No deja de ser paradójico que lo más refrescante de esta última novela de Atxaga sea su apuesta por las reglas clásicas del género: una novela sin subterfugios ni desproporciones, pensada con el afán dramático de que todo encaje, alejada de la inmediatez contemporánea y del timo de los datos históricos, y por supuesto de la propia vida del autor; una novela escurrida, como dicen los taurinos, de poco más de doscientas páginas, en la que los setos están podados y los tiestos en su sitio, sin ese desparrame umbilical que ha echado a perder buena parte de nuestra novelística en los últimos años, y también sin esa confusión entre lo real y lo verosímil, entre lo periodístico y lo literario, entre lo histórico y lo poético que permite crear moldes de barro. Ésta de Atxaga es una novela desnuda en el sentido de que no es más que un relato, una historia, una cosa que pasó en el Congo Belga en 1903, que no disimula su condición mitográfica ni escamotea la dimensión simbólica de los personajes y los acontecimientos, y todo lo hace a las claras, con prosa límpida, sin tapujos ni cartonajes, sometida a la más sencilla formulación de lo que de veras es una novela.
Sólo por esa extravagante condición de novela normal y corriente ya merece un efusivo saludo. Porque las novelas normales y corrientes hay que saber escribirlas, es necesario afrontar todas sus dificultades y no salirse por la tangente moderna en los momentos más difíciles. De una novela de estas características no sólo esperamos que nos haga pasar un buen rato, sino, sobre todo, ver cómo nos entretiene: cómo están planteados los personajes, cómo trenza la trama y como la resuelve, cómo los hace hablar y pensar, en qué medida los deja libres, hasta qué punto nos emociona en esos momentos en que con la sola técnica no basta para mantenerla en pie. En esta forma tan pura del género que es la novela de aventuras en la selva, de lo que se disfruta es de la fruición de los hechos y la belleza de la composición, no de las pajas mentales.
En España esto lo hace maravillosamente Eduardo Mendoza. El asombroso viaje de Pomponio Flato, y no sólo por ser la más reciente, es un perfecto ejemplo de subgénero concreto que respeta las reglas de la composición, no juega a superarlas, y dentro de ellas, perfeccionando cada una de sus partes, deja escrita su propia voz. Me gusta porque las únicas dos vertientes que me interesan de la novela es la del entretenimiento yuxtapuesto en muy variados acontecimientos, despreocupada por completo del final (la escritura desatada de Cervantes), y esa otra que nació del teatro, de la tragedia y la comedia, donde las medidas y la precisa carpintería son virtudes inexcusables, y el principio no es un arranque sino la primera aproximación hacia el final, apretando poco a poco las tuercas de Henry James con pulidos argumentos para la escena.
La principal diferencia entre estas dos clases de novelas es que en las primeras la narración se nutre de sí misma y en las segundas de unos planos meticulosamente proyectados de antemano. Las novelas cervantinas no saben de qué coño van a hablar esta mañana, y cuando ven venir el final, más que planearlo, se preparan para recibirlo. En las novelas shakespearianas, en cambio, el final es la razón del principio, y el escritor, más que fabular, rellena una fábula previa.
Hablando en estos términos tan poco exactos, podríamos decir que Siete casas en Francia tiene un cálido planteamiento cervantino pero está cerrada de un modo shakesperiano que le queda un poco frío. En los dos primeros tercios de la novela, no dejan de pasar cosas y flota en el aire la bendita sensación de que ni el narrador sabe lo que va a pasar. La prosa de Atxaga corre como el agua, y brilla en ocasiones muy especialmente, como en algunos de los hermosos fragmentos de poema que uno de los personajes va escribiendo. Esos fragmentos son también una poética de la propia novela, un modo de narrar que nos acompaña dulcemente y nos divierte hasta que el avión empieza a perder altura y casi instintivamente nos volvemos a abrochar el cinturón. Es entonces cuando, a mi modo de ver, Atxaga abusa demasiado de las normas teatrales del final: que todo encaje, que se produzcan carambolas sorprendentes, que se resuelvan los conflictos ordenadamente, que el ataque largamente preparado sea una pieza de orfebrería. Incluso su apuesta por dar velocidad a la prosa resulta molesta. De pronto los acontecimientos se nos amontonan como si hubiera que ir recogiendo a mitad de la lectura. No estoy diciendo que sea un final precipitado sino que el autor le ha dado demasiada importancia. Y así, atando todos los cabos, la salsa se ha quedado fría. La necesidad de acabar hace que incluso algunas cosas importantes nos vengan resumidas con el artificio de ser lo que un personaje dejó anotado en un papel. Era lo más importante: era el estallido del amor, era la rebelión del odio, era el miedo y era la muerte, y en todo ello Atxaga ha estado más pendiente de la proporciones de los ingredientes que del sabor de la salsa. Uno echa de menos el discurrir del río Congo entre los gritos de los monos. De esta y de todas las demás novelas quedan algunas, pocas imágenes. De esta novela me temo que casi todas pertenecerán al estupendo arranque, y muy pocas al laborioso final.