6.8.09

La enfermedad sospechosa, 3

Una carta con remite de Castelserás.

El maestro pasó tres días en la cama. A pesar de las atenciones del doctor Benito y de su hija, el enfriamiento había sido inevitable. La primera noche sufrió fiebres delirantes que después le daba miedo recordar. Gracias a los cuidados del hermano Silvestre, un franciscano amigo suyo, y de las plantas medicinales que usaban en el convento, los síntomas más graves desaparecieron en cuarenta y ocho horas, pero al tercer día Ramón quedó postrado, incapaz de reaccionar, abatido por los acontecimientos.

Ramón vivía en un sotabanco del barrio de las Cuevas. Era un sitio oscuro, con suelo de tierra pisada y mal ventilado por un ventano que daba al corral. Su cuarto había sido en tiempos la cuadra de las mulas, y eso le garantizaba una cierta amplitud para guardar sus libros, sus frascos y su pequeño herbario. Ramón y el hermano Silvestre lo habían limpiado bien con cartuchos de azufre y habían colocado algunos estantes con tablas sacadas de la escombrera. Por lo demás, un jergón, una silla y una mesa eran el mobiliario no científico de su vivienda.

El hermano Silvestre pasó a su lado la primera noche. Después lo visitaba varias veces al día, de camino hacia sus múltiples ocupaciones. Le limpiaba las heridas, le aplicaba emplastos de hierbas machacadas y le suministraba expectorantes para que echase los sapos. Sólo a la caída de la tarde, antes de recogerse los hermanos, le traía comida y le daba un poco de conversación.

Pero Ramón no tenía ganas de hablar ni de comer. Pasaba el tiempo tumbado boca abajo, con la cara hundida en la almohada. No obstante, cada vez que Silvestre se callaba, Ramón levantaba un poco la cabeza y decía: “Te estoy escuchando”.

Lo único que el hermano Silvestre sabía de lo sucedido es lo que le había contado Ramón en muy pocas palabras: “Traté de sacar a un suicida del pozo, pero ya era demasiado tarde”. También hay que decir que el fraile no le formuló entonces ninguna pregunta. Después de un breve silencio, el hermano Silvestre reanudó la conversación anterior allí donde la hubieran dejado antes de que sucediera el accidente.

Al anochecer del tercer día, cuando Silvestre le estaba dando algunos detalles de las especies de bledo que se veían desde la ventana, Ramón levantó la cara.

-Silvestre, por favor, saca un cartapacio que hay en el cajón de la mesa. Ábrelo. Hay una carta sin abrir. Tráemela, haz el favor.

El fraile, todavía más delgado que Ramón, la cabeza rasurada y una barba rala como las de los santos de Theotocópuli, hizo lo que le mandó su amigo.

-Ábrela, ábrela.

Silvestre prendió el cabo de vela que había en el alféizar y dejó caer unas gotas de sebo sobre un platillo. Estaba cayendo la luz. Por el ventano sólo se veían sombras de una tapia desconchada.

-Lleva membrete de la Agencia de Castelserás.

-Léela, por favor.

-¿Y por qué no la has abierto tú? –dijo el hermano Silvestre, mientras intentaba domar la sonrisa que se le escapaba por los labios.

Ramón se dio la vuelta y se incorporó, lentamente, con cuidado de que la espalda no tuviera que apoyarse sobre nada. Con delicadeza de miniaturista, el fraile rasgó el sobre sin dañarlo y desplegó la carta junto al resplandor de la vela.

-“Estimado señor Vargas. He leído atentamente su “Relación de las especies vegetales que se producen en diferentes sitios del partido judicial de Villarquemado”, y, amén de agradecerle su envío, me complace hacerme eco de las excelentes referencias que sobre usted me dio nuestro común amigo, don Carlos Pau.

