10.8.09

La enfermedad sospechosa, 8


Los guantes del cochero

La temporada teatral había empezado en Teruel con más pena que gloria. La compañía del señor Martínez, contratada para quince actuaciones en la capital, sufrió un accidente en la diligencia que la traía de Calatayud. Una rueda del carruaje se salió al pisar uno de los muchos socavones que jalonaban el camino. Las mulas, asustadas, giraron con violencia y el coche cayó de lado y dio varias vueltas de campana hasta el lecho de una rambla. Varios actores resultaron heridos de consideración. El primer galán se partió una pierna, a la vehemente señora Puchades le dio un ataque al corazón del que casi no se recupera. Las primeras noches sólo aparecieron en escena la señorita Lis y Juanita, la hija, todavía niña, del director de la compañía. Entre ellos tres y el segundo Galán, señor Costa, además del primer actor cómico, el gracioso señor Rodríguez, tuvieron que sacar adelante piezas de tanto fuste como La muerte civil o Los guantes del cochero. Los otros tres actores de la compañía sufrieron distintas indisposiciones y fracturas.
Las condiciones del contrato eran las habituales: sesiones de jueves y domingo, repertorio moderno, Echegaray, Leopoldo Cano, Ventura de la Vega, si bien desde los círculos más puntillosos se les reprochaba que no llevasen autores más modernos como Matoses o Vital Aza. Las piezas dramáticas que representaban eran siempre sórdidas historias con personajes miserables y deformes que se redimían después de mucho monótono parlamento, o bien comedias de amantes despechadas y señoritos conquistadores muy necesitados, como dice el protagonista de Los guantes del cochero, de

una mujer que posea,
a la vez que los encantos
del pudor y la inocencia,
el turbulento entusiasmo,
sin trabas de la pasión.

En las giras de provincias seguían teniendo buena aceptación piezas como esta o como Bruno el tejedor, una comedia en la que el atildado señor Martínez tuvo que hacer de rústico, papel que bordaba el señor Huertas, enfermo de calentura, pero que a él le exigía mucho esfuerzo. Tenía la sensación de que el público no se reía del personaje sino del actor. En las sesiones de los domingos añadían loas y poemas compuestos por vecinos ilustres de Teruel, el Comandante de la Guardia Civil o el señor Atrián, muy aficionado a la poesía heroica local. Los palcos y plateas se llenaban de señoritas y en las butacas brillaban los puños de los bastones y los forros de las chisteras.
Los domingos llenaban el teatro, pero a las sesiones de los jueves no iba nadie. El asunto se tomó muy en serio en la Diputación porque Martínez, el director, le había dado por carta un ultimátum: ellos no podían salir adelante sólo con la recaudación de los domingos; si no recibían un suplemento por actuar sin público, se verían obligados a seguir la ruta. Quince sesiones eran muchas cuando en importantes localidades de la costa se les aguardaba con los brazos abiertos y el entusiasmo inquebrantable del público. Porque no sólo consistían sus necesidades en avituallarse y en dormir, aunque fuera en la fonducha detestable que les habían asignado; ahora, después del trágico accidente de la diligencia, debían también sufragar los gastos en médicos y en medicinas, que no eran moco de pavo.
La Diputación tomó algunas medidas. Llevaban ya varios años sin teatro en la ciudad. Después de que traían una compañía prestigiosa y un ramillete de obras modernas, a la gente le daba por no ir. Hubo de todo, como en cualquier nimia discusión, incluidos parlamentos incendiarios, molinetes con el bastón y cerradas ovaciones de asentimiento, y se decidió solicitar a los periódicos de la capital que fomentasen la asistencia con crónicas entusiastas y llamamientos al noble disfrute de la cultura. El Ferro-carril publicó un suelto en el que animaba a los padres a que dejasen ir los jueves a sus hijas al teatro.
-Tú verás, Fernando, pero yo en esta pocilga no me quedo –dijo la señorita Lis cuando, al siguiente jueves, el teatro volvió a estar vacío.
