28.2.10

Las lágrimas de Polifemo

Capítulo tercero


-¿Alguno de los presentes es familiar directo del enfermo? –dice un policía de paisano. Es un hombre joven, de aspecto deportivo, vaqueros ajustados y barba recortada, como esos policías de paisano que aparecen en las operaciones antiterroristas. Es muy correcto, pero también un punto expeditivo.

–Pues no –se adelanta Francisca.

–¿Cómo estás? ¿Te duele mucho? –le dice a Rafael.

Rafael no contesta. Lo mira fijamente y no contesta.

–¿Cómo te llamas?

–Rafael Soto Moreno.

–Muy bien. Vaya, ¿tanto lío para esto? ¿Y por qué no se lo has dicho antes a mi compañero?

Rafael no contesta.

–Dónde vives.

–Soto de lo Naranjo vintitré. Utrera, Seviya.

El policía apunta en su pequeño cuaderno de tapas negras.

–¿El código lo sabes?

–No señó. No macuerdo.

–¿Y el teléfono de tus padres?

–¿Y cómo lo vi a sabé el teléfono, si no sé ni el mío? Se me perdió el móvil y ayí yevaba yo toa la memoria.

–¿Cómo se llama tu padre?

–Rafaé Soto Jiméne.

–¿Y tu madre?

–Manuela Moreno Monge.

El policía lo mira mientras guarda el cuadernillo en el interior de la chaqueta.

–¿Y por qué no se lo has dicho antes a mi compañero?

–Aún estaba dormío.

–Que te mejores –dice, seco, el policía, y sale sin decir adiós.

–¡Pero muchacho! –grita en susurros el enfermo de al lado, al que todo el mundo llama Lobo, y se agacha un poco incluso y mira la puerta por si estuviera todavía el policía escuchando detrás. ¿Pero tú sabes que se va a enterar en cuanto dé un telefonazo? ¡Tú quieres que te metan en un reformatorio!

–¿Pero qué pasa? –dice Francisca.

–¿Pero tú no sabes quién es Rafael Soto Moreno? ¡Pero si es que le ha estado tomando el pelo!

Francisca sale al pasillo casi sin disimulo. Cuando entra recupera el tono normal de la voz.

–¿Todo eso era mentira?

–¡Qué tío! –el Lobo está alarmado pero al mismo tiempo divertido. En el fondo le ha hecho gracia que un muchacho herido de quince años le tomara el pelo a la policía con semejante aplomo. No deja de ser una travesura. Las otras dos mujeres están sinceramente preocupadas, pero a él el efecto de la morfina le hace prescindir del miedo a que le salpiquen las consecuencias, y acaba viéndolo como en efecto es.

–Esto ya no tiene gracia, Rafael –dice Francisca.

–Yo sólo quiero que me dehen en pá.

–Tú y casi todo el mundo, majo, pero resulta que hasta que no seas mayor de edad no puedes hacerlo solo. Afortunadamente alguien debe responder por ti.

Francisca cae de pronto en la cuenta de que ni el tono del policía ni el que está empleando ahora ella es el adecuado para hablarle a un enfermo que lleva una cornada de dos trayectorias y que aún no ha terminado de jugarse la vida.

–De momento lo que tienes que hacer es dormir y no moverte, que no paras de moverte –le dice Francisca mientras vuelve a ahuecar el almohadón y le estira el embozo de la sábana y le coloca los hilos del gotero de modo que no se enreden ni se enganchen con la palanca de la cama ni con la mesita auxiliar.

Esto va para largo, piensa Francisca. Ni hoy ni mañana se podrá volver al pueblo. Lo más seguro es que manden un asistente social hasta que aparezcan sus padres o, puesto que está en un hospital, lo dejen al cuidado de las enfermeras hasta que se restablezca. Francisca, en realidad, no hace ninguna falta. Ya ha hecho mucho más de lo que la ley o la moral le reclamaban. Rafael está donde tiene que estar. Y ella tampoco siente más impulso que un agobiante sentido de la responsabilidad para permanecer junto al herido. Quiere que aparezca la madre por el pasillo blanco y Rafaelillo desaparezca de su vida, o por lo menos deje de protagonizarla.

Es más de mediodía. Cuando los últimos efectos de la anestesia provocan otra vez el sueño a Rafael, Francisca sale a llamar por teléfono. Aún no ha hablado con su hermano desde que llegó anoche al hospital. En vez de llamar al móvil de Fidel llama al fijo de la carnicería. Le contesta Laura, la novia. Le dice que Fidel ha subido al monte a por las vacas para bajarlas después al matadero. Le dice que no se preocupe por nada.

–Tú tranquila que nos arreglamos bien –le dice.

Francisca va a preguntarle por más cosas, por su padre, por el toro, por el tiempo, por el pueblo, pero Laura no puede entretenerse.

–Llama un poco más tarde si quieres que ahora tengo la carnicería llena. Que ha traído ya tu hermano el toro del matadero y todo el mundo quiere comprar.

Francisca cierra el móvil pensativa. Laura es muy buena chica. Francisca la llamó antes de bajarse a Teruel porque ya otras veces los ayudó cuando había que preparar los bocadillos del centro social y con los calderos aquellos de estofado que llevaron a la ermita. La conoce a Laura desde que nació, y sin embargo su tono de voz y algunas de sus palabras la desconciertan. El pasillo del hospital es un zoco de mercancías enfermas y a Francisca le resuenan las palabras nos y tengo en el oído. Nos arreglamos bien, tengo la carnicería llena… ¿Qué significa eso? ¿Lleva una mañana en la carnicería y ya la tiene llena? Francisca sabe que Laura y su hermano son amigos y van juntos con otros jóvenes del pueblo a las fiestas de alrededor. No es consciente de que salgan juntos o festejen, ya se habría enterado, porque además Fidel no es huraño y lo cuenta todo. ¿Pero qué significa ese nos?

