No era esta la mejor semana para ir al cine a ver An education, metido como estoy en plena campaña interior contra la posmodernidad. Digo interior porque es algo que sólo me afecta a mí y a las películas que veo y a los libros que leo. Aunque no creo que a ese abuso del patch–work, del corta y zurce, le quepa el mismo nombre que, pongamos por caso, a las novelas de Auster. Por cierto, que anoche mismo, al salir del cine, un amigo se quejaba del final de Invisible, su última novela: “¿A qué viene ese final tan descaradamente Conrad?” Pues viene, creo que le dije, del armario posmoderno. En La música del azar, por ejemplo, también estaba Kafka pero no era tan descarado… Y ahí quizás esté la diferencia: esta pos-posmodernidad se diferencia de su antecesora en que ahora es tanto más descarado como desconocido para el gran público. Es decir, vamos a escribir de nuevo la misma literatura y a filmar las mismas películas porque la gente no las conoce y le parecen originales.
No, no es ese el mejor ánimo para ver una película cuya protagonista imita a Audrey Hepburn, eso sí, mezclada con un toque Frears. Ni para ver una historia que es un apaño entre Pygmalion y esas películas de hindúes británicos que había en los 90. Ni para ver contada una época según la contó Ian McEwan en Chesyl Beach (bueno, la escena del plátano es más pop). Ni mucho menos para jugar al simple juego de las apariencias que engañan escandalosamente, el chico que no es lo que era, la profesora que tampoco, un padre tontaina (gran Alfred Molina, como siempre) y una madre de cerámica.
Son artefactos revenidos, trucos de guionista de serie de televisión, pero sobre todo un permanente rendezvous con iconografía y recursos ya vistos que no deja fluir la historia. En realidad no es una historia sino una máquina narrativa hecha de modelos populares. Y a mí eso ya me cansa. A pesar de la ambientación británica y nublada, que siempre está muy bien, y de que su directora me gustase tanto en Italiano para principiantes (¡ah, los tiempos del Dogma!), y de que la actriz es buena, aunque creo que abusa un poco de una sonrisa postiza, la cuestión es que la película me aburrió.
Y hablando de sonrisas. Esta chica de la película es una muchacha muy inteligente, enamorada de la literatura y con muchas ganas de vivir. Se diría (todo el mundo lo tiene claro) que es muy madura para su edad, y que salva etapas de la vida con la urgencia de quien ya no necesita esas lecciones. Pero en su sonrisa tierna se ve que tiene 16 años y no más, de modo que la sonrisa parece ser la verdad pueril en un continente prematuro. Lo malo es que con frecuencia yo vi lo contrario: la mujer prematura que a la orden del director ensayaba una sonrisa que ya pertenece al pasado. Eso se ve con toda claridad en las comisuras de los maseteros cuando sonríe como una niña. Es sonrisa excesiva, esos pliegues finales no son habituales. Al menos no lo son ya, es demasiado camino el que hay entre su rostro serio y profundo y esa sonrisa de colegiala. Con eso no quiero decir que la actriz sea mala, todo lo contrario, sino que la directora –me supongo yo– la hizo sonreír demasiado. En realidad la hizo aparecer demasiado. Su rostro es tan potente que se come la película, y atrás, mudos y lejanos, quedan algunos personajes de los que nos gustaría saber mucho más: la profesora cómplice, la madre decorativa, el noviete tímido, incluso ese buscavidas que a veces interpreta a Sebastian Flyte, o el propio protagonista, que me tuvo la película entera añorando que ese papel lo hubiera hecho en su tiempo Jack Lemonn. Seguro que lo hizo en alguna película.
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