El aroma del suicida
“Odio los polisones”, se dijo la señorita Amparo cuando Pascuala, la criada, había terminado de peinarla. Pese a que la irritante moda de los perifollos estaba tocando a su fin (la señorita Amparo recibía revistas de París que así lo acreditaban), el llamado estilo tapicero era todavía una obligación entre las damas de buena familia. El inminente baile de Cuasimodo, recién terminada la Semana Santa, no admitía otro tipo de atavío.
Eso significaba que había que llevar un par de vestidos a la planchadora, probarse los frunces, dobleces y caracolillos, y mantenerlos tan protegidos como un pájaro cantor hasta el día en que hubiera que ponérselos. Lo del pájaro no es broma. Antes de alguna celebración importante, no era raro encontrarse a mozos que cruzaban la plaza del Mercado con un extraño artefacto: una vara al hombro de cuyo extremo posterior colgaba una especie de nasa para pescar cangrejos gigantescos, dentro de la cual viajaba el vestido con su polisón recién almidonado.
El baile de Cuasimodo se había pospuesto hasta el día de San Vicente. Ya se habían terminado las procesiones y las lluvias. La ciudad era un lodazal de arcillas y catalinas por el que a la señorita Amparo le daba asco atravesar. Después del verano, según las últimas noticias, iba a comenzar el adoquinado de la plaza, pero de momento la señorita Amparo tenía que ponerse perdida de barro cada vez que quería salir a la calle. El recogimiento propio de los días de pasión se debía en su caso más a la lluvia que a la piedad. Pero esa mañana era necesario salir. También podía haber mandado al mozo a recoger el vestido, probárselo y volverlo a enviar a la costurera, pero, casi tanto como el barro, a la señorita Amparo la incomodaban las jovencitas tiquismiquis que pasaban el tiempo dándose a entender. Iré yo, se dijo.
Nada más salir a la escalera casi se cae. Pascuala, la criada, había embadurnado el suelo con jabón de sosa.
-Pero Pascuala, ¡otra vez! ¿No te das cuenta de que un día nos vamos a partir la crisma?
Pascuala, de rodillas en el rellano, levantó la mirada.
-El señor ha dicho que lo friegue con jabón todos los días.
-¡Todos los días! Mi padre se ha vuelto loco. ¡Pero cómo vas a fregarlo todos los días! ¡Nos vamos a matar! En fin, ya hablaré yo con mi padre.
-Tenga cuidadidco, señorita, y pase por aquí por este corro, que ya se puede pisar.
Amparo trató de apoyar los botines en los atoques de los escalones. Su alta figura, acaso un poco demasiado alta, parecía, en situaciones delicadas, más torpe de lo que era, sobre todo si, como de costumbre, iba pensando no en lo que estaba haciendo sino en lo que iba a hacer o en lo que acababa de leer. Ahora iba pensando en lo que le diría a su señor padre pero reparó en que había olvidado algo, de modo que se volvió hacia Pascuala cuando ya había pasado por delante de ella.
-¡Todos los días! –dijo-. ¡Igual se piensa mi padre que no tienes otra cosa que hacer!
Pascuala, sin levantar la vista del suelo, sonrió agradecida. Amparo llegó al piso principal, un ancho corredor de baldosas pintadas de flores con muebles oscuros a los lados. La consulta estaba en el gabinete de la izquierda, justo enfrente del saloncito donde a esas horas su madre debería estar rezando el rosario. Había olvidado los propósitos de reprender a su padre, pero al pasar por la puerta de la consulta notó un olor extraño, mucho más extraño que el olor dulzón y bituminoso del ácido fénico con que su padre se empeñaba en perfumar la casa entera. Era un olor habitual en las calles y en las casas, pero no en la consulta de su obsesivo padre. Eran más de las doce, la hora en que los pobres acudían a consulta gratuita. Por eso no se molestó en llamar con los nudillos.
-Pero, padre, ¿se puede saber que es esta pes…?
No terminó la palabra. Un fogonazo de rubor le incendió la cara. Sentado en la camilla, cabizbajo, había un hombre desnudo, y su padre le aplicaba unos emplastos en la espalda.
El doctor Benito miró a su hija por encima de los lentes.
-Ven, ven, Amparín, ayúdame.
Amparo no sabía si mirar o no mirar. Tampoco era la primera vez que veía en la consulta un cuerpo medio desnudo, porque casi todos los días ayudaba a su padre a la hora de los pobres, pero esta vez tuvo la sensación de que estaba violando la intimidad de aquel hombre.
-Toma, sujeta esto.
El doctor Benito tendió a su hija una palangana de metal llena de agua. El paciente llevaba la espalda en perdición, como si lo hubiesen azotado: rasguños, moratones, despellejamientos e incluso una herida abierta como una boca pequeña a la altura de la paletilla.