Cobrando casi la mitad de lo previsto, no podían permitirse alquilar un piso entero. Las cuatro habitaciones de la fonda no impedían que estuviesen todos amontonados, sin sitio para el vestuario, que tampoco convenía sacar de los baúles porque la fonda entera apestaba a caballeriza. Sus habitaciones estaban, nada más entrar en la ciudad, encima de la cochera donde tenían parada las diligencias y los coches de competencia, y casi todos los arrieros con sus carros cuajados de estiércol. A principios de mayo la temperatura era muy agradable pero de la cochera ya subían moscas que se colaban por los ventanucos cubiertos con tela de saco. La señorita Lis dormía con Juanita, la hija del señor Martínez. Y era la mejor parada. Los hombres dormían de tres en tres.
Las discusiones en el seno de la compañía fueron en aumento.
-Prefiero ir a un pueblo. Por lo menos nos meten en el granero del alcalde y nos dan chorizo para comer –decía, no exento de sorna, el viejo Costa.
-A las primeras dificultades os dais por vencidos –se defendía Martínez.
-¡Eso es por salir a escena con un vestido que huele a oveja! –insistía la vehemente Puchades.
-Si mañana no nos buscas otro sitio, yo me largo –zanjaba la señorita Lis.
-¡Escuchad, escuchad!, –suplicaba Martínez-, ¡apaciguaos, por favor, apaciguaos! Se hará lo que se pueda, Lisarda. Ahora mismo en que termine de vestirme saldré a ver lo que se puede hacer, de eso no debes albergar la más mínima duda. Pero también debes pensar, tú y el resto de compañeros exhaustos o malheridos, que el oficio de actor no admite tiquismiqueces. No seríamos buenos actores si despreciásemos a ese solitario espectador que tuvimos anoche. Porque, por otra parte…
-A mí no me vengas con discursos, Teodoro –dijo la señorita Lis-. Yo no sé si soy buena o mala, si tengo que aceptarlo todo o no aceptar nada. Yo vivo de esto lo mejor que puedo, y lo que dice Nicolás es cierto. En los pueblos siempre queda el Ayuntamiento. Pero esto es un foco de infección. Aún sigue Genaro con la herida abierta y mira cómo está esto de moscas y de cucarachas. ¡Me voy! Aquí no se puede repasar el papel ni repasar nada. ¿Dónde hay un café donde puedan entrar solas las mujeres?
Aquella misma tarde se había solucionado la situación. Martínez hizo sus gestiones y antes de cenar dijo muy solemnemente a los miembros de la compañía que recogiesen sus cosas, que cambiaban de hotel. Pocos metros más abajo, en la plaza del Mercado, en la esquina de la cuesta que sube hacia San Pedro, que es por donde, se dice, subió Isabel transida de dolor para besar en los labios el cadáver de su amante, había encontrado un piso amplio y ventilado, de techos altísimos y volutas historiadas en las escayolas. El suelo era de madera recién fregada con vinagre, los muebles aún estaban cubiertos de sábanas. En todas las habitaciones había una lámpara de gas y suntuosos candelabros, y en tres de ellas una chimenea. Las camas de los dormitorios estaban protegidas por doseles de columnillas salomónicas de cuyos techos pendían gasas blancas que se mecían con la brisa del atardecer.
Estaban todos encantados. Por si fuera poco, un ama de llaves se ocupaba de llevar el agua y hacerles la comida, de mudar las camas y vaciarles las jofainas y los orinales. Aquello era un hotel que ni en París. Incluso la pequeña Juanita tenía una sala de recreo en la que compensar su precipitada madurez escénica con muñecas de cerámica pintada. Huertas y Genaro no salían de la sala de billar, adonde se hacían traer botellas de vino y, más de una vez, compañía femenina.
-¿Has dicho quince representaciones? ¿Y por qué no nos quedamos a vivir aquí? –decía la vehemente Puchades.
