Manos de lavandera
Ramón tenía tres trajes. El único suyo era el de ir a la escuela, el de entrar dentro de la ciudad antigua, su traje de maestro, de vecino humilde y formal, sencillo y cultivado, que estaba hecho un desastre: las coderas rotas, un siete en la espalda, los frunces nacidos y unas culeras de los pantalones que reclamaban un par de parches sacados del dobladillo. De los dos trajes que no eran suyos, uno, el que llevaba puesto, era una levita elegante que le venía demasiado grande y unos pantalones que hubo que meter por dentro de las botas para que no arrastrasen. Y el otro, que le venía como de molde, era un traje de señorito. La sola idea de ir con él vestido por la calle le daba a Ramón una mezcla de rabia y de vergüenza. Si no un traje, sí podía permitirse el lujo de remendar uno viejo, porque el hecho es que había que andar por la calle.
Teruel era en aquella época una ciudad de poco más de nueve mil habitantes enclavada en un altozano abrupto y alargado, una terraza fluvial de margas rojas y yesíferas desde la que se divisaba, al oeste, el valle del Guadalaviar, que va a parar a Valencia, y al este los cerros de Santa Bárbara y las hondonadas de arcilla, salpicadas de mogotes, de la rambla de San Lázaro, por donde se desparramaban los barrios más humildes de la capital. En uno de esos barrios, el de las Cuevas del Siete, por debajo del acueducto, al norte de la ciudad, vivía Ramón, pero trabajaba dentro de la ciudad levítica, en uno de los tortuosos arroyos que desembocan en la populosa calle del Tozal, desde donde el río de la gente baja hasta la plaza del Mercado. Esta plaza y sus alrededores, la única parte de la ciudad que había previsiones de que se adoquinase, eran el centro importante de la ciudad. Las calles que embocaban en esta plaza y, más al sur, en la plaza de Emilio Castelar, eran como afluentes de aguas distintas. En la margen derecha las calles tenían consultas de médicos y despachos de abogados, iglesias catedrales y casinos mercantiles. En la margen izquierda, más angosta y empinada, se apiñaba la vieja judería, los gremios, las estrecheces.
El señor Martín le había hablado de una lavandera experta en zurcidos, una viuda que vivía en una de estas calles oscuras y retorcidas, la calle de La Comadre. Ramón acudió allí con sus harapos y una mujer todavía de buen ver, grande y pechugona, vestida de negro, le abrió la puerta. El traje de don Jacinto le venía más grande de lo que Ramón creía. Si no el difunto, el moribundo era mayor, y es posible que este dato influyera en el ánimo de Francisca, la lavandera, que bastante tenía con almidonar los polisones para el baile de Cuasimodo, como para perder una tarde entera remendando un traje que más hubiese valido tirar a la basura. El hablar claro y los modales educados de aquel individuo le ablandaron su ya de por sí blando corazón. Cuando vio el traje, miró a Ramón y le dijo:
-¿Y si le estrecho un poco el que lleva puesto, que será más fácil y más barato?
Ramón se fiaba de la lavandera.
-Seguramente –dijo-, pero mañana por la mañana tengo que ir a trabajar y no puedo presentarme con una gorra y un blusón. Soy maestro de escuela.
Francisca frunció las cejas y ablandó el resto de la cara, como si un halo de compasión se estuviese apoderando de su severidad de viuda.
-Pase un momento –dijo la lavandera.
Mientras Francisca subía escaleras arriba, el maestro entró a un zaguán pequeño, con losas de barro brillantes y refregadas, dos tinajas dispuestas para que las recogiera el aguador y un perchero del que colgaba una capelina de paseo, al pie del que dejó el hatillo que llevaba consigo. Un vaho de olor a ropa limpia sacudió los sentidos embotados de Ramón. La misma Francisca, a pesar de su volumen, olía al agua de rosas que se usa para planchar las enaguas y las puntillas de los sagrados corporales. Nada más lejos del mundo de boñigas petrificadas que aún latía en su tabuco. La lavandera, además, tenía aspecto de muy buena salud.
