6.8.09

La enfermedad sospechosa, 1

El morbo asiático

En 1885, el año de la muerte de Su Majestad Alfonso XII, Teruel era una ciudad apacible tomada por la muerte. Una epidemia de cólera cuyas causas seguían siendo un misterio entraba por el hilo de cochambre que unía entonces a la población. La gente pisaba con toda naturalidad boñigas de caballo que podían provocar su muerte fulminante. Pero no lo sabía. La amenaza, sin embargo, no era nueva. Dos años antes, el morbo asiático había llegado a Francia y las autoridades españolas decretaron, con todos los defectos de la improvisación, cordones sanitarios, cuarentenas y fumigaciones; tan sólo habrían de incomodarse, aparte de los franceses, las familias de posibles que viajaban a pasar el verano en Hendaya o en San Juan de Luz. Pero fue la comidilla, y también el hecho inexorable de que tarde o temprano el cólera pasaría los Pirineos.

A un invierno demasiado crudo, de cielos grises y carámbanos en los aleros, habían sucedido varias catástrofes naturales que proporcionaron casa y alimento al asesino, y un hambre voraz. Un terremoto de dimensiones desconocidas se había llevado por delante pueblos enteros en Málaga y en Granada, había partido árboles en dos mitades y enderezado el cauce de los ríos. En el pueblo de Guevéjar, las casas fueron corriéndose ladera abajo hasta una distancia de 27 metros. En toda la región las pobres paredes de adobe se habían deshecho con los estremecimientos de la tierra. Debajo del barro y la paja quedaban muchos vecinos que las autoridades se resistían a contar como muertos para que no cundiera todavía más el pánico.

En Valencia, el deshielo tormentoso provocó inundaciones, arrasó aldeas, engulló ganados, separó familias, y cuando el monstruo hidráulico cesó en sus acometidas, los cadáveres sirvieron de húmedo sustento a toda clase de infecciones. Cualquiera que hubiese mirado un mapa se habría dado cuenta de cuál era el itinerario previsto de la epidemia, pero en el resto del país, en la parte no infectada, no sufrir aún el cólera se confundía con no sufrirlo ya. La idea generalizada de que se trataba de un miasma y no de una bacteria hizo que los habitantes de las ciudades se encomendasen a la providencia en vez de practicar una adecuada profilaxis. Se evitaban los sitios cerrados, pero la gente vivía en sitios cerrados. Se recomendaban ciertas normas de higiene, pero en la mayoría de los casos habría que haber cambiado las costumbres de la vida entera.

Pese a que el doctor Koch, después de un arriesgado viaje al Ganges, la cuna del cólera, hubiese dictaminado que no se trataba de ningún miasma que viajase por el aire sino de un microbio que se propagaba por las deyecciones, la comunidad científica española no lo consideró nada nuevo y por tanto nada útil. Quizá era demasiado duro pensar que, tal y como se veía entonces, era imposible atajar la epidemia, así que se multiplicaron las teorías y las recomendaciones. Alcanzó cierta fama una que atribuía la infección a la falta de nitrógeno, y por ello recomendaba vivir cerca del estiércol y de los mataderos.

En Teruel, entre los pocos vecinos alarmados por la situación estaba el doctor Benito, que tenía su consulta en la calle de Los Amantes, la que comunicaba la plaza del Mercado con la Torre de San Martín. No sólo su profesión de médico le impulsaba a reclamar una mejora en las condiciones higiénicas de la ciudad, sino sobre todo su condición política e incluso periodística. Debajo de la consulta, en la planta baja del edificio, el doctor Benito había inaugurado meses atrás el periódico El Ferro-carril, firme partidario de los conservadores de Cánovas y, por consiguiente, enemigo acérrimo de los fusionistas de Sagasta. Por las tardes escribía la mayor parte de los artículos del semanario, o se dedicaba a solicitarlos a los prohombres de la ciudad y a sus más afiladas plumillas.