De regreso a la habitación, Francisca ve unos cables y un individuo de pelo largo y revuelto agachado que manipula una cámara, y una chica más o menos de su edad con unos folios debajo del brazo que parece esperar a que terminen de conectar los cables.

–Buenos días –dice Francisca, muy seca.

–Buenos días –contesta la chica, bajando la voz, modulando la sonrisa, como se habla a los parientes afligidos–. Usted es su madre, ¿verdad?

La chica no es mucho más joven que Francisca. También ella podría ser su madre.

–No. Estoy con él pero no soy su madre.

–Soy Silvia Barraca, de Televisión Española. Hemos venido a hacerle una entrevista a Rafael.

Francisca le habla como si fuese Laura, como si Laura y su hermano hubiesen bajado en ese mismo momento al hospital.

–Pero no podéis… Es un menor, ni siquiera han llegado aún sus padres…

El tipo de los cables se levanta. Es un hombre joven con el pelo enredado, de semblante tranquilo y ojos bonachones.

–Al chico le hace ilusión.

Francisca se gira hacia Rafael. El muchacho la mira sorprendido, como si Francisca lo hubiera pillado en un renuncio. Lleva una cadenita de oro con una imagen de la Virgen del Rocío encima del pijama azul.

–¿También quieres salir en la tele?

Rafaelillo se encoge de hombros.

–¿Es eso lo que buscabas jugándote la vida, salir en la tele?

De pronto el silencio es perceptible. Francisca está irritada, mucho más de lo que la situación o su verdadera responsabilidad en el asunto podrían aconsejar. El argumento de la minoría de edad de Rafael es un tiro de caballos desbocados al que se sube Francisca y los arrea.

–Me he hecho cargo de este menor de edad hasta que lleguen sus padres. De todas formas, me imagino que por lo menos habréis pedido permiso al hospital.

El hombre joven vuelve a dejar la cámara en el suelo y sale de la habitación por detrás de las dos mujeres. Cuando está ya en la puerta, fuera del alcance de visión de Rafael, hace una señal a su compañera para que salga.

–Perdone…

Francisca está temblando. Nadie lo nota pero está temblando. Desde el fondo de la habitación, recortada en la luz de los ventanales, la mujer del minero, que ha salido a echarse un cigarro, le da la razón.

–Tienes razón, Francisca. Por lo menos que traigan los papeles.

–¿Podemos hablar un momento? –dice otra vez Silvia Barraca, e invita a Francisca a salir al pasillo. Allí forman un triángulo de visitantes preocupados.

–Es que no queríamos hablar delante del chico –dice Silvia–. Íbamos solo a cubrir el reportaje. Pensábamos pixelar la cara del chaval cuando saliese.

Francisca no ha entendido qué es eso de pixelar. Interviene el hombre joven.

–Borrarle la cara, como a los hijos de los famosos.

–Nosotros –continúa Silvia Barraca– somos Televisión Española. Esto es para el telediario, nosotros no hacemos programas de cotilleo. Televisión Española es un servicio público, y es muy triste que un chico así se juegue la vida. Es importante que otros chicos vean el peligro que encierran los toros y…

–A mí no tienes que contarme nada –dice Francisca, muy nerviosa, con la voz casi quebrada–, yo no soy su madre. Yo sólo ayudé a un amigo a comprar el toro que casi lo mata. Soy de la comisión de fiestas, nada más. Y pienso que hasta que no lleguen sus padres no puedo dejarlo tirado ni tampoco puedo consentir que salga… ¡pero si es que aún no está despierto del todo!

Los periodistas se hacen cargo de la situación. El hombre joven carraspea.

–Pues somos solo los primeros… Y menos mal… Luego vendrán más pero aún no se han enterado, y a nosotros no nos lo ha dicho el hospital. El muchacho no quiere decir cómo se llama, ¿verdad? Bueno, pues eso tampoco nos lo han dicho en el hospital. Eso nos lo ha dicho la policía. Nos ha llamado para que le sacásemos un reportaje. Será la mejor forma de encontrar a sus padres. De todas formas, nos han dicho que se pasarían por aquí, así que podemos esperar a que vengan, si te parece mejor. El problema es que cuando acabemos esto tenemos que terminar el reportaje en la Iglesuela, y hasta que no acabemos esto no podemos ir allí…

Francisca lo ha estado escuchando sin escucharlo. Le parece que le está tomando el pelo.

–Creo que me estás tomando el pelo, y perdona que te lo diga. Yo ya te he dicho que no soy nadie para impedirte nada, pero sí para denunciarte si haces algo ilegal. Y esto que vas a hacer, te lo haya dicho quien te lo haya dicho, es ilegal.

–Mujer, no te pongas así –interviene Silvia, que se adapta mejor al tono áspero y desconsolado de Francisca–. Te aseguro que no tengo ganas de engañar a nadie. Cumplo con mi deber, nada más. Este chico ha estado a punto de morir y eso es noticia lo queramos o no. Y mi compañero no te está tomando el pelo. Lo que pasa es que hablamos con la policía casi a diario. Si hacemos algo antes de tiempo es para no perderlo. Colaboramos con ellos. En eso no hay nada raro. Yo comprendo tu postura y me parece muy bien, pero no me parece nada bien que nos tomes, yo qué sé, por la prensa rosa.

Francisca no quiere seguir. Hay gente que sigue hablando para que el otro no se calle y llegue un momento en que se convenza o se contradiga. Por eso a Francisca no le gusta la gente que habla mucho. En ese momento suena en el móvil de Francisca el pasodoble Puerta grande. Al cámara le hace gracia.

Francisca se azora un poco. Anoche dijo que cambiaría el timbre del móvil, pero el escándalo es el mismo. Cuelga sin contestar y pide perdón, pero nada más colgar piensa en cómo se sentirá Bernardo por haberle colgado. Pero ese azoramiento provoca en ella una reacción más enérgica que la conversación medio susurrada que llevaban hasta entonces.