Ramón estaba muy contento. Aunque no lo hubiese dicho claramente ante el hermano Silvestre, la carta de Castelserás lo había sacado del marasmo. Nunca fuera capaz de reconocerlo, pero la verdad es que ese día leyó la carta una docena de veces, en los descansos de la escuela y de camino a casa, y varias veces más cuando decidió librarse de los trajes que no eran suyos.
El doctor Francisco Loscos era por aquella época el científico más reputado de la provincia. Su Agencia de Castelserás, un modelo de organización al servicio del saber. Docenas de corresponsales se afanaban desde distintos pueblos de la provincia en enviar sus hallazgos al maestro. En las cátedras de media Europa se alababa el trabajo de don Francisco, mientras él, muy a duras penas, lograba completar nuevas secciones de su gran proyecto, el Herbario Nacional.
Aquella carta debería haber significado para Ramón mucho más que un reconocimiento a su callada labor. Ese papel era un salvoconducto para adoptar otras poses en las conversaciones, para discutir de tú a tú con el catedrático de Biología del instituto, que no sólo no era miembro de la Agencia de Castelserás sino que ni siquiera era capaz de recaudar la financiación que necesitaba el doctor Loscos para ampliar el herbario del instituto. Aquel membrete tan deseado por cualquier ciudadano culto era, en cierto modo, un cambio de oficio. A partir de ahora ya no sería Ramón el maestro sino Ramón el botánico. En una ciudad como Teruel, donde las diferencias sociales eran barrancos más profundos que los que rodeaban la muralla, aquella carta iba a cambiar las cosas.
Y, sin embargo, los tres días pasados en la cama, la debilidad de la fiebre y del soponcio le habían arrancado la facultad de disfrutar de aquella carta en términos de prestigio. Esa carta era también y por encima de todo el recuerdo del suicida. Sobre las losas frescas y pulidas de la lavandera se sucedían las imágenes de los acontecimientos: cómo recogió la carta de la diligencia de Calatayud, cómo bajó por la cuesta de la Nevera ilusionado por leerla y dispuesto a ser leal a su amigo Silvestre, y sólo abrirla en su presencia. Fue una tontería por su parte. Debió haberla leído. Así no habría tenido tanta prisa por llegar al convento de los Franciscanos, y se habría comportado de otro modo cuando aquel vejete medio borracho lo detuvo…
-Mire a ver –dijo Francisca-. Yo creo que es de su misma talla.
La lavandera volvió a aparecer por la puerta de las escaleras y le tendió a Ramón un traje marrón de paño.
-Pruébese esto. Era de mi marido, que en paz descanse.
El traje, a pesar de que su dueño ya estuviese muerto, tenía mejor aspecto que el de don Jacinto. Ramón se deshizo en gestos de agradecimiento, al final de los que preguntó cuánto tenía que pagar por su alquiler.
-Un duro –dijo la lavandera-. Tenga en cuenta que está sin estrenar. No tiene que pagarme ahora si no quiere.
-Muy bien, muy bien, lo que usted diga.
-Y pruébese también este bombín a juego y esta corbata. La camisa que lleva está un poco sucia. Quítesela, le prestaré otra limpia por el mismo precio.
-No sé, de veras, señora, cómo agradecerle …
-Suba por esa escalera y entre en el gabinete de la izquierda. Allí se lo puede probar.
