6.2.10

Las lágrimas de Polifemo

Capítulo primero

Francisca se ha bajado a Teruel detrás de la ambulancia donde viaja malherido Rafael, el maletilla de quince o dieciséis años al que el toro Pocapena, de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura, pegó una cornada en el muslo de dos trayectorias, una ascendente de veintitrés centímetros que interesa la vena safena y desgarra el escroto, y otra de once centímetros que contusiona el húmero y provoca destrozos en el paquete bascular. El toro también le tiró un gañafón al vientre que le pasó rozando, le quedó una quemadura como un golpe de látigo que cruza de la ingle a la tetilla, si lo coge de lleno le saca las tripas. Todo eso Francisca no lo ha sabido hasta que no salió el médico del quirófano y preguntó quiénes eran los familiares del herido y cómo se llamaba y Francisca dijo que no era su madre, que era de la comisión de fiestas de La Iglesuela del Cid, pero que el chico no tenía a nadie y que se lo dijese todo a ella. Tampoco sabía su nombre. Rafael, sólo sabía que se llamaba Rafael.

De modo que Francisca telefoneó a Bernardo, que estaba hecho un manojo de nervios, y le dijo que no se preocupase, que el muchacho estaba bien, con dos trayectorias pero bien, y le dijo que le dijese a su hermano que se ocupara de abrir la carnicería porque ella iba a quedarse a pasar la noche hasta que el chico se despertara de la anestesia y dijera su nombre y entonces ya podrían avisar a sus padres, en cuanto viniesen ella volvería a La Iglesuela. También le pidió que puesto que ella no estaría para abrir la carnicería hiciera el favor de ayudar a su hermano a llevar unas vacas al matadero. Bernardo había dicho a todo que sí, estaba muy nervioso. Francisca intentó tranquilizarlo.

Ahora Francisca está sentada en un sillón de plástico marrón, en una habitación de la planta segunda del Hospital Obispo Polanco, en Teruel, a oscuras, leyendo con la luz que entra del pasillo. Ha hecho bien en quedarse porque el muchacho está inquieto y en el duermevela de la anestesia tira manotazos y trata de arrancarse los tubos del gotero que tiene clavados en las venas de la mano y el tubo de la sonda que drena la herida. Está pálido y envuelto en agua, se le ha quedado un rictus de dolor que a Francisca le suena más a desconsuelo. Cuando empieza a removerse Francisca le sujeta el brazo de los goteros y le sisea y con la otra mano le acaricia el cabello hacia detrás para que se sosiegue. Entonces llama al enfermero de guardia, un hombre corpulento y poliomielítico, para que le suministre más calmante si hace falta. Cuando el chico se tranquiliza y la anestesia lo vuelve a vencer Francisca escucha las toses de los enfermos que hacen eco en las paredes del pasillo, los ayes descompuestos de un anciano y la conversación amortiguada de dos vecinos acompañantes. Todavía son las dos de la mañana.

El cansancio ha dejado a Francisca sin sueño. Tiene sed, le apetece fumarse un cigarro. No quiere dejar solo a Rafaelillo, así que se acerca al mostrador del enfermero de guardia, que está consultando una página de internet, y con voz muy baja le dice que va a salir un momento a fumarse un cigarro, que si hará el favor de mirar que no se haya arrancado la sonda ni los goteros. El enfermero tiene más piel que cráneo, asiente como si arrugara el gesto.

Francisca desanda pasillos y escaleras y sale a la puerta de urgencias, donde algún que otro acompañante taciturno ha salido a lo mismo que ella. Es muy tarde y no hay nadie por la calle, pero Francisca se anima a dar una vuelta a la manzana, bordear el hospital por la valla de arizónicas y verjas pintadas de verde hasta la fachada principal. Hace mucho tiempo que no bajaba a Teruel. Las conexiones han mejorado mucho, los enfermos ya no van a Castellón. Hasta ahora, para Francisca, y no sólo por los enfermos, no sólo por su madre, que tenía que visitar al cardiólogo, sino por los materiales y los géneros de la carnicería, los apartamentos para el verano, las grandes superficies comerciales, los cines y los teatros, por todo eso Teruel no era más que un recuerdo vago, un fantasma inofensivo, y la ciudad real era Castellón. Quizá la última vez que bajó a Teruel fue un año que vino a las fiestas de la Vaquilla pero se cansó enseguida y dejó a su hermano con una mujer medio borracha en la peña Los Marinos y se volvió en el coche al pueblo.