–Mirar, chicos, esto es más serio de lo que parece. Ya sólo falta que lo tratéis como un héroe. Yo no sé el disgusto que se llevará su madre, pero yo estoy que me va a dar algo. Es obsceno sacar en la tele a un chico en esas condiciones. Eso es lo que yo pienso. Vosotros haréis lo que os parezca y yo también.

Silvia Barraca se ha sentido un poco herida.

–Pues eso. Nos parece que es un crimen que un chico se juegue la vida y que sus padres ni se enteren. Y lo que yo quiero es que se enteren sus padres.

El cámara interviene. Ese tono de las dos mujeres no augura nada bueno.

–Bueno, venga, vamos a dejarlo estar. ¿Por qué no sale usted en el reportaje y nos cuenta lo que ha pasado?

Vuelve a sonar el pasodoble Puerta grande. Francisca está nerviosísima. Ahora contesta al teléfono. Bernardo pregunta todo lo preguntable. Da el parte de las vacas del monte que ha ido a vigilar y de cómo el toro Pocapena ya se ha convertido en entrecotte. También le dice que van a disecar la cabeza, que la ha comprado en una subasta el dueño del bar Tropezón. Francisca se traga las lágrimas. No sabe cómo cortarlo. En eso asoma por el pasillo el policía que interrogó a Rafaelillo. Va dando grandes zancadas y lleva la cara seria, y pasa como una exhalación por delante de Francisca, que está diciendo que le parece muy bien que vayan a colgar la cabeza de Pocapena, y se mete en la habitación.

Francisca se deshace de Bernardo como puede.

–Luego te llamo, Bernardo, que es que están entrando los médicos en este mismo momento.

Cuando entra ella en la habitación, el policía está hablando con Rafaelillo. Emplea un tono didáctico, la voz muy baja, como si hablase a un niño.

–Nada, nada, si lo prefieres llamo a los servicios sociales. Pero ten en cuenta que da igual que seas mayor o menor. Tú tienes que ir documentado. Esto es así, Rafael.

Rafael no contesta.

–O sea, que te parece muy bien salir en la tele para que todo el mundo se entere antes que tus padres, y a mí me obligas a un papeleo que ni te cuento para saber cómo te llamas. Aquí falla algo, Rafael.

Rafael habla como hablan los toreros en la enfermería, mirando al techo, como habló Paquirri al médico de Pozoblanco, con aplomo y valentía, con aspecto de encomendarse al destino como se encomendó Vicente Ruiz El Soro a la Mare de Deu dels Desamparats cuando le preguntaron si estaba escrito que él también muriera como Paquirri y como el Yiyo, los tres protagonistas de aquella funesta tarde de toros.

–Yo no vi a salí en ninguna televisión.

El cámara, que había vuelto a conectar los aparatos, lo mira con ojos saltones.

–Pero si acabas de decir que sí…

–Si mi apoderá dise que no, es que no.

–¡Ole! –se le escapa al compañero de habitación en voz muy baja.

El policía mira un tanto incrédulo a Francisca. A Francisca se le han calmado los nervios con el ¡ole! del compañero. No entiende nada de toros ni de cante flamenco pero se siente segura y jaleada, con testigos fieles que no sólo están ahí para animarla sino para recordarle, llegado el caso, que en el momento más preciso se achantó. Así que se dirige al policía y dice lo siguiente.

–De momento, aquí debería haber un médico. Porque todo esto no creo yo que sea muy recomendable teniendo en cuenta que el pronóstico aún es reservado. Y como no sabemos lo que va a decir un médico, pues mejor nos dejamos regir por la ley. El chico lo que tiene es que descansar. Ya habrá tiempo de que vengan los servicios sociales y de que le hagan entrevistas por la tele. De aquí le aseguro que no se va a mover. Ni yo tampoco.

–¡Ole! –vuelve a decir el compañero.

21.2.10











Geórgica primera

De cómo sacar ricas cosechas canto ahora,

la vertedera en qué constelación se arrastra

por la tierra y las parras se enredan a los olmos,

los bueyes qué cuidado, qué más dedicación

reclama, oh Mecenas, el ganado menor,

cuánto hay que saber de abejas hacendosas.

Vosotras, oh lumbreras del mundo las más claras,

bordón que sois del año cuando corre el cielo,

Líber, Ceres nutricia, si por mercedes vuestras

bellotas de Caonia la tierra transformara

en turgentes espigas, y aguas mezcló aqueloas

con la flamante uva; y vosotros los Faunos,

deidades que amparáis a los labradores todos

(moved el pie a compás, los Faunos y las Dríades,

que a vosotros os canto); y tú, oh dios Neptuno,

por quien la tierra echó al caballo relinchante

al ser de gran tridente por primera vez herida;

y tú, sí, Aristeo, amigo de los bosques,

que allá en las dehesas feraces de la Cea

pacen como la nieve tres cientos de novillos,

y tú también, Pan, tú que custodias las ovejas,

deja el bosque patrio, la fronda del Liceo,

si es que los campos ménalos te preocupan,

ven y asísteme, Tegeo, seme venturoso;

y tú que descubriste las olivas, Minerva,

y tu hijo, que fama diese al corvo arado,

y tú, sacro Silvano, que en tierno ciprés

te apoyas al andar: oh dioses todos y diosas

que al cargo estáis del gobierno de los campos

que alimentáis los no sembrados frutos nuevos

que abastecéis con largas lluvias desde el cielo.

Y tú, César, también, aunque no esté decidida

la asamblea divina que te ha de dar cobijo

ya quieras visitar ciudades y en el campo

ser amparo, y el orbe entero te considere,

con el mirto materno las sienes bien ceñidas,

señor de las tormentas y dueño de los frutos;

o acaso vengas hecho el dios del mar infinito

y a tus númenes pidan no más tus marineros

y remota te sirva Tule y Tetis te compre

y te escoja como yerno entre las olas;

o bien, en la porción de cielo que hay abierta

allá entre el Erígone y las vecinas Quelas

te añadas a los lentos meses como estrella nueva

(que ya estrecha sus pinzas el Escorpión fogoso

y de sobras te aparta espacio en las alturas).