El médico era un hombre afable y dicharachero, optimista y conciliador. Nunca dejaba que se extinguiesen las conversaciones pero tampoco las monopolizaba. Es más, cuando notaba que ya se había prendido de nuevo la discusión, contemplaba satisfecho con una mano en el bolsillo del chaleco, adelantaba satisfecho la barriga, se atusaba los bigotes y se encendía un puro. Era miembro conspicuo del grupo de don Mariano Muñoz Nogués, adalid del movimiento que pretendía una línea férrea para unir Teruel con Calatayud. La imprenta de El Ferro-carril se convirtió en salón de tertulias regeneracionistas y cuartel general de la expedición que un grupo de notables, con don Mariano a la cabeza, iban a emprender en breve por todos los pueblos de la futura línea férrea para que se comprometiesen, por así decirlo, en la economía de su construcción.

Si la tertulia se celebraba en la consulta del piso de arriba, el doctor Benito y el doctor García, amigos del alma y rivales científicos, trasladaban a la ciudad la polémica entre contagionistas y anticontagionistas que había contagiado a media España. El doctor García era firme partidario de los experimentos del doctor Letamendi, empeñado en demostrar que no había ningún producto químico capaz de matar a los microbios. Ni el vacteridio carbuncoso ni el diplococus de los puercos ni el bacilo de la tisis sufrían el menor daño por muchos sulfatos, cianuros, trementinas, aguas regias o ácidos arseniosos que se les suministrase. El nitrato de plata los dejaba como si nada. Sólo el fuego purificador podía con ellos, de modo que -argumentaba el doctor García- casi era preferible que el cólera fuese un miasma que volaba por los aires.

Pero el optimismo del doctor Benito halló refugio en las tesis de un ilustre contrincante, el doctor Olavide, que no sólo se jactaba de matar microbios como moscas con el gas suponítrico, sino que había llevado a cabo un experimento revolucionario que llenaba de proyectos la mente de sus discípulos. Todos estaban de acuerdo en la efectividad del ácido fénico y en que el láudano mitigaba los síntomas del cólera, de modo que el doctor Olavide se propuso fumigar microbios con cada uno de los elementos del láudano por separado, a saber, opio, azafrán, canela, clavo y vino blanco. El vino no les hizo mucho efecto, ni el clavo ni la canela, y con el opio, todo lo más, se adormecieron un poco; pero el azafrán había causado efectos fulminantes en la tribu microbiana, como por otra parte ya se podían imaginar todas las madres que untaban de briznas rojas las encías inflamadas de sus criaturas cuando les empezaban a salir los dientes. El doctor Benito, al leer el resultado de las investigaciones, pensó de inmediato en sus parientes de Monreal del Campo, tierra rica en azafrán. Imaginó las virtudes curativas a gran escala, y las empresas productoras, y las masas esbrinadoras. En casa del doctor Benito la planta baja olía a tinta y a papel reciente, a humo de puro y a grasa; la primera, donde tenía la consulta, a ácido fénico, que era un olor dulzón desagradable que a su señora le producía vómitos; y la segunda, el piso donde vivía la familia, a esencia de azafrán. Las costumbres culinarias se hicieron valencianas. Todo sabía a paella.

Nada más terminar la Semana Santa, cuando ya no había miedo de ofender al Sagrado Sacramento, el doctor Benito se decidió a publicar, sin nombre pero con todos los indicios de ser quien era, un informe sobre la desastrosa situación de la salud pública en Teruel, y lo acompañó con un ataque frontal a las más altas instituciones de la ciudad. Dijo que el Junta de Salud Pública estaba formada más por individuos de cierta relevancia social que por expertos en la materia médica.

El doctor Benito había cumplido con Dios y con Hipócrates, pero estaba intranquilo. Lo malo no era que sus palabras fuesen atribuidas a la tradicional arrogancia de los médicos, sino que se interpretasen como que los había llamado tontos, incluido el cabildo de la Catedral. Eso de solicitar que se revisase la composición de la Junta eran palabras mayores. Bien podía ser que muchos de sus miembros, algunos conmilitones fusionistas, se sintieses ofendidos, dejasen de mandar artículos al periódico o abandonasen su consulta. Su familia le felicitaba por su gallardía y altura de miras, pero él sentía el cosquilleo del miedo.