Y las últimas veces también había sido así. Ya sólo recordaba un Teruel veraniego cubierto de mugre y anegado por la música estridente de las discomóviles, tenía que remontarse a los tiempos de estudiante, a cuando bajó a estudiar a Teruel el bachillerato, hace casi veinte años. Ella iba a clase al colegio La Salle pero dormía en la residencia de las Teresianas, que está enfrente del hospital. Son las dos de la mañana y la luz de las farolas se confunde con la niebla. Estamos a finales de marzo pero sobre las carrocerías de los coches brilla la humedad cristalizada. Francisca saca el tubo de vaselina y se repasa los labios.

En Castellón no se habría atrevido a dar un paseo por los alrededores del hospital a las dos de la mañana. En Teruel sí, aunque hiele, o quizá más porque hiela, quizá porque nada más pisar la calle su cuerpo ha adquirido los mismos hábitos que hace veinte años, y entre ellos va incluido no tener miedo, o bien porque da por hecho que Teruel no llega al rango de una urbe peligrosa. Saca del bolso un paquete de Ducados y se enciende uno. El cigarrillo, más gordo de lo habitual, le cuelga de los labios y tiene que apretarlos mucho para enderezarlo y que la llama no le queme las pestañas, al quitárselo para espirar el humo la vaselina caliente se pega un poco a los labios, el humo se desdibuja entre la niebla y el aliento. Francisca tuerce a la izquierda y ve al final de la calle la entrada del colegio de las Teresianas, que ahora es el hotel Isabel de Segura, y la tapia del colegio de primaria está pintada de amarillo. Entonces era blanca y caían los chorriones grises de la lluvia pero se parecía más a un colegio con las cristaleras de cuatro cuerpos y el pequeño jardín de tejos cortados a la altura de la valla donde más de una vez Francisca se escondió para fumarse un cigarrillo, ya entonces fumaba Ducados. Francisca cruza de acera y se acerca a las escaleras del hotel. Desde allí se ve una acera ancha y ondulada, como si se estuviera hundiendo desde hace siglos, la que da a los jardincillos y a la fuente de Torán. Siente Francisca el impulso de recorrer aquellos pasos nuevamente, los que le llevaban de las monjas al pecado, pero lleva frías las orejas y prefiere regresar.

Cuando sale del ascensor y tuerce por el pasillo izquierdo de la segunda planta ve luz muy cerca de donde tiene que estar el muchacho, una duda que a los pocos pasos es certeza. Al entrar ve la espalda del enfermero corpulento, al fondo ve dos enfermeros más junto a una cortina en mitad de la habitación. Francisca pregunta qué ha pasado en un tono no muy distinto al que empleó cuando descolgó el teléfono y era su hermano, que le avisaba de la cornada. Qué ha pasado, repite, y el enfermero se vuelve trabajosamente y con sus muchos músculos faciales le pide que se calme y que se calle. No ha pasado nada. Es que le han traído a un compañero. Rafael está tranquilo, sigue dormido, ni se ha enterado. Francisca escucha los últimos consejos del médico de guardia al acompañante del recién llegado.

–Ahora se le pasará. Hasta dentro de un par de horas por lo menos no necesitará otro. Entonces nos llamas, ¿de acuerdo?

