-¿Alguno de los presentes es familiar directo del enfermo? –dice un policía de paisano. Es un hombre joven, de aspecto deportivo, vaqueros ajustados y barba recortada, como esos policías de paisano que aparecen en las operaciones antiterroristas. Es muy correcto, pero también un punto expeditivo.
–Pues no –se adelanta Francisca.
–¿Cómo estás? ¿Te duele mucho? –le dice a Rafael.
Rafael no contesta. Lo mira fijamente y no contesta.
–¿Cómo te llamas?
–Rafael Soto Moreno.
–Muy bien. Vaya, ¿tanto lío para esto? ¿Y por qué no se lo has dicho antes a mi compañero?
Rafael no contesta.
–Dónde vives.
–Soto de lo Naranjo vintitré. Utrera, Seviya.
El policía apunta en su pequeño cuaderno de tapas negras.
–¿El código lo sabes?
–No señó. No macuerdo.
–¿Y el teléfono de tus padres?
–¿Y cómo lo vi a sabé el teléfono, si no sé ni el mío? Se me perdió el móvil y ayí yevaba yo toa la memoria.
–¿Cómo se llama tu padre?
–Rafaé Soto Jiméne.
–¿Y tu madre?
–Manuela Moreno Monge.
El policía lo mira mientras guarda el cuadernillo en el interior de la chaqueta.
–¿Y por qué no se lo has dicho antes a mi compañero?
–Aún estaba dormío.
–Que te mejores –dice, seco, el policía, y sale sin decir adiós.
–¡Pero muchacho! –grita en susurros el enfermo de al lado, al que todo el mundo llama Lobo, y se agacha un poco incluso y mira la puerta por si estuviera todavía el policía escuchando detrás. ¿Pero tú sabes que se va a enterar en cuanto dé un telefonazo? ¡Tú quieres que te metan en un reformatorio!
–¿Pero qué pasa? –dice Francisca.
–¿Pero tú no sabes quién es Rafael Soto Moreno? ¡Pero si es que le ha estado tomando el pelo!
Francisca sale al pasillo casi sin disimulo. Cuando entra recupera el tono normal de la voz.
–¿Todo eso era mentira?
–¡Qué tío! –el Lobo está alarmado pero al mismo tiempo divertido. En el fondo le ha hecho gracia que un muchacho herido de quince años le tomara el pelo a la policía con semejante aplomo. No deja de ser una travesura. Las otras dos mujeres están sinceramente preocupadas, pero a él el efecto de la morfina le hace prescindir del miedo a que le salpiquen las consecuencias, y acaba viéndolo como en efecto es.
–Esto ya no tiene gracia, Rafael –dice Francisca.
–Yo sólo quiero que me dehen en pá.
–Tú y casi todo el mundo, majo, pero resulta que hasta que no seas mayor de edad no puedes hacerlo solo. Afortunadamente alguien debe responder por ti.
Francisca cae de pronto en la cuenta de que ni el tono del policía ni el que está empleando ahora ella es el adecuado para hablarle a un enfermo que lleva una cornada de dos trayectorias y que aún no ha terminado de jugarse la vida.
–De momento lo que tienes que hacer es dormir y no moverte, que no paras de moverte –le dice Francisca mientras vuelve a ahuecar el almohadón y le estira el embozo de la sábana y le coloca los hilos del gotero de modo que no se enreden ni se enganchen con la palanca de la cama ni con la mesita auxiliar.
Esto va para largo, piensa Francisca. Ni hoy ni mañana se podrá volver al pueblo. Lo más seguro es que manden un asistente social hasta que aparezcan sus padres o, puesto que está en un hospital, lo dejen al cuidado de las enfermeras hasta que se restablezca. Francisca, en realidad, no hace ninguna falta. Ya ha hecho mucho más de lo que la ley o la moral le reclamaban. Rafael está donde tiene que estar. Y ella tampoco siente más impulso que un agobiante sentido de la responsabilidad para permanecer junto al herido. Quiere que aparezca la madre por el pasillo blanco y Rafaelillo desaparezca de su vida, o por lo menos deje de protagonizarla.