Ramón obedeció las instrucciones de la lavandera y se metió en un vestidor. Un gran ventanal tamizado por cortinas verdes de muselina iluminaba docenas de polisones colgados de una barra en las cuatro paredes. En el centro, una mesa camilla con dedales, un acerico plagado de alfileres y una cesta de donde asomaban cintas de colores y trozos de encaje. Olía a intimidad almidonada, a labores de monja, a mañanas tranquilas, al agua de rosas con que perfumaba la casa la lavandera. En una de las paredes, detrás de los polisones, había un armario de luna. Ramón se puso el traje nuevo, que en efecto le calzaba mucho mejor que el de don Jacinto. La chaqueta corta le rejuvenecía, incluso el lazo de corbata y el bombín le quedaban como si fuesen suyos. Pero lo más llamativo era lo cómodo que se encontraba con aquellas ropas. Era, en efecto, un traje de maestro. Era más que de maestro. Era un traje de botánico. Con unos anteojos, un bastón de campo y un bigote bien engomado, ya casi no bastaban credenciales para entrar en la Sociedad Turolense de Amigos del País. No se notaba que era el traje de un muerto, desde luego.
Ramón hinchó el pecho y abrió la puerta. Enfrente estaba la poderosa figura de Francisca, que nada más ver al maestro prorrumpió en sollozos.
-Vaya chotaina que me ha entrado –dijo, cuando pudo sosegarse-. Usted perdone, pero es que…, bueno…
-No me diga más. Le he recordado a su difunto esposo.
-¡Ay, Dios mío, pero si son clavados! –dijo la lavandera.
-Yo, si a usted le apena, yo…
-Nada, nada, lléveselo puesto. Deje, deje, ya me pagará.
Bajaron las escaleras. Antes de salir, Ramón cogió el hatillo que había dejado en el zaguán y se lo ofreció a Francisca.
-Quería preguntarle si podía también lavar y planchar este otro traje. No es mío, tengo que devolverlo. Además, es…, es…, ¿cómo decirlo?, es un traje que no puede ser mío, que no puedo llevarlo por la calle.
La lavandera ya se había repuesto del berrinche.
-Lleva usted un poco de lío con la indumentaria, caballero –dijo, de buen humor, mientras cogía el hato con sus manos de lavandera. Ramón pensó en ese momento que aquella deshidratación subcutánea y aquel pulimento esmerado de la piel podrían ser también síntomas del cólera. Pero Francisca emanaba salud. Era una coincidencia sin sentido.
Esta conversación sucedió un lunes por la tarde, al salir de la escuela. Al día siguiente Ramón volvió al trabajo con su traje nuevo y un libro que encajaba en el bolsillo de la chaqueta. A media mañana, cuando había terminado las lecciones de latín, Ramón estaba paseando por el patio de la escuela, los muchachos revoloteaban con los mandilones al viento y él trataba de concentrarse en la lectura del Dioscórides. El balcón del director se abrió y don Florián asomó su cabeza.
-Sube –dijo.
Ramón subió a la galería que comunicaba con el despacho mientras guardaba el Dioscórides en el bolsillo.
-Coge eso –le dijo don Fabián, señalando un hato que había encima de una silla-. Te lo han traído hace un rato.
-Muchas gracias, don Fabián.
-Espera, espera.
Don Fabián levantó la vista de unos papeles y se quitó los lentes.
-En el recibidor te están esperando. Es una mujer. No sé qué diablos pinta en la escuela una mujer, pero es una mujer, y dice que quiere entrevistarse contigo. ¡Entrevistarse contigo! Me imagino que no serás capaz de traerte furcias a que te visiten en la escuela. ¿Se puede saber qué has hecho? Y ese traje nuevo, ¿de dónde lo has sacado? Porque tú llevas muchos meses sin cobrar, a no ser que, en fin, ¡ya me explicarás! No te vayas a creer que al Ayuntamiento le ha sentado nada bien no descontarte los tres días que has estado tocándote la pera, Ramón. Sí, no me mires así, y da igual que uno de esos días fuese el domingo. ¿Qué coño de entrevista es esa, si se puede saber?
A Ramón le dieron ganas de enseñarle a don Fabián la carta de Castelserás, pero la victoria momentánea que habría supuesto su audacia le acarrearía, sin ninguna duda, muy crueles venganzas posteriores.
-No lo sé –dijo Ramón.
-Pues baja y entérate, y no tardes, que va ya siendo hora de recoger a los alumnos. Hala, coge eso y vete.
