10.8.09

La enfermedad sospechosa, 7

Inspecciones en la casa del suicida.

Muchos domingos el hermano Silvestre salía de noche al campo. Las primeras luces lo encontraban recogiendo sus plantas medicinales por los barrancos margosos de Santa Bárbara, por los pinares ateridos de la sierra, por las gargantas selváticas del río. Y muchos domingos lo acompañaba Ramón. Tan sólo hablaban un poco al encontrarse, porque Silvestre solía aprovechar la oscuridad del camino para rezar y luego se enfrascaba en su trabajo, sin tiempo para ocios ni recreaciones. Ramón perdía mucho más el tiempo. Él no buscaba plantas concretas sino flores desconocidas. A veces le pedía consejo a su amigo fraile, que conocía mejor el terreno, pero era entonces, con las manos en la espalda y la cabeza baja, cuando Ramón se sumía en sus cavilaciones y aprovechaba para disfrutar. Silvestre, en cambio, no se habría perdonado dedicarse a dar paseos por el campo mientras sus hermanos velaban enfermos o fregaban los suelos de la casa convento. Se esforzaba en ir más deprisa, en coger más flores, en calcular las existencias y las necesidades. A Ramón esa figura menuda y agalgada del franciscano buscando hierbas entre las piedras le tonificaba el espíritu. Ahora él debería seguir el mismo ritmo que Silvestre, ya había un motivo para que el placer fuera un trabajo. La afición por la botánica se había convertido en profesión de oficio. Sin embargo, su concentración necesitaba placer. No era capaz de apartar los pensamientos y dedicar su atención a un solo fin. Podía concentrarse, pero por su cabeza iban y venían los recuerdos y las previsiones. Silvestre, al contrario, iba pensando en modificar las proporciones de sus fórmulas, en probar distintos elementos que mejorasen los preparados. Silvestre tenía dominio sobre el presente, y eso era lo que Ramón más admiraba de su amigo.
A sus espaldas, el sol asomaba tras los montes azules de Gúdar. Las dos figuras encorvadas iban cobrando nitidez entre rastrojos de color grisáceo y campos labrados que apuntaban una sombra verde de primeros brotes. Subían por las lomas, bordeaban los bancales, saltaban las terrazas sujetas con lascas de piedra caliza. Evitaban los bosquecillos de pinos que se arracimaban en lo alto de los cerros, pero buscaban bajo las sabinas rastreras y en los ribazos de los linderos. Desde el cerro de Santa Bárbara Teruel era un espectro de ciudad tendida bajo la noche. Sólo las torres mudéjares asomaban sus alminares por encima de la bruma. Del resto apenas se veía el blanco sucio de la muralla y una sombra de tejados curvos, de techumbres pandeadas, de agujeros en los desvanes y cañizos en los gallineros. La ciudad amanecía entre la tersa transparencia y el color sufrido.
El hermano Silvestre había hecho buena provisión de espliego y manzanilla, más que de ordinario, y había bajado hasta el arroyo para coger unos hinojos. Caminaba más deprisa que de ordinario, arrancaba los matojos sin su proverbial cuidado. Ramón, por su parte, iba buscando algún ejemplar ya florecido de Nacissus pseudonarcisuus, uno de los primeros en desplegar sus vistosas flores amarillas. Casi todos los narcisos (el assoanus, el bulbocodium, el dubius, el eugeniae o el pallidulus) se habían localizado en la sierra de Albarracín, en la de Cucalón y en la margen izquierda del Jiloca, además de un ejemplar que el doctor Loscos encontró en Calaceite. A juicio de Ramón, este pseudonarcisus le serviría para un pliego de amarilidáceas bastante completo.
Ya de regreso, Ramón enseñó el narciso recién florecido como el mejor hallazgo de la mañana.
-Un trompón –dijo el fraile-. Ahora hay muchos.
-¿Tú no los usas? Dioscórides dice que es bueno para los espasmos.
-Sí. Y es un buen vomitivo, y calma la tos violenta.
-¿Y tú no lo recoges?
-No. Yo no lo uso. Es tóxico. He visto utilizarlo en vez de la ipecacuana, y también he visto niños anestesiados con un licor de trompón que no hacían más que vomitar y no podían tenerse vivos. Así que ten cuidado: da sueño a quien lo huele.
En la explicación del hermano Silvestre había un punto de moral severa. Ramón tenía con frecuencia la sensación de que el fraile le hablaba en clave, como un oráculo franciscano, a través de los síntomas y los olores.
-¿Y tú para qué llevas tantas manzanillas?
-¿No dices que se aproxima el cólera? –dijo Silvestre; Ramón tuvo la sensación de que apretaba el paso-. Vamos a necesitar cubas de tónico para las diarreas. No harán falta narcisos. Los enfermos vomitarán ellos solos, de eso puedes estar seguro.
Ramón se dio por aludido. Bajaban ya por los desmontes rojos del calvario, hacia el barrio de los trabajadores. Ya había levantado la mañana y por las callejas sólo se veía pasar algún hortelano madrugador.