“Sepa usted, antes que nada, que no es conditio sine qua non ser boticario para ser botánico, y con sumo gusto recibiremos sus aportaciones al Herbario Nacional, que en estas fechas lo cierto es que no pasa por su mejor momento. En estos menesteres sólo el rigor es imprescindible, y por eso me permito adjuntarle algunas normas de presentación de las especies. Debe usted cuidarse de que las plantas no presenten adherencias a los pliegos, bien secas, con el fruto muy maduro, y las que son anuales con la raíz entera. Los pliegos deben estar abiertos, no doblados, como V. nos los envía, y con una sola planta en cada pliego. Sepa también que el herbario debe tener 45 centímetros de largo y 32 centímetros de ancho: ¿qué menos?...”

El fraile levantó la vista y no se recató de sonreír. En un rostro tan enjuto, sus dientes de caballo parecían desproporcionados, luminosos.

-¿Pero por qué no te alegras, hombre de Dios? –dijo al final de la amplia sonrisa.

-Tengo hambre –contestó Ramón.

Ahora Ramón tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente al techo. El hermano Silvestre se acercó hasta la mesa. En un plato, cubiertas con un paño, había unas nueces. Con su pequeña navaja de cortar flores, el fraile se dispuso a quebrar una.

-¿Sabes de quién es ese traje que hay en la silla? –dijo Ramón.

Era un chaqueta corta de lana inglesa y unos pantalones bombachos, como un atuendo de caza. El fraile terminó de abrir la nuez y le sacó el fruto con los dedos.

-Te estoy escuchando –dijo el hermano Silvestre, tras unos instantes en los que sólo se oía el ruido de las cáscaras.

-Es de Julio Benito.

El fraile lo miró con expresión de no saberlo y siguió a lo suyo.

-No me digas que no te acuerdas de Juan Benito –dijo Ramón-. ¿Cómo es posible que no te acuerdes de quién te hizo la cicatriz que llevas en la frente?

El instinto del hermano Silvestre le hizo subir la mirada.

-Ah, esto –dijo, mientras la palpaba con la yema del dedo-. Ya me había olvidado de la cicatriz. ¿Y cómo es posible que te acuerdes tú de quién me la hizo? ¿Cuántos añicos teníamos, ocho, nueve?

Ramón se incorporó en el camastro y alargó la mano hasta una jícara de agua que había encima de un cajón.

-El maestro, don Crisóstomo, ¿te acuerdas?, nos había enseñado la palabra lapidar: si quis sine peccatum sit… –entonó Ramón-. Después, a la salida de la escuela, decidió practicarlo contigo. La verdad es que él y la mayoría de los chicos se liaron a pedradas contigo, conmigo y con todos los que íbamos a escuela sin zapatos. Todos corrimos menos tú. Te quedaste mirándolo. Y te arreó una pedrada que casi te descalabra. Me acuerdo de tu cara ensangrentada, tuviste suerte de que no te atacara entonces ningún microbio.

-Cosas de chicos –dijo el hermano Silvestre.

-De eso nada. Son rasgos determinantes. El destino no es lo que predicáis en las iglesias sino lo que llevamos escrito en la frente. Tú te comportaste como el franciscano que serías, y él como el señorito desaprensivo que sigue siendo. Yo me eché a correr.

-Pensé que te había bajado la fiebre –dijo el hermano Silvestre, mientras arrastraba por encima de la mesa un puñado de nueces con una mano y las dejaba caer por el borde de la mesa para recogerlas con la otra mano.

-Y sigo corriendo. Pensé que no te lanzaría la piedra, o que tú lo convencerías, o que te protegerías con la mano. Todavía no era consciente de tu santidad, hermano Silvestre. Y cometí un error.

-¿Preferirías haberte llevado tú otra pedrada? Toma, cómetelas.

-Preferiría no haber sido como los otros corderos asustados y sin zapatos que huyeron barranco abajo.

-Pues yo creo que hiciste lo más sensato. Sabe Dios por qué me quedé yo quieto. Igual estaba paralizado por el miedo. Igual tenía tantas ganas de correr que no me movía. Quién sabe.

Ramón miraba ahora al hermano Silvestre como si estuviera lejos.

-Una vez estábamos tu y yo por los alrededores de la catedral, un domingo por la mañana. Habíamos ido a buscar boniatos y de regreso cruzamos la ciudad por arriba en vez de bordearla por abajo. Y había una boda. Yo nunca había visto una boda. Todo el mundo iba vestido de blanco. ¿Te acuerdas?