Lo que hayas de ser, dame fácil travesía,

pues no como un rey el Tártaro te espera

ni funesto deseo de reinar te invada,

aun si a Grecia le asombran los Campos Elíseos

y en seguir a su madre no piensa Proserpina

cuando ella la reclama). Apiádate conmigo

de aquellos labradores que ignoran el camino,

emprende esta ruta, y desde este momento

acostúmbrate a ser implorado por sus votos.

Por primavera, cuando en las montañas blancas

el hielo se derrite y la gleba reseca

el viento la deshace, ya entonces empiece

el toro a gemir con el aladro hundido

y brille en el surco la reja desgastada.

Los votos cumplirá del ambicioso labrador

solamente aquella mies que haya sentido

por dos veces el sol, por dos veces el frío.

Pero antes que la tierra virgen rompa el hierro

noticia de los vientos conviene conseguir,

de cómo el cielo va variando sus costumbres,

los cultivos de siempre, los hábitos del sitio,

qué se da bien en esa zona, qué no se da.

Aquí el cereal se cría hermoso, allí

mejor la uva y más allá plantones de arbolillo

y semillas que toman sin cultivarlas nadie.

¿No ves el azafrán que el Tmolo nos envía

y su incienso los flojos sabeos y la India

su marfil; y los Cálibes desnudos, sin embargo,

sacan hierro y el Ponto fétido castóreo

y triunfos el Epiro de yeguas elideas?

Siempre impuso estas leyes Naturaleza,

normas eternas dio a sitios determinados,

desde aquella época en que Deucalión

arrojaba las piedras a un mundo vacío

y de ellas nació la dura raza humana.

Vamos, entonces, laboren los bueyes forzudos

la gruesa tierra ya desde los primeros meses

y cueza el estío terrones polvorientos

con el fulgor del sol. Si la tierra es infecunda

basta cavar un surco leve bajo Arturo,

que allí los frutos no se arguellen con las hierbas

y no les falte aquí a los yermos agua escasa.

Un año sí y otro no, también dejarás

los campos ya segados descansar, que el barbecho

se vaya haciendo duro con la ausencia de labor.

Pondrás el rubio trigo cuando cambie el tiempo

allí donde legumbres pusiste antes lozanas,

de vaina tremolosa, o delicados brotes

de veza y las quebradizas cañas y el follaje

de amargos altramuces. Queman también la tierra

las hazas de avena y la queman las de lino

y asimismo la queman los campos de amapolas

todas empapadas con el sueño de Leteo.

Con los años alternos, en cambio, la labor

más llevadera llega a ser, si no te apura

cubrir los suelos áridos de untoso fiemo

o esparcir ceniza inmunda por la tierra.

Así también, llevando cultivos alternos,

descansan los bancales y no se queda en nada

el fruto mientras tanto de tierra sin arar.

Viene bien a menudo incluso pegar fuego

a los campos agotados, y que ardan livianas

entre las crepitantes llamas las rastrojeras,

igual da si las tierras, según esta costumbre,

toman fuerzas ocultas y pingüe alimento

o si el fuego funde la maleza entera

y la humedad no necesaria la elimina

como si el calor le abre los poros a la tierra

y los respiraderos ciegos, que es allí

donde la savia alcanza hasta las hierbas nuevas,

o la vuelve más dura y las venas abiertas

contrae por que no la quemen las finas lluvias

o la potencia más dura del sol fulminante

o bien el frío del Bóreas penetrativo.

Igualmente ayuda mucho al labrantío

romper con la legona los ya secos terrones

y pasarle de mimbres el rastrillo, no en vano

lo contempla la rubia Ceres en el Olimpo;

y el que, cuando ya está labrado el bancal,

lo que levanta en recto, con reja de través

de nuevo lo rotura, y remueve la tierra

sin desmayo, y firme manda en sus cosechas.

Elevad, labradores, vuestras invocaciones

por húmedos veranos e inviernos serenos:

de inviernos polvorosos salen farros hermosos,

la Mesia se ufana de su fruto sin cultivo,

se asombra el Gárgara de cosecha tanta,

el campo es fecundo. ¿Y qué diré de aquél

que después de haber echado ya la sementera

repasa el terreno y desmenuza los grumos

del estéril secano, y luego encamina

las aguas desde el río empalmando canaleras,

y si el campo exhausto se llega a requemar

entre los herbazales mustios, hete aquí

que del borde inclinado en la boca del canal

hace saltar las aguas? Y un ronco rumor

resuena al discurrir entre esmeradas piedras

y refrescan a chorros los áridos bancales.

¿Y qué diré de quien, para evitar que la caña

bajo el peso se acueste de la rubia espiga,

mete al ganado a pacer la mies asilvestrada

entre las yerbecicas tiernas cuando asoma

por cima de los surcos el sembrado? ¿Y aquél

que seca con arena bebedora el agua

de los charcos que pudo quedarse retenida,

y mucho más si, allá por los meses movedizos,

el río va crecido y lo inunda todo

con el barro que arrastra, y así hondas lagunas

van formándose y sudan una tibia humedad.

Y, sin embargo, aun a pesar de las labores

de hombres y de bueyes, que conocen muy bien

cómo hay que roturar la tierra, dan mucho mal

las grullas estrimonias o los gansos voraces

o de amarga raíz la achicoria o la sombra.