Es más de mediodía. Cuando los últimos efectos de la anestesia provocan otra vez el sueño a Rafael, Francisca sale a llamar por teléfono. Aún no ha hablado con su hermano desde que llegó anoche al hospital. En vez de llamar al móvil de Fidel llama al fijo de la carnicería. Le contesta Laura, la novia. Le dice que Fidel ha subido al monte a por las vacas para bajarlas después al matadero. Le dice que no se preocupe por nada.
–Tú tranquila que nos arreglamos bien –le dice.
Francisca va a preguntarle por más cosas, por su padre, por el toro, por el tiempo, por el pueblo, pero Laura no puede entretenerse.
–Llama un poco más tarde si quieres que ahora tengo la carnicería llena. Que ha traído ya tu hermano el toro del matadero y todo el mundo quiere comprar.
Francisca cierra el móvil pensativa. Laura es muy buena chica. Francisca la llamó antes de bajarse a Teruel porque ya otras veces los ayudó cuando había que preparar los bocadillos del centro social y con los calderos aquellos de estofado que llevaron a la ermita. La conoce a Laura desde que nació, y sin embargo su tono de voz y algunas de sus palabras la desconciertan. El pasillo del hospital es un zoco de mercancías enfermas y a Francisca le resuenan las palabras nos y tengo en el oído. Nos arreglamos bien, tengo la carnicería llena… ¿Qué significa eso? ¿Lleva una mañana en la carnicería y ya la tiene llena? Francisca sabe que Laura y su hermano son amigos y van juntos con otros jóvenes del pueblo a las fiestas de alrededor. No es consciente de que salgan juntos o festejen, ya se habría enterado, porque además Fidel no es huraño y lo cuenta todo. ¿Pero qué significa ese nos?
De regreso a la habitación, Francisca ve unos cables y un individuo de pelo largo y revuelto agachado que manipula una cámara, y una chica más o menos de su edad con unos folios debajo del brazo que parece esperar a que terminen de conectar los cables.
–Buenos días –dice Francisca, muy seca.
–Buenos días –contesta la chica, bajando la voz, modulando la sonrisa, como se habla a los parientes afligidos–. Usted es su madre, ¿verdad?
La chica no es mucho más joven que Francisca. También ella podría ser su madre.
–No. Estoy con él pero no soy su madre.
–Soy Silvia Barraca, de Televisión Española. Hemos venido a hacerle una entrevista a Rafael.
Francisca le habla como si fuese Laura, como si Laura y su hermano hubiesen bajado en ese mismo momento al hospital.
–Pero no podéis… Es un menor, ni siquiera han llegado aún sus padres…
El tipo de los cables se levanta. Es un hombre joven con el pelo enredado, de semblante tranquilo y ojos bonachones.
–Al chico le hace ilusión.
Francisca se gira hacia Rafael. El muchacho la mira sorprendido, como si Francisca lo hubiera pillado en un renuncio. Lleva una cadenita de oro con una imagen de la Virgen del Rocío encima del pijama azul.
–¿También quieres salir en la tele?
Rafaelillo se encoge de hombros.
–¿Es eso lo que buscabas jugándote la vida, salir en la tele?
De pronto el silencio es perceptible. Francisca está irritada, mucho más de lo que la situación o su verdadera responsabilidad en el asunto podrían aconsejar. El argumento de la minoría de edad de Rafael es un tiro de caballos desbocados al que se sube Francisca y los arrea.
–Me he hecho cargo de este menor de edad hasta que lleguen sus padres. De todas formas, me imagino que por lo menos habréis pedido permiso al hospital.
El hombre joven vuelve a dejar la cámara en el suelo y sale de la habitación por detrás de las dos mujeres. Cuando está ya en la puerta, fuera del alcance de visión de Rafael, hace una señal a su compañera para que salga.
