Casi todas las novelas grandes de Mendoza terminan como el rosario de la aurora. Es como si se desmoronasen; como si, llegados a cierto nivel de intensidad dramática, los conflictos se fueran desliendo, a veces en escenas incomprensiblemente largas (Una comedia ligera, aquel final con los gitanos), y otras con algún deus ex machina no del todo convincente. En sus novelas cortas no se aprecia tanto esta particularidad, que en modo alguno, tratándose de nuestro mejor narrador vivo, me atrevo a llamar defecto.
El año pasado me tronché de risa con Pomponio Flato, una novela de dimensiones perfectas, un poco más, tampoco mucho, que La ballena, la primera de las tres historias que componen Tres vidas de santos. Durante tres cuartas partes de La ballena me he divertido de lo lindo con el Mendoza de las novelas cortas (no voy a lucubrar ahora sobre la época en que fue escrita; quizá sea esa una información que da el propio Mendoza para que piquen los lectores sabihondos), pero en la última parte, en el inventario final de acontecimientos, veo el final de quien no ha querido seguir con una historia que pedía convertirse en novelón. La propia calidad del relato hace que al final dejemos a varios personajes sin resolver, o con una resolución de entrecajas, resumida, discurseada, no narrada. Esperamos que el tío Víctor (el Primo del Quijote, más o menos), venga a redimir nuestra lectura, o que el padre del narrador salga del salón en el que Mendoza lo mete para que no estorbe, o que todo lo mucho que se intuye con la sorpresa final (el cuaderno del obispo Cachimba) nos haya sido escamoteado de la narración. En general, es como si Mendoza hubiera escrito una novela corta con personajes demasiado buenos como para condenarlos a su condición de figurantes.
Este problema sólo lo tienen los buenos narradores. Les salen personajes que en dos líneas ya han reunido merecimientos para dedicarles una novela entera. Por eso el final suena como el argumento de lo que queda de novela, y por eso las ramas cortadas en busca del tronco final no reflejan la silueta de una única historia y un único personaje, sino la de un montón de historias tan interesantes o más que la que se nos ha contado, y que se ha perdido sin remedio.
Me da la sensación, por otra parte, de que las dos líneas genéricas o estilísticas que conviven tan estupendamente bien en el relato no casan, sin embargo, en el melancólico final. Una sería la línea, digamos, de este realismo nostálgico barcelonés que remite al mundo de Prullàs en Una comedia ligera; y otra la línea desmadrada del detective sin nombre o de aquella novela fallida que fue La isla inaudita, y donde, si no recuerdo mal, también aparecía un obispo de tebeo. Digo que conviven mal porque una se come a la otra. La delicada emoción de los pasajes que el narrador dedica a su padre o casi todos sus tíos no tiene mucho que ver con esa solución de novela popular con que despacha al pobre Fulgencio: un caso, por cierto, de delito en habitación cerrada, que el año pasado bordó con Pomponio Flato.
En aquel estupendo relato, Mendoza volvía al estilo titoliviano de sus primeras novelas breves, en un grado de parodia más pronunciado incluso puesto que se trataba de una narración ambientada en la época de los romanos. Ese estilo siempre ha salpicado sus novelas mayores, y me acuerdo ahora del mago de Una comedia ligera (siempre vuelvo a esta novela: es la que más me gusta) y su hermoso parlamento. Aquí también lo usa, con las debidas proporciones de parodia que no pasa de ironía, y con la belleza de un idioma que nos hemos empeñado en no articular cuando lo tratamos literariamente. Hay pasajes que podría haberlos firmado Juan Benet en el caso de que hubiera tenido un sentido del humor más, digamos, explícito. Pero ni en esos párrafos de página entera Mendoza olvida jamás otra máxima titoliviana: el lenguaje se embellece para que suene mejor y sea más preciso, no para que se entienda peor.
Vivimos ahora una época coordinativa. La subordinación está mal vista. La prosa tiende a descohesionarse, a ser incluso meramente yuxtapositiva. Eso no está mal, claro, y si no ahí tenemos ahora, para quienes no la conocíamos, los preciosos relatos de Herta Müller. Abres un libro de cualquier nuevo narrador y las páginas están acribilladas de puntos. La hipotaxis, la flexibilidad, la sintaxis, en fin, se considera un arte del pasado, y lo mismo sucede con la modulación, con la precisión léxica, con los verbos específicos, de los que, por cierto, este relato es un modelo incomparable para cualquier gramática. El mismo tono discursivo que invita al cachondeo en las novelas delirantes de Mendoza es el que aquí nos masajea con su ironía soleada, con su voz tan familiar, como si el propio Mendoza fuera uno de esos tíos errabundos y bonachones que nos hacen gracia con sus historias y no son capaces de no ser entretenidos.
Y sagaces. No me resisto, por ejemplo, a copiar esta perla pedagógica:
...en aquella época, tan represiva en muchos sentidos, los niños todavía no se habían convertido en objeto de análisis y en receptáculo de las proyecciones de los adultos, que se limitaban a fiscalizar la marcha de sus estudios y la estricta rectitud de su comportamiento, dejando el resto de su formación a los curas, a los amigos, a las putas o a quien se la quisiera dar.
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