-Pues no. Come. Di lo que quieras pero come.

Ramón mordisqueó una nuez.

-Entramos cuando estaban cantando misa. Recuerdo el olor de aquel incienso, luego he olido incienso muchas veces pero nunca igual que aquél, porque era un olor sofocado de perfume, de aromas caros, del olor del brillo, Silvestre. Sólo se veían espaldas grandes y bien vestidas. Nos quedamos en la puerta, al lado de la pila. Tú mirabas al altar, pero yo me di cuenta de que cerca de nosotros estaba la familia de Julián Benito, todos vestidos para la ocasión con sus mejores galas. No nos vieron. Sólo se giró una niña, su hermana la pequeña, que nos estuvo mirando mientras sus padres y sus hermanos atendían a la oración. Creo que ese día me hice ateo.

El fraile se creyó en la obligación de mostrarse un poco más enérgico.

-Voy a tener que cascarte más nueces –dijo-. Parece que todavía estás muy débil.

Ramón volvió a mirarlo como si el fraile ya estuviera cerca otra vez.

-Esa niña estuvo hace tres días curándome la espalda. Yo acababa de salir de un albañal –dijo Ramón, con aires de poeta.

-Somos pocos, Ramón, aunque vivamos en mundos diferentes. Teruel es un juego de bolos. Es muy raro que un palitroque no se dé con los demás a lo largo de una partida. No tiene nada de particular.

-Mira a ver si queda un huevo por ahí. Tengo más hambre.

Ramón se deshizo de la vieja manta que lo cubría.

-Creo que voy a mudarme. Estas cuadras son insanas. El Ayuntamiento lleva seis meses sin pagarme, pero a lo mejor ha llegado la hora de buscar otros ingresos. Necesito vivir en una casa limpia, Silvestre, en la casa más limpia que haya en Teruel. Llevo pegado a la pituitaria el olor de las aguas fecales y el aliento agonizante del suicida. Debo lavar mi cuerpo con jabón por fuera y por dentro. Debería probar a comérmelo.

El fraile, tan paciente y contemplativo, decidió tomar cartas en el asunto.

-Tú verás lo que haces, pero nada antes de tomarte una buena infusión de árnica. Estás débil, soy más fuerte y estoy más cuerdo que tú, de modo que lo más sensato es que me obedezcas.

-¿Qué me vas a dar, opio?

-No. Opio no. Poleo. Voy a ponerte un embudo en la boca y te voy a limpiar por dentro con poleo. ¿Se puede saber dónde vas?

Ramón se estaba terminando de poner el traje de Julio Benito y buscaba un libro en la estantería.

-Creo que voy a empeñar al señor Linneo durante unos días.

-¿A Linneo? ¿Precisamente el día en que Loscos te acepta como corresponsal de la agencia de Castelserás? ¿Tantos años recolectando plantas para esto, para empeñar a Linneo por una cabezonería que no es más que una hija bastarda del orgullo?

Las buenas palabras del fraile no hicieron en Ramón ninguna mella. Lo único que consiguió fue que, en vez de vender al botánico Linneo, se desprendiese de unos cuantos autores paganos. A Ramón le daba igual. Pasaba los ojos por la estantería con el brillo opaco de quien calcula su valor económico, no el personal, y actuaba con la soltura de quien ya ha terminado de planear algo y pone manos a la obra obedeciendo sus decisiones sin cuestionarlas. Cuando salió de casa, repeinado, vestido de cazador y con los libros debajo del brazo, el hermano Silvestre le pidió que se anduviese con cuidado, y regresó calle abajo hacia el convento.

Ramón subió la cuesta que separaba el barrio de las Cuevas del centro de la capital. A su izquierda, las arcillas del cerro de Santa Bárbara proyectaban una luz anaranjada sobre la muralla. Casi era de noche, pero el librero del Tozal aún no había cerrado. A través de los cristales, Ramón vio brillar la calva del señor Martín.