–Perdone…
Francisca está temblando. Nadie lo nota pero está temblando. Desde el fondo de la habitación, recortada en la luz de los ventanales, la mujer del minero, que ha salido a echarse un cigarro, le da la razón.
–Tienes razón, Francisca. Por lo menos que traigan los papeles.
–¿Podemos hablar un momento? –dice otra vez Silvia Barraca, e invita a Francisca a salir al pasillo. Allí forman un triángulo de visitantes preocupados.
–Es que no queríamos hablar delante del chico –dice Silvia–. Íbamos solo a cubrir el reportaje. Pensábamos pixelar la cara del chaval cuando saliese.
Francisca no ha entendido qué es eso de pixelar. Interviene el hombre joven.
–Borrarle la cara, como a los hijos de los famosos.
–Nosotros –continúa Silvia Barraca– somos Televisión Española. Esto es para el telediario, nosotros no hacemos programas de cotilleo. Televisión Española es un servicio público, y es muy triste que un chico así se juegue la vida. Es importante que otros chicos vean el peligro que encierran los toros y…
–A mí no tienes que contarme nada –dice Francisca, muy nerviosa, con la voz casi quebrada–, yo no soy su madre. Yo sólo ayudé a un amigo a comprar el toro que casi lo mata. Soy de la comisión de fiestas, nada más. Y pienso que hasta que no lleguen sus padres no puedo dejarlo tirado ni tampoco puedo consentir que salga… ¡pero si es que aún no está despierto del todo!
Los periodistas se hacen cargo de la situación. El hombre joven carraspea.
–Pues somos solo los primeros… Y menos mal… Luego vendrán más pero aún no se han enterado, y a nosotros no nos lo ha dicho el hospital. El muchacho no quiere decir cómo se llama, ¿verdad? Bueno, pues eso tampoco nos lo han dicho en el hospital. Eso nos lo ha dicho la policía. Nos ha llamado para que le sacásemos un reportaje. Será la mejor forma de encontrar a sus padres. De todas formas, nos han dicho que se pasarían por aquí, así que podemos esperar a que vengan, si te parece mejor. El problema es que cuando acabemos esto tenemos que terminar el reportaje en la Iglesuela, y hasta que no acabemos esto no podemos ir allí…
Francisca lo ha estado escuchando sin escucharlo. Le parece que le está tomando el pelo.
–Creo que me estás tomando el pelo, y perdona que te lo diga. Yo ya te he dicho que no soy nadie para impedirte nada, pero sí para denunciarte si haces algo ilegal. Y esto que vas a hacer, te lo haya dicho quien te lo haya dicho, es ilegal.
–Mujer, no te pongas así –interviene Silvia, que se adapta mejor al tono áspero y desconsolado de Francisca–. Te aseguro que no tengo ganas de engañar a nadie. Cumplo con mi deber, nada más. Este chico ha estado a punto de morir y eso es noticia lo queramos o no. Y mi compañero no te está tomando el pelo. Lo que pasa es que hablamos con la policía casi a diario. Si hacemos algo antes de tiempo es para no perderlo. Colaboramos con ellos. En eso no hay nada raro. Yo comprendo tu postura y me parece muy bien, pero no me parece nada bien que nos tomes, yo qué sé, por la prensa rosa.
Francisca no quiere seguir. Hay gente que sigue hablando para que el otro no se calle y llegue un momento en que se convenza o se contradiga. Por eso a Francisca no le gusta la gente que habla mucho. En ese momento suena en el móvil de Francisca el pasodoble Puerta grande. Al cámara le hace gracia.
Francisca se azora un poco. Anoche dijo que cambiaría el timbre del móvil, pero el escándalo es el mismo. Cuelga sin contestar y pide perdón, pero nada más colgar piensa en cómo se sentirá Bernardo por haberle colgado. Pero ese azoramiento provoca en ella una reacción más enérgica que la conversación medio susurrada que llevaban hasta entonces.