Ramón volvió a bajar las escaleras que daban al vestíbulo. Sentada en un banco de madera, con un vestido verde manzana sin polisón, aguardaba la señorita Amparo, la hija del doctor Benito. Ramón se sintió molesto y cohibido. Por parte de Amparo todo fue dulzura. Le saludó y le preguntó por cada una de sus heridas.
-Debería venir a la consulta para que mi padre le examinase la cicatriz que lleva en la paletilla. ¿Cómo van los cardenales? ¿Ha vuelto a tener fiebre?
Ramón insistió con cortesía en que se encontraba en perfecto estado de salud, dispuesto para volver a la lucha diaria. Amparín llevaba un sombrerito ladeado con dos plumas de pichón, de columba livia, casi con toda seguridad, pensó Ramón en un gesto automático.
-¿Se acuerda de la entrevista que habíamos acordado? –dijo la señorita Amparo.
Ramón llevaba casi una semana tratando de no acordarse.
-La verdad –dijo, después de pensárselo un momento, como si tratara de recordarlo- es que no hay mucho que decir.
Al acabar la frase había sentido ya un brote de nerviosismo que le obligó a cortarla con brusquedad.
-Mi padre me ha encargado que escriba para el periódico la noticia de lo que le sucedió.
-Una mujer periodista –dijo Ramón, y se arrepintió al momento de decirlo. Quiso decir con buena intención unas palabras que sólo podían malinterpretarse. Pero no añadió nada para remediarlo.
-Sí, sí -contestó ella, muy pizpireta-. ¿Tiene ahora unos minutos? Sólo necesito algunos detalles.
A Ramón le abofeteó el entusiasmo con que se comportaba esa mujer. Los pocos periodistas que conocía no disimulaban su ambición personal en aras del asunto al que atendían. Sintió como un enfriamiento interior que le hizo ver el poco interés que despertaba en ella.
-No entiendo por qué tiene que ser noticia lo que me ha ocurrido –dijo, también, sin meditarlo, tan sólo porque ella se había quedado en silencio.
-Usted arriesgó su vida para salvar de la muerte a un pobre hombre.
-Permítame, señorita –dijo Ramón-, pero la noticia, en todo caso, sería que no fui capaz de salvarlo. ¿Le gustaría a usted que de todas sus aportaciones al género humano sólo se recordase aquella en la que fracasó estrepitosamente?
Hablaba más tranquilo, las palabras le salían solas. Pero después de salir le parecían injustas, desproporcionadas, surgidas más de un resentimiento propio que de la actitud defensiva que le inspiraba la señorita Amparo. Se sentía en la obligación de no bajar los brazos ante ella, y los recursos de que echaba mano su cerebro estaban todos infectados de falso abatimiento, pero, conforme Ramón los escuchaba, se daba cuenta de que eran la pura verdad.
La señorita Amparo no insistió.
-Muy bien, señor Vargas, lo siento mucho –dijo-. Espero que haga usted en adelante cosas lo bastante importantes como para que merezca salir en los periódicos.
Amparín trataba de mantener la sonrisa, que se fruncía sin querer cuando pronunciaba palabras nacidas de la indignación. Hablaba como a punto de llorar, como hablan los débiles cuando se enfadan.
Ramón se percató de inmediato. No sabía ser caballeroso. Sintió en sus manos el tacto recién lavado del hato, el perfume a limpio que aún subía de la ropa. Era el momento más adecuado para devolverle las ropas prestadas, pero Ramón decidió que era preferible llevarlas otro día a la consulta, disculparse en un momento en que ni sus nervios ni sus miedos le obligasen a decir lo que no pensaba. Ahora, en la penumbra del vestíbulo, entre recios muebles de madera y retratos de curas ilustres, a Ramón sólo se le ocurrió sacar la carta de Francisco Loscos, y se la tendió a la señorita Amparo.
-Esto es algo importante –dijo.
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