la estética de
Donde las mujeres, pero con personajes sucedáneos de
El metro de platino iridiado. Y eso, si además se hace sin tensión narrativa (demasiado flojo el hilo algunas veces) y con un concepto muy discutible de la novela en tiempo pasado, pues da la sensación de que ha sido escrita sin ganas. A veces parece incluso vislumbrarse la sutura de una jornada de trabajo, como si la novela se hubiera escrito sola de ocho a tres, y unos días Pombo estuviera más espeso que otros, pero no tirara nada. Y una cosa es que las novelas crezcan por sí mismas, que es lo que más he admirado de Pombo siempre, y otra que tarden mucho tiempo en no ir a ninguna parte.
Técnicamente, desde luego, va sobrado, quizá un poco demasiado, diría yo, como si confiara en que la frase de Catón hay que leerla del revés, y no dominar el asunto para que las palabras fluyan sino confiar en que el dominio de la palabra será suficiente para que fluyan las cosas. Y no siempre es así, a no ser que Pombo haya querido añadir una pátina de rancedumbre, que tampoco le venía mal a la historia.
Pero luego está la idea que Pombo tiene de las novelas que se ambientan en el pasado. Evito llamarlas
novelas históricas, porque ese es un género emputecido cuya sóla mención desacredita a sus practicantes. Ahora se lleva la historia novelada, que no es lo mismo. Me refiero al noble género de las novelas ambientadas en una época lejana, pero que no se basan en copiar datos de la época ni reproducir el temario de historia en los diálogos, sino que transportan a un tiempo del pasado para contar una historia nunca antes contada, recién imaginada.
Pombo tiene de este tipo de novelas un ejemplo y medio. Al margen de
Donde las mujeres, que también, como esta, tenía vocación de novela Austen, Pombo ensayó el género en
La cuadratura del círculo, donde yo creo que le salió mal. Junto a las páginas brillantísimas dedicadas a la corte de Plantagenet, había un rollo unamuniano, un diálogo liso y laso que se apoderaba del grueso de la obra, y donde uno se imaginaba más a Pombo hablando en su camarote que a la época en la que el lector se supone que tiene que vivir. (El otro medio ejemplo es la espléndida
Vida de San Francisco de Asís, y digo medio porque esta -que el mismo Pombo llama paráfrasis- sí está contada con la historia como cañamazo).
Con
Virginia o el interior del mundo me pasa un poco lo mismo. No está muy claro de qué depende que pueda respirarse una época en un libro. No siempre se trata de incluir noticias del momento, o consultar mapas antiguos. El ambiente ni siquiera es vestir adecuadamente a los personajes (algo que Pombo hace sin que se note, es decir, nunca sabes cómo van vestidos, aunque te lo haya dicho, y eso sucede porque luego no se comportan con arreglo a sus vestiduras), ni tampoco, si me apuran, impostar una voz, un tono de la época, esos giros arcaizantes que si no se hacen muy bien resultan ridículos. Aquí no hay ese riesgo porque Pombo habla desde ahora, lo ve desde ahora, lo construye y lo imagina desde ahora, y no siempre con la misma brillantez. Hay días, momentos de fulgor pombiano, y otros de no pasar nada, de páginas que están como a la expectativa. El recurso a las formulaciones pleonásticas so capa de filosofía sólo se resuelve en algo que Pombo ha dominado maravillosamente otras veces pero que aquí resulta un poco cansino. Todo se podría resumir, una sensación que en otras novelas igual de morosas de Pombo yo no había tenido (en Matilde Turpin sí), y que me desconecta de la lectura para contemplar las palabras como si estuvieran expuestas en una vitrina, no en un mundo que quiero vivir.