–Mirar, chicos, esto es más serio de lo que parece. Ya sólo falta que lo tratéis como un héroe. Yo no sé el disgusto que se llevará su madre, pero yo estoy que me va a dar algo. Es obsceno sacar en la tele a un chico en esas condiciones. Eso es lo que yo pienso. Vosotros haréis lo que os parezca y yo también.
Silvia Barraca se ha sentido un poco herida.
–Pues eso. Nos parece que es un crimen que un chico se juegue la vida y que sus padres ni se enteren. Y lo que yo quiero es que se enteren sus padres.
El cámara interviene. Ese tono de las dos mujeres no augura nada bueno.
–Bueno, venga, vamos a dejarlo estar. ¿Por qué no sale usted en el reportaje y nos cuenta lo que ha pasado?
Vuelve a sonar el pasodoble Puerta grande. Francisca está nerviosísima. Ahora contesta al teléfono. Bernardo pregunta todo lo preguntable. Da el parte de las vacas del monte que ha ido a vigilar y de cómo el toro Pocapena ya se ha convertido en entrecotte. También le dice que van a disecar la cabeza, que la ha comprado en una subasta el dueño del bar Tropezón. Francisca se traga las lágrimas. No sabe cómo cortarlo. En eso asoma por el pasillo el policía que interrogó a Rafaelillo. Va dando grandes zancadas y lleva la cara seria, y pasa como una exhalación por delante de Francisca, que está diciendo que le parece muy bien que vayan a colgar la cabeza de Pocapena, y se mete en la habitación.
Francisca se deshace de Bernardo como puede.
–Luego te llamo, Bernardo, que es que están entrando los médicos en este mismo momento.
Cuando entra ella en la habitación, el policía está hablando con Rafaelillo. Emplea un tono didáctico, la voz muy baja, como si hablase a un niño.
–Nada, nada, si lo prefieres llamo a los servicios sociales. Pero ten en cuenta que da igual que seas mayor o menor. Tú tienes que ir documentado. Esto es así, Rafael.
Rafael no contesta.
–O sea, que te parece muy bien salir en la tele para que todo el mundo se entere antes que tus padres, y a mí me obligas a un papeleo que ni te cuento para saber cómo te llamas. Aquí falla algo, Rafael.
Rafael habla como hablan los toreros en la enfermería, mirando al techo, como habló Paquirri al médico de Pozoblanco, con aplomo y valentía, con aspecto de encomendarse al destino como se encomendó Vicente Ruiz El Soro a la Mare de Deu dels Desamparats cuando le preguntaron si estaba escrito que él también muriera como Paquirri y como el Yiyo, los tres protagonistas de aquella funesta tarde de toros.
–Yo no vi a salí en ninguna televisión.
El cámara, que había vuelto a conectar los aparatos, lo mira con ojos saltones.
–Pero si acabas de decir que sí…
–Si mi apoderá dise que no, es que no.
–¡Ole! –se le escapa al compañero de habitación en voz muy baja.
El policía mira un tanto incrédulo a Francisca. A Francisca se le han calmado los nervios con el ¡ole! del compañero. No entiende nada de toros ni de cante flamenco pero se siente segura y jaleada, con testigos fieles que no sólo están ahí para animarla sino para recordarle, llegado el caso, que en el momento más preciso se achantó. Así que se dirige al policía y dice lo siguiente.
–De momento, aquí debería haber un médico. Porque todo esto no creo yo que sea muy recomendable teniendo en cuenta que el pronóstico aún es reservado. Y como no sabemos lo que va a decir un médico, pues mejor nos dejamos regir por la ley. El chico lo que tiene es que descansar. Ya habrá tiempo de que vengan los servicios sociales y de que le hagan entrevistas por la tele. De aquí le aseguro que no se va a mover. Ni yo tampoco.
–¡Ole! –vuelve a decir el compañero.