Difícil senda Júpiter puso al cultivo

y en mover con astucia las tierras fue el primero,

cuidados introdujo en la conciencia humana

y de sus reinos no consintió el abandono

presos de grave desidia. Pues antes que Júpiter

ningún labrador hubo la tierra trabajado,

ni fue de ley marcar el campo con linderos;

sólo el procomún buscaban, y sin pedirlo

la tierra liberal todo lo daba. Fue él

quien puso el veneno en las serpientes negras

y que hicieran estragos ordenó a los lobos;

fue el que removió los mares, el que represó

el vino que a raudales corría por doquier,

quien escurrió la miel entre las hojas, y el fuego

nos quitó; que así, a fuerza de ejercicio,

las técnicas distintas forjara, y buscase

entre los surcos brotes de trigo, y arrancase

el fuego escondido en las venas de la piedra.

Por vez primera entonces las aguas de los ríos

los troncos de alisos sintieron ahuecados

y puso el marino a las estrellas número

y nombre a las Pléyades, a las Híadas

y a la fúlgida Osa, hija de Licaón.

Cazar fieras a lazo y pájaros con liga

y el acechar con perros boscajes muy tupidos

fue entonces inventado; ya uno con la honda

el ancho río bate y busca en lo profundo

y por el mar mojadas mallas arrastra el otro.

Algo después llegó la reciedumbre del hierro

y también de la sierra las hojas estridentes

(pues con cuñas partían la leña fácil de hendir

los hombres primitivos), y los varios oficios.

Mas todo lo venció el trabajo agotador,

las carencias que apuran en tiempos difíciles.

Fue Ceres la primera que enseñó a los hombres

a labrar con el hierro la tierra, cuando ya

negó su alimento Dodona y escaseaban

las bellotas del bosque sagrado y los madroños.

Al trigo el trabajo también se aplicó luego,

porque el añublo hacía daño en las espigas

y entre la mies el cardo se erizaba inútil.

Se pierden las cosechas, el bosque se enmaraña

de abrojos y lampazos, campan por los cultivos

la estéril cizaña y las avenas locas.

Conque si no te aplicas a menudo con rastrillos

a la hierba y asustas a los pájaros con ruido

y del campo umbroso la sombra impenetrable

no con la podadera la despejas ni elevas

plegarias por la lluvia, esperarás en vano

esos enormes muelos de trigo, y en el bosque

aliviarás el hambre vareando encinas.

De los recios labriegos las armas nombraremos

que ni pueden sembrarse ni tampoco crecer

sin ellas las mieses. La reja, en primer lugar,

y del corvo arado el roble ponderoso,

y los carros de nuestra madre la eleusina,

que ruedan con despacio, y los trillos y gradas

y azadones que sean de distintos tamaños;

bastos aperos más tarde de mimbre celeo

y angarillas hechas con ramas de madroño

y la criba ritual en las ceremonias iacas;

dispondrás lo que hayas con tiempo aparejado,

si mereces la gloria de unos campos divinos.

Lo primero es domar con esfuerzo una rama

de olmo en el bosque para cama del aladro.

Un timón de hasta ocho pies desde el arranque,

el dental de espaldar doble y las dos orejeras

se ajustan al camal. Antes se cortan también

una rama delgada de tilo para el yugo

y para la esteva otra de alta haya

que gobierne la base del tiro desde atrás;

De estas maderas pone a prueba la dureza

el humo si las cuelgas encima del hogar.

De los antiguos muchas reglas puedo contar

si en saber del trabajo detalles no desmayas.

Con el pesado rulo debes igualar la era

y a mano amasarla con greda pegajosa

y endurecer el suelo, que no medren las hierbas

ni el polvo la cuartee, que entonces plagas varias

la echan a perder: puso el ratón diminuto

la casa y el granero a menudo bajo tierra

o cavaron los topos ciegos sus madrigueras,

y en un agujero encontraron un sapo

y demás bichos raros que se crían la tierra,

y el gorgojo que arruina los vastos muelos de trigo

y la hormiga que teme la mísera vejez.

Observa el almendro, si se cuaja de flores

y comba en el bosque sus ramas olorosas;

si los brotes prosperan, ricos serán los trigos

cuando venga la trilla con todo el calor;

mas si adensa el follaje la sombra exuberante

trillará la era pajas gordas, nunca espigas.

A muchos vi en la siembra tratar la sementera

y con amurca negra y salitre la rocían

antes por que así se críen los granos gruesos

por dentro de las vainas engañosas, y rápido

se ablanden aun con poco fuego. Yo he visto

semillas escogidas muy despacio, tratadas

con dedicación, cómo degeneraban si el hombre

no escogía cada año las más hermosas:

así es el destino, que todo lo empeora

y una vez hundido, lo echa para atrás,

y al que a fuerza de remos remonta una barca,

si acaso sucede que afloja los brazos,

el río lo atrapa y lo arroja al abismo.

Estudiar las estrellas que Arturo custodia,

los días del Dragón luciente y las Cabrillas,

nos es tan necesario como escrutar el Ponto

a quienes son de vuelta llevados a la patria

y han de atravesar el tormentoso piélago,

o afrontar las ostríferas bocas del Abidos.

Cuando el signo de Libra reparta ya las horas

del día y del sueño por igual, y el mundo

las luces y las sombras las haya demediado,

poned a trabajar a los bueyes y sembrad

bancales de cebada, labradores, y así

del invierno indomable hasta el fin de las lluvias;

el tiempo es llegado de hundir bajo la tierra

la semilla del lino y la amapola cereal,

volcarse en el aladro en tanto el campo seco

así nos lo permita, y estén quietas las nubes.

En primavera llega la siembra de las habas

y también a ti entonces, alfalfa, te acogen

los surcos esponjosos, y es el turno del mijo.

Abre el año el Toro blanco, sus cuernos de oro,

y el Perro se esconde y sale el astro que sigue.

Mas si labras la tierra pensando nada más

en cosechas de trigo y robusta cebada

y tan sólo a la espiga dedicas tu afán,

que a tus ojos se oculten habrás de aguardar

las hijas de Atlante matutinas, y ceda

la estrella cretense de ardiente corona,

antes de echar al surco semillas oportunas

y a tierras desganadas confiar antes de tiempo

la esperanza del año. Pues muchos empezaron

sin ponerse la Maya, pero esas cosechas

que ansiaban con espigas vacías los burlaron.