Dentro de aquel grupo de regeneracionistas, al doctor Benito le había sido asignado el regeneracionismo de la higiene. La Junta de Salud Pública intercambiaba chismes sin fundamento y se despedía hasta la próxima semana, pero a finales de marzo, en Játiva, casi en la provincia de Teruel, se había producido un caso de lo que entonces se llamaba la enfermedad sospechosa, y el doctor Benito se apresuró a divulgarlo en su periódico. El efecto fue como el del vino blanco en los microbios. Las calles siguieron embarradas de orines. En la calle de Carrasco, paralela a una calle como la de San Juan, no por estrecha menos principal, los cerdos hozaban entre los transeúntes, las inmundicias se arrojaban por las ventanas, los niños chapoteaban en el fiemo. Se necesitaba con urgencia limpiar la ciudad de pozos ciegos, y acometer de una vez por todas una red de alcantarillas conectada con todas las casas. Pese a que todos los esfuerzos de su periódico iban orientados a una misma vía férrea, el doctor Benito asumió este nuevo papel sanitario como uno de los principales de la obra regeneracionista.

El doctor Benito vivía con su mujer, doña Emerenciana, que estaba muy delicada, y con sus dos hijos, Julio y Amparín. El mayor, Julio, había pasado unos cuantos años en San Carlos, estudiando medicina, y debió de hacerlo muy bien porque volvió con un título, pero escuchar el mundo a través de un fonendoscopio no le entusiasmaba lo más mínimo. Era un hombre todavía joven, de veintiocho años recién cumplidos, fuerte y guapo, de alicatada sonrisa y ademanes expeditivos. Su vida era la caza y el cultivo de la trufa, pasear por los bancales propiedad de la familia y sentarse bajo la parra de la masía para que la masovera le sirviese un buen almuerzo. Había flirteado con todos los poderes del Estado, pero le tiraba la tierra. A fin de cuentas era hijo de médico y por lo tanto un joven deseado entre las familias burguesas de la capital, pero su forma de ser prohombre se orientó desde el principio a las fanegas y las cabezas de ganado, a las perdices que abatir con la escopeta y las rehalas de perros que le acompañaban en la cacería. No era mal administrador, y en poco tiempo el doctor Benito se dio cuenta de que su hijo no seguiría sus pasos científicos, pero tampoco le daría dolores de cabeza. No sólo sabía manejar las pistolas y las vacas sino que supo exprimir su título de médico para desesperación de quien quisiera litigar con él.

Su hija, la joven Amparín, sí le daba quebraderos de cabeza. El que Julio siguiera soltero era una cuestión de tiempo y de cálculo, no de amor. Pero Amparín era todo lo contrario. Había devorado la biblioteca del doctor Benito a una edad en la que debería haberse preocupado por elegir las telas de los vestidos. Pasaba las horas en un sillón de leer de su padre que consiguió subirse a la buhardilla mientras forraba de libros las paredes como un gusano va forrando una crisálida, o una araña tejiendo su red.

La muchacha era un poco más alta que sus amigas, pero de mejor porte. Al hablar miraba con serenidad británica, obedecía a su padre en sus lecciones de enfermería y no provocaba más preocupación que el hecho de no provocar ninguna. La palidez de sus facciones y la oscuridad de sus labios reclamaban paseos por el campo, aire puro, probarse vestidos para el baile de Cuasimodo, hablar con algún mozo de su edad. A los veinticinco años, en materia sentimental, una mujer tenía que estar ya despabilada, y Amparín no llevaba trazas de dejar por un momento la lectura. Su actitud desenvuelta y agradecida era la alegría de la casa, pero de vez en cuando, en mitad de un segundo plato, a la hora de rezar el Ángelus, Amparín decía cosas inquietantes.