Martínez sólo dijo que les había salido un mecenas, un terrateniente, entusiasta del teatro, a cuyos oídos había llegado la penosa situación de la compañía. El piso era de su propiedad, e iba a darle el mismo rendimiento si lo tenía vacío que si lo alquilaba, gratis et amore, a tan espléndidos artistas de la escena.
La señorita Lis aceptó con gusto el cambio pero conocía los manejos de Martínez. El tal mecenas resultó ser un abnegado admirador de la señorita Lis, que después de cada función le enviaba flores al camerino pero nunca se presentaba en persona. La señorita Lis casi se lo agradecía. En todas las ciudades había un aspirante a actor, o a bohemio, o a cabrito, que le enviaba flores o pugnaba por entrar en el camerino. De estos fanáticos solía encargarse Genaro. Pero estos fanáticos no les ponían a todos un piso.
-Teodoro, esto no sale así como así –le dijo la señorita Lis. Ya me estás diciendo quién es el mecenas ese. ¿Algo querrá, no? Porque los mecenas de provincias, amor al arte, más bien poco.
-Quiero que lo juzgues por ti misma.
Martínez no se anduvo con rodeos. Una mañana, mientras desayunaban en el café cantante, se lo dejó bien claro. Con toda la compañía disfrutando de lo lindo en semejante casa, a ver quién era el primero en aplicar escrúpulos morales. Se trataba de un hombre joven, soltero y bien parecido, nada de un viejo barrigudo con patillas como escobas. Y era rico. Tenía tierras y ganados, y era el hijo del médico más respetado de la ciudad.
-Eso también te da idea de que no va buscando ningún escándalo, Lisarda.
-A mí lo del escándalo –dijo Lisarda, recomponiéndose el peinado, con una horquilla en la boca- me da lo mismo. Y si es guapo, miel sobre hojuelas. Lo que no quiero es que me toree.
-Que no, tonta. Que sólo quiere presumir. Lleva las cinco funciones mandándote flores al camerino. Tan sólo quiere que lo acompañes al baile.
-Pues entonces que vaya la Puchades, que se está quedando coja de verdad.
-Lisarda, por lo que más quieras, ¿lo haces con un alcalde analfabeto que sólo nos regala un pollo sin desplumar y no lo haces por tu protector?
Como si hubiera estado aguardando detrás de una cortina a que el director convenciese a su primera actriz, Julio Vargas entró en el café cuando Lisarda meneaba la cabeza sin saber a qué atenerse. Estaban al fondo del establecimiento, en uno de los veladores de la esquina, bajo cuadros mugrientos colgados sobre las paredes de color verde botella, venus de diferentes épocas y carteles taurinos llenos de sevillanas y picadores. En la tarima, al otro lado de la entrada, un vejete con el bombín echado para atrás y una tagarnina en los labios repasaba partituras nuevas en la pianola de teclas amarillas. El camarero era un señor muy serio con unos bigotes enormes que secaba vasos aburrido junto a la pila de cinc del mostrador. Apenas había un anciano leyendo la prensa, un tratante aburrido y una pareja de procuradores que habían hecho un alto en sus obligaciones. La mayoría de las sillas descansaban aún patas arriba sobre los mármoles de los veladores.
-¡Menuda sorpesa! –dijo, de forma harto convincente, el joven Julio Benito, mientras guardaba los guantes en uno de los bolsillos de su chaquetilla de monte. Era un joven fresco, de ancha sonrisa y buen color. No exhibía ni la pretenciosidad paleta de los terratenientes ni tampoco su avasallador comportamiento. Más bien parecía un esteta que venía de cazar. Y era joven, demasiado joven para ella.
-No sé cómo decirle lo importante que es para mí que acepte acompañarme al baile de Cuasimodo, señorita Lis. Mi hermana es una gran admiradora suya. ¡Se hace cruces de cómo puede pasar usted de la tragedia a la comedia en un abrir y cerrar de ojos, y con ese empaque!