Si a sembrar algarrobas en cambio te dedicas

o humildes habichuelas, y plantar no desprecias

lentejas pelusianas, el Boyero al ponerse

la señal te dará: es hora de que empieces

y alargues la simiente hasta mitad del frío.

Por esta razón rige el orbe el sol dorado,

en partes dividido, a través de los doce

signos que en un año habitan el firmamento.

Suman cinco las zonas que ocupan el cielo:

una siempre está roja del fúlgido sol

y abrasada siempre por el fuego, y a derecha

e izquierda se extienden los límites azules,

de tormentas sombrías cuajados y de hielo;

entre estas dos y la otra que en medio se queda

dos más dieron los dioses a los pobres mortales,

y por todo el camino que corta ambas zonas

sobre sí gira el orden oblicuo de los astros.

El mundo, así como escarpado se levanta

por los montes Rifeos y allá por la Escitia,

así también se hunde en pendiente hacia Libia,

por allá donde soplan los vientos australes.

Siempre está este polo encima de nosotros,

por bajo de sus pies al otro lo contemplan,

la Estigia siniestra y los Manes profundos.

Aquí la gran Serpiente se retuerce sinuosa,

circula como un río por entre las dos Osas,

Osas que tanto temen bañarse en el Océano.

Allí, según se cuenta, o la noche cerrada

por siempre calla y densas tinieblas la recubren

o vuelve desde nuestros límites la Aurora

y les trae un nuevo día, y el sol entonces

su soplo con caballos jadeantes nos envía.

Allí es donde enciende el Véspero brillante

las luces de la tarde. Y con esto podemos

en el incierto cielo el tiempo predecir

y el día de la siega y la hora de sembrar

y el mármol traicionero cuándo batir con remos

nos viene mejor, cuándo armadas sacar las naves,

o cuándo en el bosque hay que talar el pino;

no en vano escrutamos los astros en su ocaso

y el sitio donde nacen, y el año por igual

en cuatro estaciones distintas dividido.

Si guarda al labrador en casa la lluvia fría

da tiempo a preparar las muchas cosas que luego

con el cielo sereno habría de improviso

que prestar atención: así el labrador afila

y endereza el férreo diente de la reja,

los árboles vacía y talla las artesas,

y marca el ganado y numera los montones.

A las horcas bicornes y a las estacas otros

sacan punta y las mallas avían amerinas

para la vid flexible. Tejer sencillas cestas

es mejor estos días con varas de las zarzas.

Si al fuego el grano hay que tostar ahora,

molerlo con la piedra es luego menester.

Hasta en días festivos ciertas labores

permiten las divinas y las humanas leyes:

ninguna religión prohibió encauzar arroyos,

o la cerca tender en el sembrado, construir

las trampas de los pájaros, o quemar las yerbas

y chapuzar la grey balante en agua sana.

De contino los lomos del canso borriquillo

carga de aceite y fruta barata el arriero

y carga otra vez al volver de la ciudad

una piedra molar o un montón de negra pez.

La Luna puso en otro orden otras jornadas

buenas para el trabajo. Evita la quinta luna

cuando nació el Orco pálido y las Euménides

y en parto nefando la Tierra echó al mundo

a Ceo y Japeto y al bárbaro Tifeo

y los hermanos cómplices de hundir el cielo.

Por tres veces el Osa intentaron levantar

por cima del Pelión, y dejar que se cayera

sobre el Osa rodando el Olimpo frondoso;

por tres veces el padre, los montes levantados

derrumbó con un rayo. Y también es muy bueno,

poner el día décimo séptimo las parras

domar bueyes uncidos y urdir telas con lizos.

Para echarse al camino es el nono el mejor día,

y el peor de todos para ir a robar.

Muchas labores cunden más en la noche fresca

o cuando al salir el sol rocía los campos

el lucero del alba. Mejor segar de noche

la rastrojera fina y la pradera seca.

Por la noche no falta un húmedo relente,

y alguno del invierno pasa las veladas

al arrimo del fuego, y muescas abre en las teas

en forma de espiga con falces afiladas.

Y en tanto la mujer, que alivia con canciones

la eterna faena, cardando va las telas

con peine cadencioso, o pone a cocer

mosto dulce y servida de unas pocas hojas

el caldo del puchero hirviente desespuma.

Se siega el rubio trigo con la fuerza del calor,

con calor trilla la era las mieses ya tostadas.

Desnudo has de arar, y has de sembrar desnudo.

El invierno al labrador lo vuelve perezoso:

en llegando los fríos, estos agricultores

los frutos que acopiaron se afanan en gozar,

llenos de alegría se invitan a festines,

anima el invierno, y aleja las penas,

así cuando a puerto llegan naves cargadas

y flores en las popas cuelgan los marineros.

Pero también es tiempo de coger bellotas,

bayas de laurel, mirto ensangrentado, olivas,

de trampas a las grullas colocar, y a los ciervos

redes, y de perseguir las orejudas liebres,

de tirar a los gamos, de darle que restalle

a la cuerda de estopa de la honda balear.

Ha llegado el tiempo de la nieve profunda,

cuando arrastran los ríos los témpanos de hielo.

De las estrellas qué diré, de las tempestades

del Otoño, y en qué han de reparar los hombres

cuando acortan los días y afloja la calor

o se mete en lluvias la primavera, cuando

se erizan en los campos las espigas y el trigo

en leche se va hinchando, sobre la caña verde.

Yo muchas veces he visto, cuando el colono

llevaba al segador hasta los trigos royos

y ataba las gavillas con frágiles vencejos,

cómo a luchar todos los vientos se juntaban,

que arrancaban de cuajo la preñada espiga

y al aire la aventaban: y de esta manera

se lleva la tormenta en remolinos negros

las cañas voladoras y las livianas pajas.