-Estuve ayer hablando con el doctor Benito –dijo Ramón-. Vino a verme a la escuela, no sé a qué, la verdad, porque no hizo más que preguntarme por mi salud. Yo aproveché que estaba allí y le dije todo lo que tú me habías dicho. Me ha citado para un día de estos, que será mañana mismo, en la redacción del periódico.
-Yo también estoy intentando convencer al hermano Pascual para que consiga cuanto antes una audiencia con el señor obispo.
Pasaron junto a la iglesia de la Merced. Ramón decidió seguir rambla abajo, con el pretexto de acompañar al fraile al convento y darse un paseo hasta los lavaderos.
-Deberías elaborar un decálogo de precauciones, Silvestre. Tú sabes mucho de esto.
-Yo no sé nada, Ramón. El drama es que no sabemos nada. Quizá lo tengamos aquí, entre nosotros, envuelto con nuestros alientos. Quizás esté en ese narciso que llevas en el morral, o en estas manzanillas. Sólo sabemos lo que provoca, pero no dónde se esconde. Lo que dice el doctor Koch tiene mucho sentido, pero eso no arregla las cosas. Si resulta que el cólera entra por la mugre, más nos vale encomendarnos a la providencia.
Los dos amigos se despidieron al pie de la cuesta de la Andaquilla, un angosto camino de piedras que subía desde la iglesia y el molino hasta la plaza del seminario, ya dentro de la muralla. Ramón tenía previsto volver a casa y preparar los pliegos de hierbas ya secas para su envío, de modo que regresó unos metros por donde habían venido, hasta cruzar por debajo el arco del acueducto. Entonces debería haberse metido a la izquierda, por las faldas del cementerio, pero siguió hasta la iglesia de la Merced y recorrió el camino que había hecho el mismo día que recibió la carta de la Agencia de Castelserás, y pasó por delante de la puerta que tuvo que forzar para llegar hasta el pozo donde un hombre agonizaba.
Se había recuperado del susto y del enfriamiento, pero no del recuerdo. Las palabras del fraile lo habían vuelto a sumergir en un caldo de mala conciencia. Qué podía hacer él contra la llegada del morbo asiático. Qué pudo haber hecho para salvar a aquel pobre desgraciado. La gente, pensó, se quita la vida por un quítame allá esas pajas. Quizá el suicidio fuese otra bacteria que, como el cólera, puede que se transmita por los alimentos. ¿Pero por qué alimentos?
Ramón ya había hecho algunas averiguaciones sobre el pobre hombre. Se llamaba Vicente y era valenciano. Por eso en el barrio lo conocían como el tío Visén o el Correcher. Junto a la estrecha fachada de la casa, de paredes abombadas con ventanucos, había una puerta grande de corral donde el tío Visén tenía su taller. Trabajaba sobre todo para los vecinos, les ponía ñapas en los arreos de las caballerías y medias suelas en los zapatos, pero también para los pastores que por estas fechas volvían con sus ganados de Levante para pasar el verano en las montañas. Varios meses al año, el tío Visén acompañaba a los pastores con un mulo cargado de leznas, agujas, clavos, tachuelas doradas para ornamentar las aparejadas, costillas de madera para los collerones y cuero para las suelas de las polainas. Según le contó un pastor del barrio, era buena persona, formal y cumplidor, poco amigo de fiestas y de despilfarros.
Eso era todo lo que Ramón había logrado saber del suicida. Ramón llamó a la puerta de su casa. No tardó en abrirse la hoja de arriba y asomar entre la sombra una mujer enlutada. Una pañoleta negra anudada bajo la barbilla le alargaba el rostro. Los párpados y los labios tenían ya la forma del dolor, que era un gesto parecido al luto, un velo negro en la mirada que tardaría mucho tiempo en desaparecer. La mujer no lo reconoció a la primera, quizá porque no llevaba ropa de maestro ni galas dominicales, sino unas alpargatas de esparto, un pantalón de pana remendada y una gorrilla. La mujer lo miraba entre asustada y compungida.
-Me llamo Ramón. El otro día intenté…
La mujer seguía mirando sin expresión en la cara. Pero por detrás de ella se oyó una voz de mujer.
-Es el que sacó al padre del pozo.
La mujer quiso recordar la cara y rompió en sollozos. Su hija la cogió de los hombros y abrió la puerta de par en par. Era todavía una muchacha de quince o dieciséis años, flaca, desmedrada, traspasada de ese dolor juvenil que más bien parece odio, incluso a los propios que lo padecen. Llevaba puestas unas sayas negras abotonadas hasta el cuello y el pelo recogido en un coleto de cualquier manera, con mechones que le caían por la cara. Sólo sus ojos garzos parecían conservar la idea de lo que ese cuerpo habría sido sin privaciones ni sufrimientos, el de una muchacha en primavera. Pero la tez macilenta y los labios cortados daban idea del largo invierno en que había nacido.
-Le acompaño en el sentimiento.
La muchacha bajó la cabeza para cumplir. La madre, repuesta de un llanto monótono, del llanto que queda cuando cesan las ganas de llorar, se apresuró a sacar de una alacena vieja un plato con cuatro rosquillas de anís. El plato llevaba marcas en los bordes, dedazos de la madre, todos tintados de rojo, como manchados de pimentón.