Cuando sale la comitiva de médicos de guardia y enfermeros vestidos de verde Francisca entra en la penumbra de Rafael, al otro lado de la cortina en la que la sombra del acompañante le repite al enfermo que se le va a pasar enseguida. El enfermo no gime, ni se queja, ni habla siquiera. Francisca se acerca a Rafael y comprueba sus conexiones y le pone una mano en la frente para ver si tiene fiebre. El muchacho, sin abrir los ojos, se intenta humedecer los labios con la lengua y emite un hilillo de voz.

–¿Dónde estabas? –dice.

El muchacho tiene los ojos cerrados. Lo más seguro, piensa Francisca, es que gima en sueños y esté llamando a su madre. Cuando Francisca le sisea para que no haga esfuerzos al hablar (ha pensado un momento en contestar, iba a decir algo pero lo único que le salía era un siseo), Rafael abre la boca y descoyunta las quijadas porque se ha vuelto a dormir o sigue durmiendo. Detrás de la cortina una mujer repite de todas las formas posibles que el dolor se va a calmar, pero el paciente nuevo no dice nada. Los goteros están en su sitio, la bolsa de agua para el drenaje ha sido cambiada mientras Francisca estuvo fuera. Sólo cuando se levanta y camina hasta el otro lado de la cama para comprobarlo, sin querer arrastra un poco la cortina con el codo y ve la cara del enfermo, ve la pupila húmeda y amarillenta y el rictus de dolor, los rasgos consumidos y la nariz afilada y los dientes de quien está siendo torturado y en su cuerpo ya no quedan fuerzas para lamentarse. ¿Se te pasa?, ¿se te pasa un poco?, dice la mujer, que no se ha dado cuenta de que Francisca miraba de reojo al descorrerse un poco la cortina. El hombre, el enfermo, sí la ha visto.

–Dame agua –dice Rafael.

Francisca vuelve a su lado de la cama, donde está la botella de agua mineral y el vaso de Duralex y una pajita envuelta en un precinto de plástico fino.

–¿Quieres la paja? ¿Te quieres incorporar?

El muchacho hace el gesto fallido de incorporarse. Francisca le pasa un brazo por la espalda y cuando ha incorporado un poco al muchacho con la otra mano ahueca el almohadón y lo dobla en dos para que se apoye Rafael. Después llena el vaso y se lo acerca con una mano, mientras con la otra mano le sujeta la cabeza por la base del cráneo. El muchacho bebe sin abrir los ojos.

–¿Te duele? –susurra Francisca.

–No.

–Bebe un poco más despacio, no te vayas a atragantar.

–¿Má arrancao lo huevo?

–¿Qué?

Que si má arrancao lo huevo.

–¡Pero qué te va a arrancar! ¡Mira este, ahora, de lo que se preocupa!

Dime la verdá.

–Pues la verdá es que llevas una cornada en el muslo, así que quietecico sin moverte, no te vaya a saltar un punto. Y cállate que molestamos al señor… Venga, échate otra vez.

El muchacho arquea los labios como si en ese momento le hubiera tirado un punto de la herida. Francisca desdobla la almohada con una mano y con la otra lo sujeta por las espalda para que se vuelva a tumbar. Entonces oyen, jadeante, estragada, una voz al otro lado de la cortina.

–Mira, otro de Seviya.

La sombra del acompañante se levanta de la silla y se inclina un poco hacia el enfermo.

–¿Se te va pasando?

–Un poco.

–¿Te apago la luz?

–Bueno.

La mujer apaga el fluorescente del cabecero de la cama y la habitación vuelve a quedarse oscuras, iluminada solamente por el resplandor de las luces de emergencia del pasillo.

–Abre un poco la ventana –dice el enfermo.

–Sí, hombre, sólo faltaba eso –protesta la mujer–. Con el frío que hace.

–Huele a vaca.

–Tú sí que hueles a vaca. Anda, duérmete y déjate de vacas.

–Bueno.