Muchas veces también se derrama de los cielos

una tromba de agua tremenda y las nubes,

que ya en lo más alto están acumuladas,

de lluvias brunas crecen el horrible temporal.

El cielo se derrumba, el trabajo de los bueyes

anega el diluvio y los campos feraces.

Los hondos ríos crecen estruendosos, revueltas

van sus profundidades, las fosas se colmatan,

hierve el mar. Con su diestra lanza el propio Júpiter

rayos que en la noche de tormenta vibran,

tiembla la tierra entera con estas sacudidas,

huyen las fieras, pánico avasallador

arrasa el corazón de los mortales. Los montes

quebranta con su dardo refulgente Júpiter,

el Atos o el Ródope o las cumbres Ceraunias;

y arrecian los Austros y asaz densa es la lluvia,

los bosques y riberas claman con el vendaval.

Observa siempre muy meticuloso cómo van

los meses por el cielo y las constelaciones,

por dónde se oculta la frígida estrella

de Saturno, en qué órbitas del cielo errante

va el astro Cilenio. Rinde culto a los dioses

ante todo, y ofrece a la gran diosa Ceres

sacrificios cada año en los hermosos prados

al cabo del invierno, en serena primavera.

Por entonces están más gordos los corderos

y más suaves los vinos, y más dulces los sueños,

y espesas son las sombras que cubren las montañas.

Que los mozos veneren a Ceres junto a ti:

dilúyeles panales en leche y vino dulce

y por tres veces pase la víctima propicia

en torno a las mieses nuevas. Y el coro entero

y todos la acompañen entre aclamaciones,

y con gritos convoquen a Ceres a sus casas,

y que no arrime nadie la falce a las espigas

si antes no a Ceres le canta y le baila

con ramas de encina la frente coronada.

Y todas estas cosas, a fin de que pudiéramos

conocerlas por signos precisos, los calores,

las lluvias y los vientos que acarrea el frío,

Júpiter ordenó cómo nos ilustrarían

en cada mes las lunas, en qué signo los Austros

se sosiegan, y viendo qué seña los pastores

no lejos del establo sus ganados guardarán.

Revueltas por los vientos encrespados, de pronto,

ya empiezan a hincharse las olas en el mar

y un ruido se escucha seco en la alta cumbre

o bien rompe el mar y resuenan las orillas

y en el bosque umbroso el estruendo se recrece.

Mal a curvos navíos las olas se resisten

si del mar un revuelo de raudos somormujos

lleva hasta la playa sus graznidos, y cuando

en las áridas playas retozan las gaviotas

y la garza abandona lagunas conocidas

y más arriba vuela de las sublimes nubes.

Verás a veces, cuando la tempestad amaga,

cómo los astros desde el cielo se deslizan,

y detrás de ellos una larga estela en llamas

blanca se ilumina entre nocturna sombra,

y un remolino a veces de pajas delicadas

y de hojas muertas; cómo, por encima del agua,

con unas otras giran plumas y nadando van.

Mas si vienen relámpagos del crudo Bóreas

o truena en la casa del Céfiro y del Euro,

el campo se inunda, las zanjas ya rebosan,

y velas en el mar húmedas el marinero

se apresta a recoger. Nunca sorprendió la lluvia

a quien no la esperaba. Y cuando asomó,

las grullas de alto vuelo en los profundos valles

buscaron su refugio, o bien fue la novilla

que alzó la vista al cielo y abiertos los hocicos

aspiraba la brisa, o bien la golondrina

voló estridente en círculos sobre el estanque

y las ranas cantaron sus quejas en el cieno.

Y la hormiga, labrando un angosto sendero,

solía sacar huevos de escondrijos suyos,

y bebió el enorme arco iris las aguas,

y en gruesa columna un ejército de cuervos

con denso aleteo graznó huyendo del pasto.

Las aves del mar varias y las que en dulces lagos

del Caistro sus praderas asiáticas exploran

el dorso de las alas se rocían con ardor

y a veces zambullen la testa entre las olas

y a veces corren hacia ellas, y verás cómo,

ansiosas por lavarse, saltan de impaciencia.

Llama a gritos terca a la lluvia la corneja

y a solas se dispersa entre la arena seca.

Ni aun las mozas que hilaban vellones por la noche

dejaron de barruntar tormenta, cuando viesen

cómo va recreciendo el sebo del pabilo

y el aceite echa chispas en la lámpara encendida

Y lo mismo podrás con mal tiempo predecir

los días de sol, cielos abiertos y sin nubes,

y por signos certeros conocerlos: no se ve

tan apagado el brillo de las constelaciones

ni a rayos hermanos debe la luna su luz

ni vellones de lana surcan finos el cielo;

ni las alas los tan caros a Tetis alciones

al tibio sol despliegan en las playas, ni quieren

hozar cerdos inmundos gavillas desatadas.

Y bajan más las nieblas hasta la hondonada

y van cubriendo el campo todo, y la lechuza,

que observa la puesta de sol desde el alero,

en vano se afana en su canto nocturno.

En lo alto del límpido cielo asoma Niso

y a sus rojos cabellos sufre Escila el castigo:

adonde huya y corte el aire con las alas,

allí está su enemigo encarnizado, Niso,

que la sigue con grande estrépito en el cielo;

y doquiera que Niso se remonte en su vuelo,

aprisa huye y corta el aire con las alas.