No era la primera vez que Ramón empeñaba un libro. Desde que el gobierno dejó a los ayuntamientos manos libres para contratar y pagar a los maestros de primera enseñanza, podían pasarse años enteros sin que recibiesen sus emolumentos. Era frecuente, a los que tenían mujer e hijos, verlos pedir por caridad algo con que llenar sus bocas. El Ayuntamiento despilfarraba el dinero en partidas más productivas que dar de comer a los maestros, y después acusaba al gobierno de tenerlos abandonados.

Pero también es verdad que Ramón nunca dejó de desempeñar un libro. Podía rebajar su dieta o pasarse varios días sin cenar con tal de hacerse con las novedades de ciencia y de literatura. Cuando cobraba, bien del Ayuntamiento, bien de las familias que lo contrataban para clases particulares, antes de ir al mercado se pasaba por la tienda del señor Martín para poner sus cuentas al día.

-¿Cuánto necesitas? –le dijo el librero, un señor orondo con un guardapolvo gris, que andaba poniendo el precio a un rimero de libros viejos.

-No lo sé. ¿Cuánto vale un traje?

-¿Necesitas un traje?

-¿Piensa usted que puedo ir por la calle así vestido?

-Sí, eso también es verdad –dijo el señor Martín-. ¿Y qué has hecho con tu traje?

-Está en el tinte. Con dos duros yo creo que bastará, ¿no le parece?

-Espera, espera…

El librero se metió por un pasillo estrecho, sobrecargado de libros, y al poco volvió con un paquete.

-Es de don Jacinto. Me lo dejó a cambio de unos libros de álgebra. Está casi sin estrenar.

-¿Y si vuelve?

-No creo. Está muriéndose de escarlatina.

-En ese caso… Por cierto –dijo Ramón-, ¿no sabrá usted de alguien que admita huéspedes? Alguna patrona que…

-¿Y también le vas a pagar con versos de Catulo?

-No, no. He de cobrar unas clases particulares. Mañana mismo iré a cobrar. Usted ya sabe que yo no me dedico a pegar sablazos, señor Martín.

-Bueno, bueno. Ya preguntaré por ahí. Aunque…, si vas a cobrar mañana, también mañana puedes comprarte un traje…

-Lo siento, señor Martín. Lo necesito sin falta mañana por la mañana.

El señor Martín no quiso preguntarle más. Esa noche Ramón apenas pudo dormir. Estuvo leyendo hasta que se derritió la vela, y después se puso el traje de don Jacinto y paseó por el corral hasta el amanecer.

Al día siguiente, a las ocho y cinco de la mañana, Ramón entró en las escuelas de San Miguel y subió corriendo las escaleras hasta el pasillo que comunicaba con las aulas. Al entrar en la suya, la de la izquierda, se iluminaron las caras de los niños. Cuando Ramón entró no estaban quietos sino inmóviles, no atendían a don Fabián sino que le rogaban clemencia.

Don Fabián, el director de la escuela, vio a Ramón, se sacó el reloj del chaleco, consultó la hora, se puso la vara bajo el antebrazo, como los caballistas, y cruzó la tarima en dirección a Ramón.

-Ya hemos empezado el dictado de las Sagradas Escrituras. Ahí lo tienes. Hoy toca el hijo pródigo.

Ramón cerró con cuidado la puerta del aula una vez hubo salido don Fabián. Los niños entonces suspiraron aliviados y empezaron a preguntarle. Las voces se amontonaban y Ramón trataba de acallarlas para que su alegría no traspasara la puerta de la clase. No le preguntaban cómo estaba, sino si era verdad lo que se decía, si era verdad que Ramón se había tirado a un pozo para salvar a un hombre. Ramón les contestó con buenas palabras y le preguntó por los últimos días. Un chavalillo del Carrel se levantó del pupitre, se arremangó el blusón y enseñó a toda la clase la espalda llena de verdugones. Cuando unos y otros se hubieron contado sus miserias, Ramón cerró la Biblia con la que estaba dictando don Fabián y sacó otro libro del bolsillo, y empezó el dictado:

-“Después de haber tenido que retroceder dos veces, a causa de fuertes temporales del Sudoeste, el Beagle, bergantín de diez cañones, al mando del capitán Fitz Roy, de la Marina Real Inglesa, zarpó del puerto de Devon el 27 de diciembre de 1831…”

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