Amparo contuvo la respiración. El paciente desprendía un olor nauseabundo, pero no propio, no suyo, pensó Amparo; más bien era como si se hubiera caído en algún albañal.
-Ahora tú, hija mía. Limpia bien las erosiones y después las untas con este ungüento –dijo mientras se lavaba las manos en la jofaina. El doctor Benito siempre se estaba lavando las manos. Sus colegas lo llamaban el doctor Pilatos.
-Tiene que aprender -dijo, dirigiéndose al herido, que aún parecía más turbado que Amparín.
El doctor Benito, un poco a espaldas de su mujer, trataba de enseñarle a su hija siempre que podía los fundamentos de la ciencia médica. Hasta ahora le había ayudado a entablillarle la pierna a un niño, y también asistió a un parto difícil en el que se ocupó de tranquilizar a la madre mientras la criatura venía al mundo. Pero era el primer hombre que tocaba con las manos. Aunque no se sabe qué le habría dado más pena, si encontrarlo en cueros vivos o con aquellos calzones amarillentos y remendados, chorreantes de un líquido verdoso que era, pensó Amparo, de donde procedía la pestilencia, y que, por así decirlo, no era suyo.
El torso al aire del herido le produjo una fuerte sensación de desvalimiento. Se le notaban los huesos del hombro, y los brazos eran, así como las piernas, largos y delgados, y muy blancos, igual que un tórax menudo, lampiño, como recogido en sí mismo. Era como si la cara, el mentón pronunciado y el enorme bigote que le tapaba los labios, la mirada entre sombría y consternada y la mata de pelo revuelto tuvieran que pertenecer a un cuerpo de más envergadura. Tenía perfil de héroe y cuerpo de anacoreta.
Amparín sacó las tenazas y el hilo de la cubeta que había hirviendo sobre el infiernillo.
-Esta es la más fea –iba diciendo el doctor Benito, mientras palpaba con el dedo el labio abierto de la herida, de por lo menos tres centímetros de larga, justo debajo de la clavícula.
Amparín dejó las tenazas sobre un pañito, encima de la camilla. Supo que era el momento de desinfectar la herida. Nunca había visto tan de cerca una brecha tan profunda. Con sumo cuidado, sacó el tapón de corcho de la botella de fenol y la volcó para empapar una venda. Cuando fue a tocar la carne viva, su padre la detuvo.
-No, no. Echa un chorro, echa. ¡Esto nos va a escocer un poco, amigo, pero más vale un dolor a tiempo que una septicemia para siempre! –dijo, con aire jocoso.
Pero su hija no se sentía con ánimo de vaciar la botella en aquella carne rosa como la carne descuartizada que traían los tablajeros. Hasta se le pasó por la cabeza preguntar a su padre si no daría lo mismo lavarlo con agua del Carmen, pero finalmente se hizo al ánimo.
Para su sorpresa, el herido no emitió el más leve lamento. Ni siquiera se le contrajeron las mandíbulas. Era como si en efecto le hubiesen echado agua del Carmen, o como si hubiera perdido la sensibilidad. Aunque, pensó Amparín, tampoco habría sido de extrañar. Entre rascones, brechas, heridas y magulladuras, apenas quedaba sitio para la piel blanquísima del cuello y de los brazos. Parecía que lo hubiesen azotado con un látigo romo. El hombre llevaba las manos enlazadas, en actitud casi de oración, y la mirada fija en un lugar indefinido. No pronunció una palabra, ni cuando Amparo dejó caer el chorro de fenol sobre la herida ni cuando el doctor Benito procedió a coserla. Amparo casi se desmaya cuando llegó a sus oídos el momento en que la aguja traspasa la piel como una lona y avanza entre la carne y asoma ensangrentada muy cerca de lo que ya debía de ser el hueso. El hilo le corrió a ella por las entrañas como una cuchillada. Y sin embargo sintió alivio cuando su padre fue estirando los hilos y los ató luego con los dedos, cuando la piel volvió a cubrir la carne y quedó una línea oscura por donde iría en adelante una señora cicatriz.
La muchacha siguió lavando y desinfectando las heridas de aquel hombre inconmovible. El ácido fénico lo estaba usando a espuertas, y una cantidad de vendas fuera de lo normal. Pronto se había familiarizado con las magulladuras. El color de la sangre desaparecía y Amparo decidió que lo mejor era vendarlo entero, como a un penitente. El doctor Benito, entretanto, se volvía a lavar las manos.
-Este hombre es un héroe, Amparín. Tengo que redactar una nota para el periódico en la que cuente lo sucedido con pelos y señales, si a usted no le parece mal. Pero yo creo que lo que ha hecho es digno de que lo sepa todo Teruel.