En cierta ocasión en que la salud de doña Emerenciana la tenía postrada en cama y eran muy frecuentes las visitas, Amparín las agasajó con su saber estar y jarras de limonada y almojábanas rellenas de cabello de ángel. Apenas intervenía en la conversación, salvo que acudiesen a ella temas por los que sus ojos enfermos de literatura hubiesen merodeado últimamente. Una tarde, entre las visitas se encontraba don Remigio, el diácono de la Catedral, el mismo al que ahora, eso sí, sin señalar, el doctor Benito acusaba de incompetente en sus artículos de El Ferro-carril. Salió el asunto de los estremecimientos de la tierra, la ruina y la muerte que había caído encima de los pueblos andaluces con el último terremoto. Al diácono se le ocurrió decir que la desgracia uniría a las víctimas, y que, entre unos y otros y la providencia de Nuestro Señor Jesucristo, mal que bien saldrían todos adelante.

Amparo, que llevaba un buen rato recta en la silla, sonriendo al que hablaba, dijo entonces con dulzura las siguientes palabras:

-El hombre es para consigo mismo el más cruel de los animales; y en todo lo que a sí mismo se llama pecador y dice que lleva la cruz y que es un penitente, ¡no dejéis de oír la voluptuosidad que hay en ese lamentarse y acusar!

De todos los presentes, sólo el diácono la entendió a la primera, y allí mismo se diagnosticó que Amparín sufría de algún tipo de desquiciamiento, pues una muchacha lista y sensata como ella jamás habría llegado, en el uso pleno de sus facultades, a excederse con semejante falta de respeto ante una alta jerarquía de la iglesia y ante su propia madre, que estaba en la cama. El doctor Benito lo arregló con recetar a su hija paseos por el campo y aire puro, quizá los últimos que se pudiesen dar antes de que el cólera los aguardara en cualquier parte de la ciudad.

El incidente se había ido desdibujando con el paso de los días. Tan sólo lo recordaba el propio diácono, que no pasaba domingo sin preguntar después de misa al doctor Benito si la niña había experimentado alguna mejoría. Gracias a Dios, y quizá porque no cayeron en la cuenta de decirlo en su momento, nadie habló de que Amparín pasase las tardes en la biblioteca. Cuanto menos supiese el microbio de la Santa Inquisición, mejor para todos.

Quizá el que menos importancia dio al incidente fuera el propio doctor Benito, que sabía las costumbres de su hija y tampoco le parecían mal. La frase seguramente había salido de alguno de los libros que de un tiempo a esta parte ella misma encargaba a los libreros de Zaragoza. El doctor Benito se propuso investigar el microbio literario que había infectado a su hija, pero la campaña del ferrocarril y las necesarias medidas higiénicas, además de atender a los enfermos, le ocupaban todas las horas del día.

Nada más acabar la Semana Santa, sin embargo, Amparín tuvo otra salida de tono, esta vez más preocupante. Eran las dos de la tarde. Padre e hija permanecían en la consulta, cuando ya se había terminado el turno de los pobres. Ya casi había terminado de rociar con fenol el suelo de la consulta cuando apareció don Mariano Muñoz Nogués acompañado del joven Serafín Adán, que venían a celebrar con el doctor Benito la derrota sin paliativos del diputado Rodríguez del Rey, el enemigo del progreso número uno, que pedía al ministro de fomento trazar la línea férrea desde Teruel a Sagunto, y no desde Teruel a Calatayud. Las risas y los comentarios autocomplacientes de sucedieron mientras don Mariano leía el discurso del ministro.

-¡Adónde te llevan, hijo del Ganges, con ruedas de hierro! –dijo, de pronto, la señorita Amparín. La intervención causó sorpresa y silencio incómodo entre los presentes por su carácter extemporáneo. Nada más pronunciar tan enigmáticas palabras, la señorita Amparín recompuso la dulzura de sus facciones y volvió a mirar con la sonrisa, pero el doctor Benito pudo ver clarísimamente cómo don Mariano enarcaba las cejas y, molesto por la interrupción, tosía y reanudaba su lectura. Y también vio cómo el joven Adán trató de quitarle hierro, si no a las ruedas, sí al asunto, y se apresuró a preguntar a la señorita si eran versos de su admirado Campoamor.

-No –dijo la señorita Amparín-. Es la pura verdad.

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