Los cuervos encadenan, bien prieto el gañote,

sus nítidos graznidos hasta tres veces y cuatro,

y a menudo, no sé con qué rara melodía,

en sus altos cubiles entre la enramada

se chillan bulliciosos; después de las lluvias,

se complacen en volver a ver sus dulces nidos,

a sus pequeñas crías. No creo que esto pase

porque su ingenio esté inspirado por los dioses

ni su mayor prudencia sea cosa del destino;

sino que, cuando ha dado un giro el mal tiempo

y la humedad no estable del aire, y el dios Júpiter,

mojado por los Austros, que son los vientos del sur,

así espesa lo suelto que aclara lo espeso,

su aspecto las especies varían animadas,

el pecho una emoción distinta les ocupa

de cuando el viento las nubes acumula:

en el campo el canto viene de los pájaros

ahora y los rebaños llenos de alegría,

y aquel jubiloso graznido de los cuervos.

Mas si hacia el curso del sol vuelves la vista

y a los días del ciclo lunar, no han de fallarte

las horas de mañana ni caerás en la trampa

de las noches serenas. Si el cuerno de la luna

abraza en la sombra una negra neblina,

en el mar se prepara fortísima tormenta

a los hombres del campo; y si acaso un rubor

de virgen le cubriera el rostro, viento habrá,

pues el aura de Febe enrojece con el viento.

Y si la cuarta luna (la fuente más segura)

por el cielo con cuernos buidos fuese nítida,

entero ese día y los que hayan de venir

sin vientos y sin lluvias todo un mes pasarán,

y a salvo en la orilla mientras los marineros

a Glauco cumplirán sus votos y a Panopea,

y al hijo de Ino también, a Melicertes.

También el sol te hará señales cuando salga

y tiempo después cuando se esconda entre las olas;

son los signos más ciertos los que siguen al sol

al despuntar el alba y al salir las estrellas.

Si de manchas salpica el sol disco naciente

oculto en una nube, a medias escondido,

lluvias has de temer, que amenaza por el mar

el Noto, de los campos azote, de los árboles

y del ganado. O bien cuando al amanecer

entre nieblas espesas sin orden rompen rayos,

o cuando surge pálida la Aurora, que abandona

el lecho de Titono, del color del azafrán,

mal cuidará el pámpano, ay, la blanda uva,

que con recio estruendo el granizo indeseable

rebota en los tejados y está cayendo a mares.

Tener esto presente hará muy más provecho

cuando el sol tras recorrer el cielo se recoge,

pues a menudo vemos vagar varios colores

por su cara: azul cerúleo anuncia lluvias,

rojo el Euro; si manchas al fuego refulgente

le empiezan a salir, podrás ver entonces cómo

los vientos se desatan al tiempo que las lluvias:

nadie conseguirá que esa noche a la mar

salga ni rompa yo las amarras con la tierra.

Mas si al traer el sol al día en su regreso

el disco sigue hasta esconderlo luminoso,

te amedrentarán en vano los nubarrones

y en vano los bosques verás estremecerse

con el viento Aquilón, el que aclara los cielos.

Muchas veces también nos habrá de avisar

de que acechan secretas las perturbaciones,

de que guerras ocultas se traman y añagazas:

él también, muerto el César, se apiadó de Roma,

su cabeza radiante con lóbrega herrumbre

cubrió, y tuvo miedo un siglo de impiedades

de pensar que aquella noche fuera eterna.

Esos días la tierra y las aguas del mar,

con los perros astrosos y pájaros agoreros

señales también dieron. ¡Y cuántas veces vimos

el Etna de sus hornos reventados arrojar

la hirviente marea en los campos de los Cíclopes,

echar globos de fuego y piedras derretidas!

Escuchó la Germania el fragor de las armas

por el entero cielo, y los Alpes temblaron

con estremecimiento insólito. Se oyó

tronante por los bosques silenciosos una voz

y pálidas fantasmas de espantosa facha

fueron vistas al caer la noche, e incluso,

¡indecible fenómeno!, las bestias hablaron;

abierta está la tierra, los ríos se empantanan,

en los templos el marfil desconsolado llora,

los objetos de bronce se cubren de sudor.

Revolviéndose Erídano, el rey de los ríos,

los bosques en violentos remolinos, los campos

los inunda y arrambla con la ganadería

y sus majadas todas. En ese mismo tiempo

no dejaron de mostrar presagios ominosos

entrañas de las tristes víctimas, ni la sangre

en los pozos cesó de manar, ni las ciudades

de resonar profundas en medio de la noche

con aullidos de lobo. Jamás antes cayeron

en cielo claro tantos relámpagos ni tantos

cometas se incendiaron siniestros. Y así fue

como dos veces vieron los campos de Filipos

entrar tropas romanas en lucha fratricida

con armas comunales; y a los altos dioses

no pareció indigno abonar con nuestra sangre

dos veces la Ematia y vastas tierras del Hemo.

Ha de llegar el día en que el agricultor

se vaya encontrando por aquellos confines

al trabajar la tierra con el corvo arado

las lanzas corroídas de escabrosa herrumbre,

rastras chorcar pesadas verá en yelmos vacíos,

y lo embargará el asombro cuando vea

sobre tumbas abiertas enormes esqueletos.

Oh dioses que cuidáis de la patria, y tú, Rómulo,

y tú, Vesta, que amparas de Roma el Palacio

y el Tíber toscano, dejad que este joven

acuda en socorro de un tiempo convulso.

Pues ya hemos pagado hace tiempo el perjurio

del teucro Laomedonte. Y también ya hace tiempo

que la regia estirpe del cielo nos envidia,

oh César, por tu causa, y lamenta que busques

los honores de triunfo que te ofrecen los hombres.

Lo justo confundido sigue con lo injusto,

el mundo, tantas guerras, y las caras del crimen;

ningún honor es digno del aladro, baldíos

quedan los campos, fueron colonos expulsados,

curvas hoces se funden en rígidas espadas.

El Éufrates nos lleva por aquí a la guerra,

por allá la Germania; las ciudades vecinas,

rotos los pactos, toman las armas; despiadado,

el dios Marte se ensaña por la faz de la tierra:

así salen las cuádrigas del arrancadero,

se lanzan a la pista y arrastran los caballos

al auriga que en vano estira de las bridas,

y el carro no escucha las voces de la rienda.