El hombre miraba al suelo fijamente, y no decía nada.
-Pero eso luego, luego. Lo primero es descansar, querido amigo. Le recomiendo que guarde cama un par de días. Y no se preocupe, yo mismo avisaré al Ayuntamiento de las circunstancias por las que no ha podido incorporarse al trabajo, y pediré que, como muestra de agradecimiento por su heroica conducta, no le sea descontado de sus honorarios. Más adelante, si le parece, celebraremos una entrevista. ¡Noticias como esta no dependen de la urgencia para ser igual de aleccionadoras!
El hombre levantó una mano y giró la cabeza hacia Amparo, que había ya empezado con el vendaje. Amparo se detuvo al instante.
-¿Le hago daño?
-Un poco –dijo el hombre, como amortiguando el dolor con las palabras.
El ácido fénico se había sobrepuesto al hedor del agua verdosa. Sobre el suelo de madera crujiente aún caían gotas de los calzones. El hombre temblaba.
-Ahora mismo, en cuanto llegue usted a casa, se pone ropa limpia y se mete en la cama. De lo contrario me temo que puede coger un enfriamiento.
Las ropas del hombre, un traje de paño ajado, estaban en un rincón de la consulta. A su alrededor se había formado un charco viscoso, como si su propietario se hubiera disuelto en ácido sulfúrico. Amparín terminó de atar los vendajes y salió al pasillo. Una vez fuera de la vista de su padre, aceleró el paso, casi corría, pero sin apoyar los tacones de los botines, para no hacer ruido, y se asomó a la escalera.
-¡Pascuala! –gritó en voz baja.
La criada se asomó a la barandilla del piso de arriba.
-Corre, ve a buscar una muda limpia y un traje de calle del señorito Julio. Y unos zapatos viejos.
Pascuala desapareció de la barandilla.
-¡Y unas toallas limpias! –gritó Amparín.
Cuando volvió a entrar en la consulta, el hombre estaba intentando ponerse los pantalones empapados de salitre. Le resultaba muy difícil doblarse para metérselos por los pies.
-Oh, perdón –interrumpió Amparín-, enseguida estará preparada una muda limpia y unas toallas para que se asee.
El hombre, de pie, encogido, tenía un aspecto aún más indefenso. Los calzones sucios y pegados a las garrillas le garantizaban no sólo un enfriamiento sino casi cualquiera otra enfermedad. Lo cierto es que Amparo no estaba dejándose llevar por la compasión sino por las enseñanzas de su padre y el amor de éste por el ácido fénico.
-Ah –dijo el doctor Benito-, muy bien hecho, hija mía, y cuando se ponga un poco presentable me sigue contando lo sucedido. ¡No quisiera perder detalle!
Luego, un poco azorado por su escasa sensibilidad, caminó rápido y erguido, como los grandes hombres cuando tienen que cruzar en diagonal el escenario, y descolgó el mandilón de hule de las intervenciones quirúrgicas.
-Tome, póngase esto, haga el favor, y vaya donde le diga Pascuala.
El hombre se lo echó a la espalda, como un capote de torear. Amparín notó una ligera contracción de sus mandíbulas cuando la punta de un pliegue del hule se le clavó en alguna herida. Parecía una fantasma.
Mientras se secaba las manos, el doctor Benito dirigió un gesto de abrir mucho los ojos a su hija para que se quedase, cuando la muchacha ya se había sumado a la comitiva del héroe.
-¿Sí, padre?
-¿No querías escribir algo para el periódico, Amparín? Pues ahí tienes una buena historia. Intentó salvar a un suicida que se había tirado a un pozo. Bajó apoyándose con las piernas y con la espalda. Casi se desuella vivo. Luego subió al hombre, pero cuando llegaron arriba ya se había muerto.
Amparín quedó suspensa, hasta que se dio cuenta de que sus deseos inmediatos coincidían con lo que tenía que contestar.
-Lo que usted diga, padre.
-Deberías ser tú la que lo entrevistases. No, no te preocupes, es un hombre educado. Es maestro de escuela. Te atenderá con amabilidad. Yo lo he visto alguna vez con Plácido, el catedrático de biología. Creo que es muy aficionado a las plantas. Por cierto, querida: es más pobre que las ratas, pero no tanto como para no poderse comprar una muda. Si encima que atiendo gratis a los pobres los tengo que vestir… ¡Tú me dirás, hija mía!
-Sí, padre. Yo lo vi temblar y…
-Sí, sí, ya lo sé. Pero para ser buena enfermera debes ser más práctica. Así que ahora dile a Pascuala que friegue bien con sosa cáustica el suelo de la consulta y lave todos los paños y lo rocíe todo bien con ácido fénico. ¡Cualquiera sabe lo que le pegó el suicida!
No hay comentarios:
Publicar un comentario