-¿Quiere usted pasar? –dijo la muchacha, seria y correcta, con una dignidad que a Ramón le resultó cercana, mucha más que el servilismo que exhibía la madre, y que a Ramón le parecía la primera costumbre que los pobres deberían erradicar para dejar de serlo. A veces se planteaba si ese servilismo negaba o bendecía las modernas teorías transformistas del señor Darwin.
Ramón entró en una sala de techos muy bajos, con una cortina al fondo que debía de comunicar con las escaleras que subían al dormitorio. El suelo era, como el suyo, de tierra pisada, pero limpio y recién regado. En un rincón había una cómoda con las taraceas descoloridas, y un par de calderos de lata llenos de agua. Aparte de la alacena, no había más mobiliario que una mesa gorrinera y unas sillas de enea, ni más decoración que una hornacina de yeso dentro del que colgaba un retrato de San Lamberto decapitado, con la cabeza en la mano. Madre e hija estaban esbrinando azafrán. La madre le ofreció a Ramón su asiento.
-Ya ve usted, qué desgracia –repetía la mujer, junto a una retahíla de frases de duelo que acompañaba con suspiros. La muchacha, apoyada en la cómoda, seguía callada.
-Siento mucho no haber podido hacer nada más por su esposo –dijo Ramón, palabra por palabra, como si las estuviera dictando, como si esperara que a la madre iba a costarle comprender.
-Uy, señor, ¡encima, encima!, ¡qué más se podía hacer!, ¡agradecidas tenemos que estarle!, ¡coma una rosquilla, que son del horno de la vecina, que están hechas de ayer y llevan huevo!
-Veo que se dedican al azafrán –dijo Ramón, preparado para desviar la conversación al mundo de la botánica.
-¡Y qué vamos a hacer! ¡Cómo vamos a salir adelante! Por todo este montón nos pagan dos perras gordas, y mañana iremos a por esparto para hacer serones, si hay esparto. Desde que murió Vicente nunca sabemos si vamos a poder comer.
-Déjelo estar, madre.
-Creo que su marido era guarnicionero.
-¡Y bien bueno y bien cumplidor!
Ramón no se atrevió a insinuar que el difunto las hubiese dejado en la miseria, pero parecía evidente que así había sido. Un guarnicionero, sin embargo, no tendría por qué pasar tantas calamidades. O sí. Esas mujeres no eran más pobres que el propio Ramón, pero sobre ellas había caído la maldición de la miseria, que es un estado de ánimo añadido a la pobreza. En casi todos los gremios los jornales eran miserables, pero los artesanos del cuero seguían resultando imprescindibles. Aun así, si el año había sido malo, lo normal era que en los pueblos hubiera dos o tres suicidios movidos por la desesperación o el orgullo, o tan solo por los trastornos que provoca el hambre. La necesidad de saber por qué se había suicidado ese hombre concreto no podía más que hurgar en la maldición de su mujer y de su hija. Era tan sólo una obsesión privada.
-No ha sido un buen año –dijo Ramón, como todo resumen de sus pensamientos.
La hija seguía callada. Apoyada en la cómoda, lo miraba con recelo, con una curiosidad a la defensiva que a Ramón le pareció señal de que era una muchacha despierta, no como esas otras que tan temprano se habían acostumbrado a resignarse, a tener miedo y a que las engañasen. Esa forma de apoyarse parecía incluso una pose femenina, pero Ramón se dio cuenta de que le dolía la espalda, quizá, pensó, de acarrear cestos de esparto, cántaras de agua, barreños de grasa.
Ramón sintió llegado el momento de ofrecer sus servicios de un modo útil.
-Soy maestro de escuela. Para mí también ha sido un mal año. Pero, en fin, he venido a decirles que, si hay algo que yo pueda hacer por ustedes…
-Búsqueme un jornal –dijo la muchacha-. Búsqueme una cosa que no sea trabajar como una mula.
-¡Pero Encarna, hija mía, qué va a decir este señor, encima que casi salva a tu padre! –dijo la madre con desgana, y le tendió a su hija una toquilla negra que colgaba en el respaldo de la silla-. Toma, ponte esto, a ver si te vas a enfriar.
-A lo mejor soy yo el que también debería empezar a buscar una faena en la que paguen los jornales a su tiempo. Qué les voy a decir que no se imaginen. Pero les aseguro que estaré pendiente, y si encuentro algo vendré a decírselo.
-¡Cómase otra rosquillica! –dijo la madre.
-Valgo para cualquier cosa –dijo la hija, en un tono tan valiente y desengañado que a Ramón le revolvió las entrañas.
Ramón se levantó de la silla y alisó la gorrilla, dispuesto a marcharse. Se despidio de las mujeres con toda la cordialidad sin afectación de que fue capaz y antes de abandonar la casa volvió a girarse hacia ellas. La muchacha se levantó de la cómoda y caminó hasta el barreño de agua, metió un vaso y empezó a beber. En el perfil de su cuerpo y en el modo de sujetarse los riñones mientras bebía Ramón llegó a la conclusión de que Encarnita estaba preñada.

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