Es posible que, como dice después la mujer, cuando el hombre se duerme y ella sale de la mampara y se presenta, la morfina le haya hecho delirar, y no sería desde luego la primera vez, pero Francisca ya no ha podido evitar olerse el jersey ni meterse al baño para echarse un poco de colonia por la ropa. Es ella la que huele a vaca. Los corpúsculos vacunos se le han metido esta mañana en el jersey cuando subían a la vaca para destazarla y luego en el matadero cuando la sacrificaron. Seguramente quedaron gotas de sangre y restos de sudor, o el mismo humo que desprende la carne recién matada cuando se la despelleja y ve la luz, o quizá fueron las vacas de Bernardo, cuando fue a buscarlo por la mañana. Quizá fueron las vacas lecheras europeas estabuladas que de solo entrar en el recinto ya te abofetean con el perfume acre de la paja empapada en urea. Quizá fue Bernardo. Bernardo sí que huele a vaca. Es normal y ella no lo nota porque está acostumbrada a pasearse entre los animales, y si un pastor se lava no le importa que huela un poco a oveja, ni tampoco que Bernardo, a poco que se esté quieto, despida olor a ganadero. Es un ganadero. El olor del ganado huele bien. Pero no es eso. A Francisca no le molestan los demás pero no soporta ser ella la que los moleste. Ella lava siempre la ropa con un detergente hidrolizante que saponifica los restos de olor a cuadra pero esa mañana todo fue tan deprisa que no se cambió de ropa y no lo notó, ni ella ni nadie, hasta que no se quedó quieta en un sitio de mucho calor. Hacía muchos años que no experimentaba la misma sensación. Y la otra vez también fue en Teruel, justo enfrente del hospital, cuando llegó a estudiar primero de BUP. “Huele a vaca”, dijo un alumno del Colegio La Salle en mitad de la clase de Ciencias Naturales con don Marcos Tejerina, y todo el mundo se volvió hacia ella. De esto hace lo menos veinte años. Qué vergüenza pasó. Cuando volvió a su habitación de las Teresianas se quitó la falda gris y la camisa azul clara y el jersey azul oscuro y los metió en el lavabo con medio bote de gel. Tuvo que ponérselo todo medio mojado para ir a cenar sin que las monjas se enterasen. Casi coge una pulmonía.

En aquellos primeros años 80 oler a vaca era un drama frecuente. Era el drama de las chicas jóvenes que venían huyendo del pueblo pero se lo traían pegado a la piel. Ahora las cosas han cambiado. En el siglo XXI oler a vaca ya no es un marchamo de atraso e incultura. Todo lo contrario. Incluso puede ser el signo de distinción de quien abandonó la miseria urbana y un piso pequeño de techos bajos en el barrio de Moratalaz por una casa de campo en la que se trabaja solo la mitad del año. El hombre de la cama de al lado tampoco lo dijo en tono quejoso. Si no se quejaba del dolor insoportable que le abrasa las entrañas, cómo va a quejarse del perfume de Francisca, y cómo va a pensar que el olor a campo es peor que la mezcla de sudor y colodión que se condensa en las habitaciones del hospital. El hombre, piensa Francisca, más bien lo ha dicho como si el placer de abandonar el dolor llevase aparejadas escenas infantiles, recuerdos de sosiego y esperanza en unos momentos tan difíciles.

No, Francisca ya no tiene edad de que la discriminen por vivir en un pueblo, pero el comentario le ha jodido. Muchos recuerdos de golpe. La súbita certeza de que las cosas en el fondo no cambian demasiado, esa extraña disposición de los recuerdos que parecen claves para interpretarlo todo. La mujer del enfermo sale de la cortina y se presenta. Se llama Clara. También es de pueblo. Son de La Hoz de la Vieja, cerca de Montalbán. Su marido es minero. Estaba jubilado, llevaba ya unos años jubilado, pero le han salido unos bultos en la espalda y ya no puede más con el dolor.

–Es que –dice la mujer, en torno a los cuarenta, rubia y serena– cuando le ponen la inyección dice estas cosas. Pero no te lo tomes a mal.