Lisarda estaba a la expectativa. El joven daba el tipo de uno de esos prohombres en ciernes que atienden a las personalidades a su paso por la ciudad. Sujetaba el sombrero entre las manos (un sombrero de cazador con una pluma de pichón) y antes de exhibir sus pertenencias, como suelen hacer los terratenientes, demostró que conocía bien el repertorio de la compañía, e incluso alguno de los teatros donde actuaba. No era pedante ni redicho, más bien noblote y de franca conversación.
-¿Se encuentran ustedes a gusto en su nuevo domicilio? ¿Desean tomar alguna cosa?
Lisarda se pidió una copa de anís. El señor Martínez prefería seguir con el vino.
-Entonces, ¿a qué hora le parece a usted bien que pase a recogerla? Le prometo que la protegeré de todos los que desearían un rato de palique con usted.
-¿A qué hora es el baile? –dijo Lisarda, como si aún no estuviese segura de aceptar.
-A las siete.
-Entonces pase a recogerme a las nueve. A los bailes hay que llegar tarde.
Y, en efecto, a las nueve del día siguiente un coche de punto aguardaba en la plaza del Mercado. La señorita Lis pasó de las alfombras de su nuevo domicilio a la escalinata del Casino sin mancharse de barro el vestido. Después de pensárselo más de la cuenta, escogió un vestido que ella misma se había arreglado con un hábito de nazareno que le regalaron en Cuenca para ponérselo en algún juguete cómico picantoso. Huertas dejó caer alguna broma soez cuando la vio aparecer por el vestíbulo con semejante escote.
-Lisarda, lo vas a indigestar con la pechuga.
Lisarda le tiró una coz. Pero era verdad. Por algún motivo se había puesto más exuberante de lo que correspondía. Y sin embargo la belleza bruta y cultivada de aquel muchacho bien se merecía una actuación estelar. En el fondo era tímido. Hablaba con todos muy campechano pero a ella se dirigía con modales exquisitos. De cada comentario que recibía en el salón de baile, Julio le daba una explicación, como si se le ruborizasen las palabras ante las confianzas de sus paisanos. Qué tierno, pensaba Lisarda. Hubo un momento verdaderamente encantador. Estaban departiendo con la familia de Julio, un doctor muy respetado, y de repente Julio la llevó a un aparte.
-Perdone, señorita Lis. ¿Podría pedirle a usted un favor muy personal? ¿Ve aquel individuo de levita marrón, allí, junto al ventanal? La que está hablando con él es mi hermana, que, en fin, está dándonos muchos disgustos. Y él, pues, quizá usted lo conozca, es uno de esos diputados que mandan de Madrid a que vivan del cuento. Un desaprensivo. ¿De veras que no lo conoce? Si fuese usted tan amable de interrumpirlos como si lo conociera, yo podría charlar con mi hermana sin que pareciera exceso de autoritarismo ni diésemos que hablar.
-¿Cómo se llama? –dijo Lisarda.
-Francisco Rodríguez del Rey. Sería muy interesante conocer su opinión sobre la ciudad por la que se supone que tanto trabaja.
La señorita Lis ensayó entonces una sonrisa cínica y entrecerró los ojos como si descifrara las intenciones ocultas del terrateniente, y le hizo un gesto con el abanico para que acercase un oído a sus labios.
-No me digas que me vas a contratar de espía.
El joven Julio Benito sonrió por el lado de la boca que no estaba junto a ella.
-Mujer –dijo Julio-, eres actriz.
-Y cobro –dijo Lisarda-.
-¿No tienes bastante con el piso?
-No.
-Está bien –dijo Julio, entre satisfecho por haber intimado e incómodo por las pretensiones de la señorita Lis-. Tú haz bien tu trabajo y no saldrás mal conmigo.
-Eso espero –dijo ella, y cruzó el salón con su vestido nazareno y su escote flotante, ante la admiración de unas y el deseo de otros, hasta los ventanales donde una pareja departía.

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