Francisca no se lo toma a mal. Pasa el resto de la noche cambiando las bolsas de drenaje y humedeciéndole los labios a Rafaelillo, vigilando que el muchacho no se inquiete y no se arranque los goteros. A eso de las seis de la mañana dio la sensación de que ya no podían más ni los enfermos con su dolor ni los acompañantes con su vigilia. Francisca se sentó en el sillón de plástico marrón con reposapiés abatible y se puso los auriculares del MP3. En la radio no había más que programas de fantasmas pero tiene grabados unos cuantos discos de Amaral. Francisca es fan de Amaral. Quizá es un poco mayor para ser fan, pero es de la misma edad que Amaral. La relaja y la conmueve, y esta noche le trae recuerdos de cuando Amaral ni siquiera cantaba todavía.

Es la mujer del minero la que toca en su hombro a las siete de la mañana para avisarle de que le está sonando el móvil. Francisca se quita los auriculares y el pasodoble Puerta grande suena como la diana de un cuartel a la primera luz de la mañana. Francisca corre al bolso a parar aquel estruendo. Es Bernardo.

–Dime… No, no, no estaba dormida, no te preocupes… Bien, bien… Bueno, lleva una cornada muy gorda, pero… No sé, muy gorda, ya te contaré cuando venga el médico… No, no, no te preocupes. Tú atiende a las vacas que yo esta tarde en cuanto lleguen sus padres me vuelvo al pueblo… ¿Ya habéis matado el toro?... ¿Y tu padre está bien?... Venga, no, no te preocupes, de verdad. Tú sigue tu marcha que yo nada más comer me vuelvo…

Francisca todavía dice un par de veces más a Bernardo que se quede a ordeñar las vacas y no venga a Teruel a recogerla. Rafael sigue dormido. La puerta grande no lo ha despertado de su sueño. Clara, la acompañante del minero, se ha metido a asearse en el lavabo de la habitación y sale dispuesta para empezar la mañana.

–Ve y haz lo que tengas que hacer –dice–, que yo no me voy a mover de aquí.

Francisca le da las gracias y le pregunta si quiere algo de fuera. El enfermero corpulento le informa de que vendrán a levantarle la cura pero el médico no pasará hasta las diez y media o las once. Francisca sale del hospital, bordea la valla, cruza la acera y sube las escaleras del hotel Isabel de Segura.

–¿Está libre la habitación que da a la cuarta ventana del tercer piso en la fachada de atrás?

El recepcionista la mira un segundo sin mirarla, mientras hace sus cálculos.

–Sí.

–¿Puedo ocuparla?

–Claro –dice, mientras se da la vuelta y coge del panel con celdillas la llave número 309–. ¿Va a quedarse muchos días?

–Aún no lo sé.

5 comentarios:

  1. Leyendo esta narración, me he involucrado de tal manera que parece que haya vivido esta experiencia. Me resulta todo tan familiar...
    Espero el 2º capítulo con mucho interés, Antonio

    Un abrazo

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  2. ¿Arranca un nuevo folletín, Antonio?
    Mmmmm... eso son muy buenas noticias, sin duda.
    ¿Para cuando el capitulo 2?

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  3. Gracias por los ánimos. Pues sí, por aquí vamos a tirar este año, a ver qué pasa. Es continuación de 'Los toros en invierno', que si todo va bien saldrán a pacer en primavera.

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  4. Anónimo9:19 p. m.

    ¡Viva, viva! Ya empiezan a asomar los primeros brotes primaverales. Como se ve que este invierno ha caido buen agua... pues eso.

    ¡Viva los toros en los pastos y viva las carniceras guapas!

    JCarlos Navarro

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  5. Me alegra mucho que te hayas animado con un nuevo folletín, Antonio. He leído el primer capítulo con atención y se ve claramente cómo tienes ya los mimbres dispuestos para construir la trama. Al comenzar a leerlo creí estar ante una narración de signo histórico. Me alegra también que te hayas decantado por la tercera persona omnisciente para narrarlo.
    Ánimo con él.
    Marcelo.

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